Reseña sobre Pájaros del verano, de John Better

13 Octubre, 2021

Por YENI ZULENA MILLÁN VELÁSQUEZ

Poema-viaje, poema-vuelo, poema-vida. Poema-árbol que se desploma desde la cima del verso para jugar a la muerte y al rozar el suelo vuelve a erguirse. Poema-pájaro cansino de tanta altura impuesta, que se siniestra en el espejo para encontrar su propio aire, para romper los ardides del domeñado vuelo. John Better nos invita a la vendimia de las aves, al festivo sacrificial de las jaulas que en público miramos de soslayo y que en privado ornamentamos con geranios y campanillas.

Lo primero es la siembra del pájaro. El taumatropo llega con su declaración de investidura. Como el cuervo mitológico que ha robado el fuego y solo el mismo fuego es capaz de revelar su pedrería, nos hacemos testigos de la criatura iridiscente que emerge de la farsa que constituye toda crisálida: “Soy el escritor sin invitación que ha venido a arruinarte la fiesta. / Mis palabras son un agente químico, y mi saliva es tu lubricante, lo cura todo, lo cubre todo” (p. 20) ¿Invitación? ¿Provocación? Un paso al frente.

Imágenes que se encausan por las líneas de la mano, que comprometen al lector a revisar los fósiles de lo que cataloga como conocido y a adentrarse, puñal en mano, entre los pliegues mutantes de lo vivo, de lo que en su nombre imbrica lo vegetal y lo animal, en síntesis, lo humano: “Soy un niño en el cuerpo castigado de un árbol / en el que los enamorados /escriben sus nombres con navajas” (p. 29); sobre la selva llueve, eso, que llaman vida.

Este es un libro de revelaciones y rebeliones. Al fijarnos en los ojos ajenos nos coquetea el número que servirá de estopín a nuestra profecía “Mira, amor, qué cosa más linda: ¿Un pequeño marique! / ¡Un mariquita! / Y yo miraba a todos lados buscando algo alado en el cielo” (29). Mirar el agua y descubrir el cielo, entreabrir los labios y los oídos para dejar que el panal del cuerpo se ventile, se embadurne de las brillantes mentiras de los deseantes que no se atreven: “Soy el cuerpo indefinido dentro del sueño de un durazno” (p. 21), “Y 'todo eso' lo muevo con más ganas, con alegría maraquera” (p. 31).

Y también están las deudas del corazón: los diálogos con los evangelistas del color y de los verbos nocturnos (Jattin, Lorca, Cavafis, Barba Jacob, Arenas, Lemebel, Molano, Moro, Verlaine-Rimbaud, Modarelli, Wilde, Woolf); los viajes solo de ida por los océanos de sal y de polen con Meira Delmar, Pizarnik y Sergio Urrego. La escritura de Better sirve de balsa a las reliquias dejadas por las legiones invisibles, aquellas que portan siete pieles cuando van de la mano de la muerte. Momento de decir: “Un vidrio vibra clavado a un costado de la cabeza del poeta agónico” (p. 43), de dejar que el cabello suelto ondee como una bandera, que hiera al vientecillo de las habladurías: “¿Por qué todos me miran así? / Justo ahora. / ¿Nunca han visto a un muerto caminar feliz?” […] “Todavía soy joven: dieciséis años para siempre” (pp. 47-48).

El poeta se planta en el ombligo del universo para servir de transmisor. Se hace cristo radiado por ondas de gemidos, de despedidas, de pasos que dibujan los clavos ausentes porque se alegran de sus laceraciones, de mendicantes que arrojan al fuego sus vestiduras para ver si consiguen que por fin el páramo de este país tropical entre en calor: “sé que desean un incendio repentino, o ligero temblor para correr / y encontrarse en medio del desastre” (p. 118). John Templanza Better nos permite entrar en esa casa tan suya como para llevarla al hombro, y entendemos así que solo sobre los árboles es digno edificar casas, y que todo niño sigue siendo pájaro, y que “Lo que nos es plumaje se desvanecerá en la tierra, / y lo que es pájaro seguirá cantando” (p. 89).