Una pandemia que marchita

12 Septiembre, 2020

Por CAROLINA SÁCHICA MORENO

Muchos han sido los efectos del coronavirus en distintos ámbitos, lo cierto es que llegó para enseñarnos a las buenas o a las malas.

A mi particularmente me dio la posibilidad de cocinar para mis papás y mi hijo -Mateo-; nunca fue costumbre, pero ahora se convirtió en hábito y debía sacar tiempo para todo, en ocasiones terminaba el día en un total agotamiento, pero feliz, pues hacía por ellos lo que hicieron por mí durante años y luego por mi hijo, ¡cuidarlos!

Mis dos hermanas están fuera del país así que para efectos prácticos, en este tiempo soy hija única. Nunca fui más feliz por vivir tan cerca de ellos, apenas a media cuadra.

La cuarentena nos cambió las dinámicas individuales y familiares, Mateo y yo nos ocupábamos de nuestros asuntos y además atendíamos a mis papás, nos turnábamos las tareas.

Mi papá a sus 82 años, tenía una vida propia: salía a caminar todos los días al parque, se encontraba con sus amigos del “parche” y como buenos pensionados, después del ejercicio reglamentario, se reunían a arreglar el país en medio de un café; tomaba clases de yoga, de talla en madera y esperaba que el perro llegara de la guardería a las 5:00 pm y con frecuencia nos encontrábamos al final del día; los domingos sagradamente teníamos almuerzo familiar en mi casa, era su rutina además de otras actividades, tenía una vida saludable y tranquila y sobre todo, planes y una motivación permanente. Me encantaba escucharlo, verlo leyendo y enganchado con la realidad, lleno de energía y vitalidad.

Cuando empezó la cuarentena solo miraba por la ventana y decía: “bueno, son solo veinte días...” que se fueron prolongando y de forma estricta para los mayores de setenta; toda su vida quedó reducida al apartamento y al miedo que producía salir, en medio del amenazante virus y las noticias poco alentadoras; le aterraba la posibilidad de enfermarse y tener que ir a una clínica.

Frente al reporte diario de casos y de muertes asociadas al COVID 19 como algo “normal”, la muerte empezó a ser tema de conversación pero siempre lo evité, le tenía pánico a la sola palabra, mientras tanto mi papá hacía una especie de inventario sobre las múltiples razones de gratitud en su vida que sugerían un estado de plenitud y siempre terminaba diciendo: “mis hijas son el principio y el final de mi existencia”.

Celebramos el triunfo jurídico del “cartel de las canas” que logró la tutela de los derechos a la igualdad, libre desarrollo de la personalidad y libertad de locomoción de los adultos mayores de 70 años, también celebramos cumpleaños y días de la madre y del padre, en familia, de una manera virtual atípica pero especial. Los valoré como nunca.

Sin embargo para ese entonces ya veía a mi papá cansado emocionalmente, sin mayor actividad, desparchado, sin planes, aunque con la mejor actitud posible, como si no pasara nada... no sé cómo lo lograba pero le veía el lado bueno a casi todo.

Salir ya no era un buen plan, tantas restricciones enrarecieron el ambiente y me dijo: “el miedo llegó a gobernarnos y cuando eso sucede, se pierde la libertad y el sentido de la vida cambia, y si a eso le sumas el día a día de una vejez en aislamiento...” era la primera vez que hablaba de vejez, sin embargo, se veía tranquilo pero su ánimo empezó a fenecer aunque sus manifestaciones de amor siguieran intactas, la cuarentena marchitó a mi papá.

Retomando la costumbre de los fines de semana, el 4 de agosto pasado les pedí a mis papás que almorzáramos en mi apartamento, por primera vez durante la cuarentena, pues siempre era en el de ellos; mi papá llegó un poco fatigado pero feliz, pensé que eso pasaría pronto ... pero al cabo de media hora su fatiga se acentuó; entre mi mamá y Mateo intentábamos controlar la situación y llamamos a la ambulancia de la medicina prepagada y a la de la secretaría de salud, esta última llegó a los veinte minutos, la primera luego de dos horas; en todo caso, mi papá en el sofá de la sala mientras intentábamos atenderlo con Mateo, tuvo un infarto fulminante que no dio tiempo de nada, partió en nuestras manos, la fragilidad de la vida se desvaneció con él, tras el último suspiro y un par de lágrimas. La muerte no fue tan terrible como yo imaginaba... lo terrible ha sido el vacío posterior, mi papá decía que no le tenía miedo a la muerte sino a la agonía previa. La muerte en sí misma, es un milagro.

No podía creer lo que había pasado, en cuestión de segundos ya no tenía papá, estaba pero no estaba, vino a morir en mi apartamento, en mis manos, en unas condiciones tal como él se las había pedido a la vida. Creo que si lo hubiese podido planear, él habría elegido cada minuto como sucedió, de repente, sin dolor y en medio de todo el amor que se merecía. Recuerdo que nos contó hace muchos años, de manera jocosa, que al finalizar su oración de la noche le decía a Dios: “no te olvides de mi infarto”. La unión de nuestra familia y las muestras de cariño de quienes nos rodean, han sido reconfortantes, escuchar a quienes lo conocieron hablar de él, me ha hecho agradecer, una vez más, por el privilegio de papá que tuve y que ha sido determinante en mi vida.

Ha sido el día más triste de mi vida, Mateo llamó a contarle a mis hermanas, ni mi mamá ni yo pudimos, y empezó el tedioso trámite que implica una muerte en esta época, con el riesgo de que, ante cualquier mínima sospecha de COVID, le dieran el tratamiento correspondiente a su cuerpo, lo cual hacía todo más difícil; afortunadamente no fue nuestro caso y pasadas 13 horas, la funeraria recogió el cuerpo de mi papá, todo era oscuridad, salió entre una funda negra sobre una camilla, por la misma puerta por la que había entrado feliz entre fiestas de bienvenida que le hacía el perro, el sol entraba por la ventana y en se momento, todo era luz; pudimos velarlo en total privacidad dadas las restricciones de la época y acompañarlo al cementerio donde se encargarían de su cremación.

Sus cenizas serán inhumadas en medio de una ceremonia de amor y gratitud; quedarán en una vasija de arcilla, en medio de un campo verde que con el paso del tiempo se fundirán con la tierra.

Si pudiera definir a mi papá con una palabra, sería: agradable. Daba gusto verlo, escucharlo y en general sentirlo cerca, siempre tan tranquilo y sereno, de buen humor y amoroso... respetuoso; su naturaleza no le permitía engancharse con el conflicto. Ya no está con nosotros pero su cálido recuerdo se ha encargado de llenar el vacío de su ausencia; en mi diálogo interno le digo: te saliste con la tuya papá, te fuiste rapidito y sin “poner pereque”, y ahora ¿yo qué? me responde en el mismo diálogo interno: “no te preocupes, por el camino se van ajustando las cargas...” y finaliza con su infaltable, “te quiero mi hijita, cuídate mucho”.

Cada día valoro más y más lo realmente importante, lo intangible, procuro quitarme de a poquitos lo denso que impide disfrutar la vida y así, el aprendizaje sigue... mientras el virus sigue haciendo de las suyas.

Hasta siempre, mi querido viejo. Gracias por tanto.