#Viajosola: golpes contra la pared

30 Septiembre, 2021
  • A los siete años, el papá de la cronista Andrea Aldana le enseñó cómo pelear. “Vas a aprender a defenderte porque este mundo lo vas tener que viajar sola”, le dijo. A partir de ese momento, si un hombre le enseña el pene o la toca los persigue y trata, explosiva, de alcanzarlos: sólo piensa en pegarles. Nunca lo logra, pero si puede les tira alguna piedra.


Por ANDREA ALDANA *

 —Aprieta el puño. Tienes que cerrarlo duro, fuerte, tensionado; si no lo tensionas bien, el golpe te va a doler más a tique a él. Después, la mano empuñada la inclinas un poco hacia abajo de manera que los nudillos queden alineados con la muñeca, y ¡zas!, directo a la nariz. Así; sin miedo. Él va a intentar agarrarse la nariz y cuando lo haga: ¡pum!, una patada en lo huevos, y ahí queda. Te va a costar, pero vas a tener que apretar el corazón tanto como la mano, y partirle la cara a tu hermano si el hijo de puta te vuelve a pegar. El pendejo ese es más grande que tú y tiene más fuerza, tienes que aprender a defenderte porque yo no voy a estar acá siempre. Aunque me parta el alma saber que se pelean.

Siete años tenía yo, nueve mi hermano, cuando papá empezó a entrenarme para la vida. Algunos días llegaba de trabajar y yo corría contarle que mi hermano me había pegado por cualquiera que fuera el motivo. Entonces, después de reñir a Fito, mi hermano, me llevaba a dar una vuelta por el barrio y me improvisaba las clases de pelea callejera. También solía aconsejarme que de vez en cuando diera un golpe fuerte a la pared para ir endureciendo los nudillos, porque así iba a adquirir fuerza y resistencia en el que llamaba mi derechazo. El viejo la tenía clara: a ti te va a tocar más difícil que a tu hermano, así que vas a aprender a equiparar las cargas; vas a aprender a defenderte porque este mundo lo vas tener que viajar sola.

Y así fue. Así sigue siendo. Así aprendí a viajarlo: sola y con los nudillos endurecidos. 

***

En el barrio en el que crecí, medio pobre y muy popular, papá organizaba actividades recreativas para los más chicos y nunca dividió los juegos entre niños y niñas: si quería jugar futbol, me metía al equipo de varones y me hacía barra; si quería jugar canicas, me dejaba llenar de tierra y se ponía de rodillas y me indicaba cómo y a cuál bolita debía apuntarle; y cuando a mi casa llevé una yegua como mascota –adquirida en extrañas circunstancias que son otra historia y que me valieron un par de nalgadas-, me permitió galoparla tal como lo hacía mi hermano: sola, a pelo limpio y sin riendas. Incluso después de que el animal, en un ataque de adrenalina, se parara de un brinco sobre sus patas traseras y arrojara a Fito fuera de su lomo: directo al pavimento.

Un día Mafalda,la yegua, se iba a cruzar la avenida principal que pasaba a un lado del barrio y que mantenía atestada de carros a alta velocidad, pero la alcancé y la devolví riñéndola mientras caminaba frente a ella; como respuesta, la yegua me mordió la espalda y yo salí corriendo despavorida y sin querer verla de nuevo. Cuando le conté a papá, él sólo me dijo que le perdiera miedo y me alentó a seguir galopándola para que pudiera seguir disfrutando tal como había hecho mi hermano.

Así fue como tatué en mi memoria la primera lección de mi vida: las cosas que amas pueden morderte la espalda y aun así pueden seguir disfrutándose, sólo es cuestión de perder el miedo. Sólo son golpes contra la pared. 

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Como crecí dándome de trompadas con mi hermano, y convencida de mi derecho a los mismos juegos y juguetes que él y sus amigos, desarrollé un carácter fuerte y explosivo por el que los hombres cercanos me denominaron: el amigo más pero con tetas. Y ya en mi adolescencia, como siempre andaba sola y sin novio, dos de ellos, por aparte, me confesaron las ganas que tenían de “domarme”. ¡Domarme! Así, como a Mafalda, ¡como a una yegua!, como si estar sola fuera el estado más puro del salvajismo femenino. Golpes contra la pared.

También llegué a la adolescencia observando el panorama que estoy segura hemos visto todas las mujeres; en mi caso fueron dos penes masturbados y tres agarradas de culo (sí, tres): el primer pene fue yendo a pie para mi casa, desde el colegio, mientras que un tipo en una moto se me hizo a un lado y me siguió despacito al tiempo que se lo jalaba, cuando lo noté, tomé la primera roca que vi y se la lancé, seguí con otras piedras y él huyó; el segundo fue desde un colectivo: lo abordé, me senté junto a la ventanilla, y desde allí vi al hombre que segundos antes esperaba junto a mí en la parada de la Universidad, sólo que ahora, lascivo, me enseñaba la verga y la masturbaba. Me bajé colérica del vehículo pero él corrió y se perdió en la noche, entre las vías mal iluminadas.

Las historias de los culos casi siempre son la misma: un tipo pasa a mi lado, me mete la mano en el culo y arranca a correr, uno de ellos en bicicleta; yo los persigo y trato, explosiva, de alcanzarlos y sólo pienso en darme de trompadas con ellos: nunca lo logro pero sí les acomodo una par de pedradas, si las hay. En el último toqueteo, estaba en la calle a dos casas de donde se encontraba mi hermano, así que corrí a él, le conté y él salió a embestir a mi agresor; sus amigos hicieron ademan de moverse pero no lo hicieron, miraron mi pantalón ajustado y sólo dijeron: “¡Ah!, pero mira lo que tú te pones”. Esas cinco escenas tienen algo en común: estaba sola. Y esas cinco noches, a solas también, humillada, lloré. Golpes contra la pared.

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Los viajes llegaron. Viajé sola y lo hice con amigas: por placer, por trabajo, y la culpa que me inculcó la sociedad, me inclina a escribir que también por imprudente.

Paseé, conocí, salí, hablé con extraños, recibí comida, dormí en casa ajena, acampé, me emborraché, me drogué, caminé en bikini, tomé sol en topless, tuve sexo de una noche, amé por varios días, abordé carros de gente desconocida, y hasta perdí la conciencia por el exceso de juerga en Cartagena, Santa Marta, Barranquilla, Cúcuta, Bucaramanga, Chocó, Bogotá y Medellín, ciudades de mi país en las que también visité campamentos guerrilleros, infiltré cunas de la mafia, investigué redes de narcos y fui a buscar a los arrabales las pruebas necesarias para denunciar a policías corruptos y matones. Excepto las últimas cuatro cosas, todo lo anterior también lo hice en algunas partes de Cuba, Venezuela, Argentina y Ecuador.

Viajo sola, sí, pero lo peor no es eso: también camino sola por las noches, bebo sola, voy a bares sola, salgo a bailar sola, abordo colectivos sola, tomo taxis sola, hago reportería sola, trabajo sola, y suelo irme a vivir sola a otras ciudades. ¿Soy imprudente? Tal vez. Pero entonces para qué se viaja, para qué se vive, si no es para abrirse alas experiencias que trae el camino. El problema no soy yo ni es lo que haga, el problema es lo que hacen conmigo.

El problema es lo que me hicieron ese día en Medellín, cuando subí -sola- a entrevistar a alguien en un barrio periférico y abandonado por el Estado, de esos en los que el crimen gobierna porque tiene asidero en la pobreza. Buscaba información sobre unas víctimas de desaparición forzada y cuando salí de la entrevista, calles abajo, tres paramilitares me asediaron, me montaron a un taxi, me agredieron, me doblegaron, me violentaron sin dejar de apuntarme con un arma y, finalmente, me dejaron tirada en un matorral.

El problema fue lo que me hicieron tres años después, cuando saliendo del trabajo un par de criminales me abordaron, me empujaron contra una pared, me partieron la cara a puñetazos, me amenazaron con puñales, me apretaron un seno, me sacaron el aire del estómago a patadas y me echaron pegamento industrial en el pelo cuando me vieron en el suelo y derrotada, entonces se fueron.

El problema fue cuando me armé de valor y lo conté, y el profe que admiraba me dijo con chabacanería que lo superara, que si me iba a dejar morir por eso; mientras que la profe que admiraba me abrazó, dejó aguar sus ojos y soltó sus lágrimas conmigo.

El problema no fui yo ni fue lo que hice, el problema fue lo que hicieron esos hijos de mil putas conmigo. El problema es que aún pienso de qué forma me hubieran advertido no investigar si hubiera sido el amigo con testículos y no con tetas. No fueron golpes contra la pared; esos días la vida me cagó a trompadas y a pesar de conocer la técnica, no me pude defender.

Y a pesar de todo, y a pesar de las heridas que aún no cierran, tuve más suerte que Marina y María José, que me dolieron como hermanas. Viajo sola, sí, y vivo sola también; pero a veces me acobardo. Habitamos un mundo que no te permite ser mujer sin tener miedo.

No voy a dejar de hacerlo. No deberíamos dejar de hacerlo. Viajar el mundo solas es algo que amamos, y aunque a veces nos muerda la espalda, lo seguiremos disfrutando; sólo es cuestión de vencer el miedo y seguir endureciendo los nudillos.

Si no podemos defendernos, de alguna forma tendremos que aprender a resistir, porque, a muchas de nosotras –y aunque estemos acompañadas-,como decía papá, esta vida nos va a tocar solas. Así que golpes contra la pared.

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*Este texto fue publicado originalmente en la revista argentina Anfibia.