Un cuento con los cantos de Calixto Ochoa

14 Agosto, 2021
  • Este relato cita los títulos de un centenar de cantos de los más de mil que, se estima, compuso Calixto Ochoa Campo, uno de los autores más fecundos y versátiles de la música colombiana. No solo los cantantes vallenatos y Los Corraleros de Majagual, sino artistas como Wilfrido Vargas, Roberto Roena y Ray Conniff, han difundido su obra.  In memoriam al juglar nacido en Valencia de Jesús  hoy hace 87 años.


Por CÉSAR MUÑOZ VARGAS*

Tal como pretendió hacer el compadre Menejo cuando quiso sacar cosecha de El calabacito alumbrador, Calixto Ochoa Campo en el Amanecer de un día, sin haber alcanzado las Veinticuatro primaveras, se terció el acordeón y salió con dos provincianos como él a recorrer la comarca, pequeño universo del que lo separaban caminos reales, veredas y montañas. Partió, como los rapsodas de su generación,  a crear y a cantar las más entretenidas crónicas de un territorio que se antojaba primitivo, pero fecundo en motivos para que La historia del negro encontrara siempre la Palabra sagrada. Había nacido para ser semilla de una mies cantarina.

Hasta el Huevo sin sal en  La cazuela dejó servido quien, presa del Desasosiego,  no siguió tocando a escondidas por ir en busca de su propio reconocimiento, como correo itinerante de jocosos y extraños episodios que habría de contar en diversos tempos. Listo Calixto se enrumbó hacia los umbrales de la gloria armado con su voz rauca, las manos esquivas, un acordeón y una mente lúcida, que serían como La medallita de su buena estrella. Travesías que contaría después en Mi biografía.

Entre senderos que le demarcaban la Mata de caña y La matica de pangola se fue abriendo paso a vivir amores, desamores y abandonos. Para contarlos con picardía o el lenguaje de la sutileza y el tacto, como El jardinero que vela  Las flores y su Capullito, y se estremece si advierte erguido el Lirio rojo, esplendoroso, bermellón. O se acongoja al verlo marchito. El niño inteligente que fue un día, ya era un trovador que se iba curtiendo por Las leyes de la vida, convencido de que todo puede tener melodía. Quién mejor para comprobarlo que él mismo, El cantor de Valencia.

Se fue enamorando y haciendo amigos, y a muchos los volvió compadres. Sucedió con Chan en Nueva York, el corroncho que no descifró  la jerigonza de los gringos y que ignoraba ser en esas lejanas tierras como El mosquito en la leche. De igual modo, con el  aporreado Remanga, cuyas desventuras le sirvieron para doblarse en  el tiempo habitual de sus relatos: tres minutos. Es posible que por tal razón los oyentes y bailadores de su música, hasta El yerno y la suegra, El borracho o El señor del mico, solían quedarse con ganas de más. Y eso que varios cantos quedaban bien explicados con retahílas minuciosas, que bajaban la intensidad del baile, pero que acaparaban toda la atención de quienes se rendían a lo interesante y sabrosón de las narraciones pueblerinas.

En esas andanzas, propias de los verdaderos juglares, Ochoa Campo ya era uno de los artífices de  Los Corraleros de Majagual, la superpoderosa banda que iba reclutando a los buenos músicos y cantantes de la región. Calixto era al mismo tiempo  como El profesor que guiaba a los nóveles que se internaban en esa sinfonía de cueros, metales y cuerdas. Ya estaba en Sincelejo, ya era emblema en la plaza, y ya había atravesado los campos tupidos de majagua y Los sabanales extensos de guayabales encandiladores de un amor de ilusión, con el tiempo, célebre y perenne.

Cariños verdaderos, imaginarios, propios y extraños que enardecían en el versista los deseos incontenibles de componer, de interpretar. Algunas veces de Sueño triste, pero muchas otras de sueños sublimes como el de aquella musa, La reina del espacio, envuelta en un festín de estrellas, ángeles y luna. O amores como el de Diana, que lo achuchaban sin contemplación en el plano de la realidad.

Mas no podrá quejarse el poeta  cuando revela el puro idilio vivido en las Playas marinas y lo describe con el sincero lenguaje de a quien le hierve en la piel, a plenitud. Mujeres, inspiradoras de versos en el cantor y causantes de una Presión baja en el hombre. ¡Ay!, MamaítaDivino rostro, que ni siquiera Myriam se escapó de ponerle por momentos el Corazón alegre a Calixto, pero también, por momentos, de causarle sus penas, sus Cuatro penas; cuando seguro llegó a pensar que Así no se puede vivir.

Calixto, un avezado músico que ganó la destreza de expresar su sentimiento de muchas formas, para hacerles saber a ellas eso que cualquier Hombre enamorado pretende dar a entender: Lo que quiero es que me quieras.  Lo ha expresado con el fervor del romántico embelesado o la picardía del donjuán cuando recurre a la metáfora de La empanadita  o a la finura de llamarle La joya al sexo de alguna cortesana que apareció en el camino. También, se valió del recurso epistolar cuando  tuvo que enviarle un marconigrama a Petronita, La llanerita,  y escribió una carta inspirado en la cara bonita de María Esther. Sábado y domingo, cualquier día, de todas formas supo pedir El besito; proponía y le daban. No era culpa de él.

Pero los cantos reclamando pruebas de amor no tenían que ver solo con su autor, sino con los amigos o los personajes de los cuales tenía noticia. El rumbero macumbero, o el negro chabacano al que llamó El africano, sí, El africano recién casao, de pocos modales  y unido en matrimonio con Bercelia, una mulata inocente que no entendía, o se negaba a entender,  La fregadera y las ansiedades de su hombre. A Calixto le fueron con el chisme, y  él, muy hábil, hizo la canción. Con primera y segunda parte.

Aprendió a cumplir los compromisos que demandaban su alma de bardo. Cumplía sus citas en El parquecito, recogía y recogía motivos, y componía. Tal vez, se tardó con La comadre y el compadre Sacramento, y el hijo que ofreció apadrinarles: El chinito ya crecido y de voz tan grave como la de su padrino. Ochoa Campo nunca se hizo El flojo,  ni se preocupó por La plata, a pesar de que Por la plata baila el perro.  Por el contrario, hacía como El humanitario que no negaba un plato de comida, ni tampoco, un tejido  de letras, unos versos.

El autor, que por sus estrofas picarescas, podría pensarse que no es un Angelito. ¿Acaso lo será el travieso confundido con Las gemelas, Ana Luisa y Rosa María? ¿Lo será quien fue motivo de discordia entre una gorda caderona y una flaca que se defiende como La sanguijuela? Por amor a Dios, por supuesto que no. Un letrista fenomenal como Calixto Ochoa, necesita siempre de su Amorcito consentido, sean Esperanza, Rocío, Maribel, La interiorana, La malgeniosa o las doce que le tocan. Tampoco importa que tenga que cantarle a los defectos de La  ñata o La ombligona, más, si es en defensa propia.  Esas son Las vueltas de la vida.

De ser un atribulado que se aleja Buscando a Diana o que deja  aguardando a la ilusionada Crucita; pasa a convertirse en el que suplica el regreso de La compañerita, pues sólo así El triste, en Fuego ardiente, callará el Lamento de amor y se convencerá de que  los ojos que brillan como gotas de sereno, como Chispitas de Oro, son de la Muñequita linda que atiza la pasión y le inspira Coplas de amor.

También cariño para su entrañable y ya ausente amiga Marily; para la Vallenata campesina  o para los jornaleros de la sabana, que apenas entienden que el asunto es con ellos se embeben en música alegre. En Charanga campesina, en Charanga costeña, en Charanga internacional o en Puya regional.

Bien pudo Calixto Ochoa abrir El museo con su interminable obra, Una joya musical que entre muchas verdades, deja en evidencia al atrevido, El dentista aquel que puso en aprietos a tres amigas menesterosas; y al vanidoso ignaro que cree tener El Esqueleto de una raza superior. Hasta a quien No vale la pena, el Negro Cali le ha dedicado su talento. «Ni Mi color moreno destiñe, ni mi ingenio tiene límites», lo demuestra en cada historia.

Se llegó a creer que el juglar estaba Penando en vida o Muriendo lentamente. Ciertamente, un día mermó su vigor, pero su portentosa imaginación, propia de Los decimeros eximios, siempre tuvo El retoñito en el papel o en la grabadora. Y Calixto atendía el llamado de su corazón y ese repentismo tan suyo, como el trovero, como El consejero que llevaba dentro, como un Manantial del alma. La última canción fue algún día para una novia impasible, pero nunca lo será para la gente amante de su obra feraz.

Calixto Ochoa regresó alguna vez a su tierra, Valencia de Jesús,  fue a Valledupar, donde se alistó El pilón. Hubo homenaje en su honor. Sonó el Campanito, y alguien sigue bailando El pirulino. No llores, borracho. En su aniversario se rememora El reinado, el del setenta, cuando La voz del pueblo lo nombraba como el mejor acordeonista  y componedor, y la pudibunda Dulsaide Bermúdez seguía el halo de los rumores aguardando a conocerlo. Ella, posiblemente su Palomita volantona, la que pasó fugaz y arisca, pero que algunos años después asintió con El pico, para acompañarlo por siempre. Para ser alivio de sus males y confidente de cada nueva romanza. Compañerita que, contrario a la de la canción, estuvo ahí, durante muchos de sus días, durante los últimos, contemplándolo en la mecedora,  desde la hamaca, en la terraza de la casa del barrio La Terraza de Sincelejo.

Se cuenta un cuento,  apenas con El diez por ciento de un millar de canciones. Calixto Ochoa no sembró calabacitos alumbradores de bejucos atropellados por el verano.  Cultivó canciones que son como luces de alegría y de memorias por doquier. Poco afortunado quien se resista al gozo de tanto talento, porque Amar es un deber la versátil inspiración del trovero, vida del alma y alimento del corazón. Para el final, La primera palabra. Atención, El mundo: todo Calixto Ochoa Campo, Todo es para ti.

*Periodista y reportero gráfico. Autor de Nueve claves para decirlo bien

@177segundos

Fotos: César Muñoz Vargas