¿Qué significan 11.671.420 votos?

30 Agosto, 2018

Por SANDRA ORÓSTEGUI

Para los más pesimistas, los resultados de la consulta anticorrupción del domingo 26 de agosto significan que este es un país podrido; apático e irreflexivo; dócil a un patrón maligno y boquisuelto; un país que no cambiará jamás. Para los más optimistas, el resultado es un duro golpe al gobierno Duque, un mensaje directo al Congreso, una exigencia urgente a las élites y una clara muestra de que sí existe el voto de opinión. Para los escépticos, es un fraude, la prueba de que la Registraduría es un ente corrupto y la confirmación de las palabras de Gaitán: el pueblo vota hasta las 4 y después vota el gobierno.

Es probable que las tres lecturas sean válidas. Un país donde no vota ni la tercera parte de los que pueden, significa que es una nación manipulable, acrítica y pobre, en el más amplio de los sentidos. También es cierto que 11 millones de votos no es una cifra despreciable. Es más, del doble de la población de Dinamarca, Finlandia, Noruega, Costa Rica, Irlanda, Nueva Zelanda, Singapur o Líbano. Es un número que no han alcanzado ninguno de los presidentes electos colombianos, a la fecha. La cifra supera, incluso, a todos los votantes que participaron en la primera elección de Uribe.

Ahora bien, resulta difícil hablar de fraude sin tener pruebas. La Registraduría se caracteriza por ser eficiente, aunque eso no significa transparente. Y, si se leen con otros ojos los resultados del domingo, hay que reconocer que este país está tan acostumbrado a la corrupción, que la tolera sin ponerle demasiada resistencia. Por lo que, hablar de corrupción en una consulta anticorrupción, lamentablemente es posible.

Sin embargo, tal vez con el optimismo de los primeros, creo que podemos mirar los números y esperar cambios. La apatía nacional, enraizada en nuestros comportamientos cotidianos, casi culturales, tiene orígenes en unos planes del Estado que se pueden encontrar con nitidez a finales de la década del 70. Hablo, por supuesto, de los planes orquestados en el conflicto contemporáneo, pues como lo comprueban muchos historiadores, el germen de la opresión se encuentra por doquier, durante todo el siglo XIX.

Digo, entonces, que las generaciones que pueden ir a las urnas crecieron en un ambiente no de apatía, sino de represión. Por lo que considero que los resultados del domingo pueden leerse con ojos de triunfo, pues lo que se puede estar derrotando no es la indiferencia, sino el miedo.

Quienes crecimos en los 80, y los más jóvenes, tuvimos un marco de acción determinado por el “no diga nada”, “coma callao’”, “no se queje y cuide más bien el trabajito”, “aquí es mejor no decir nada porque lo matan”, etc. Crecimos en un contexto en el que el Estado justificó la represión militar por medio del Estatuto de seguridad nacional y luego lo legalizó en forma de ejército con las AUC de los 90.

Recordemos que el Frente Nacional y las exigencias financieras hechas por el Banco Mundial y el FMI, en la crisis de los 80, originaron una fuerte exclusión política, económica y social. La respuesta de la ciudadanía fueron marchas, creación de más grupos subversivos, aumento de los sindicatos y paros masivos. En el contexto externo, EE.UU. se encontraba en su lucha fría con la URSS, mientras calentaba a la periferia. Uno de los mecanismos que utilizó fue la creación de la Doctrina de seguridad nacional en la que convenció a los países latinoamericanos de luchar contra el enemigo, representado en el comunismo.

Esa doctrina y la realidad interna confluyeron para que en 1978 se iniciara el periodo de represión más sangriento de los últimos años -periodo que aún no culmina. Los datos son tan escalofriantes, que puede mencionarse el exterminio de un partido político entero. Como alternativa, los colombianos crearon los carteles de la droga, las guerrillas urbanas, las redes de delincuencia común y las nefastas uniones entre grupos, por ejemplo: las narcoguerrillas. Las víctimas fuimos los que no pertenecimos a ninguno de ellos.

El Estado desapareció, encarceló y asesinó a quienes mostraban conductas contrarias a sus principios democráticos. Los guerrilleros secuestraron a los oligarcas. Los narcotraficantes atacaron a la fuerza pública volando edificios y aviones. Y los delincuentes asaltaron sin medida a lo que, literalmente, son “ciudadanos de a pie”. Todo esto desembocó en la idea de que lo mejor es no meterse en nada, comer callao’ y si vi, no me enteré.

Por eso, creo que es significativo el resultado del domingo. Parece que el siglo XXI va cambiando, poco a poco, esa nefasta realidad de los 80 y 90. Los grupos guerrilleros se han disminuido, así como los paramilitares. Ya no se habla de carteles de la droga y la ciudadanía está tomando iniciativas. Sé que las estructuras de esos grupos ilegales están casi intactas, porque lo que propició su nacimiento permanece. Sé que el Estado actual no ha cambiado significativamente su política de odiaos los unos a los otros. Pero sé también que la votación del domingo tuvo una participación sin colores y la impulsó un problema común. Y, si volvemos a los números, se pasó de los 146.583 votos que recibió Mockus en 2006 a 11.671.420 en la consulta de 2018.

Por tanto, los resultados del domingo no me ponen ni en el optimismo extremo, ni en el pesimismo agrio, sólo me mantengo convencida de que los cambios políticos son largos y posibles ¿cómo? Conociendo la causa de nuestros actos y actuando diferente.