Para un lector que no está

06 Diciembre, 2021

Por DIANA LÓPEZ ZULETA

La luz entra oblicua por la ventana. La brisa ondea las cortinas y los rayos penetran bruñendo cada espacio y reverberando recuerdos. La muerte de alguien que no conocía ha avivado la memoria de mis propias pérdidas.

Lo invoco. Lo llamo.

Su nombre es Wilman Cortés. 64 años. Vivía a plenitud en Barranquilla. Caminaba dos horas diarias. Amante de la salsa, en el último periodo de su vida comenzó a aprender a tocar maracas, clave, güiro, campanas, bongos. En un video que me envió Noelia, su hija, se le ve contento, llevando el ritmo de la música con los instrumentos de percusión. Sonreía como quien lleva el Caribe en la piel.

Le herían las injusticias, la corrupción. Se irritaba en Twitter con los políticos. Algunas veces me escribió expresándome apoyo, pero no vi sus mensajes. Un día, en una visita que le hizo a la hija, que vivía en la misma ciudad, le pidió prestado mi libro y se lo leyó en dos días. Antes de eso nunca leía, pero desde ahí surgió un amor desbordado por leer. En un cuaderno anotaba, uno por uno, los libros que terminaba y cuántas páginas tenía. Rebosaba alegría con su récord: ocho leídos en dos meses. “Estaba como un loco por la lectura”, rememora su hija. “Vivía en función de cuál era el siguiente libro que iba a comprar”.

Wilman enfermó a principios de noviembre. Se contagió de Covid, lo que agravó un problema de salud que ya tenía. Casi sin poder hablar, debido a las fallas respiratorias que hicieron mella en sus pulmones, le pidió a su hija que le consiguiera mi nuevo libro. Quería leerlo cuando saliera de la clínica. Se lo dijo a punto de entrar a UCI, donde sería intubado. “Papi, lo voy a buscar y te lo traigo”, le respondió ella. Lo dijo a sabiendas de que yo no había sacado nada nuevo. Él se había confundido con una entrevista que publiqué en esos días.

En esa última conversación, él prometió cambiar algunas cosas que a su hija no le gustaban. Desde que su esposa murió, hace dos años, iba muy seguido al cementerio, ponía flores, limpiaba la tumba. “Papá, te estás buscando una enfermedad ahí”, le reprochaba Noelia. “Cuando salga de aquí, no más cementerio: me voy a dedicar por completo a la lectura”, le dijo, convencido, sereno. También le pidió que me dijera algo que, a decir verdad, yo hubiera querido escuchar de mi padre en momentos de angustia (que todo iría bien, y otras cosas que guardo para mí). Me aferro ahora a esas palabras, como la muerte a la vida.

Supe de él por Antonio Ángel, su yerno (estudiamos juntos en la universidad), el esposo de Noelia. Me escribió conmovido por la manera como su suegro me estimaba sin conocerme. Le pregunté qué podía hacer por él y, a renglón seguido, me pidió enviarle un mensaje de audio para darle fortaleza. Es sabido que los pacientes en coma inducido pueden escuchar.

La tristeza empezó a asomarse por un resquicio y algo parecido a un ahogo crujió en mi garganta. Le dije inmediatamente que sí. En el mensaje, le deseé una pronta recuperación, le dije que iría pronto a Barranquilla para tomarnos un café; que todavía no tenía un nuevo libro pero que me había dado las fuerzas para escribirlo.

Wilman murió el 16 de noviembre a las 5:45 de la tarde. En diez días, su cuerpo se debilitó hasta detenerse.

Pienso que el fin siempre es veloz —no ligero—, pero la reconstrucción de los que quedan es lenta. 

Me enteré de su muerte unos días después. Rompí a llorar. No sé explicar bien por qué, pero él se compenetró tanto conmigo y con mi historia que yo también sentí esa conexión. Me dolió como si lo hubiera conocido.

Casi siempre es un lector el que dedica palabras a un escritor cuando muere, pero hoy escribo, con el corazón agradecido, a un lector que ya no está. Un libro se escribe —quizá— para combatir las derrotas propias, para entender el mundo. La lectura es una puerta abierta para conocer otras vidas y empatizar con ellas, y la escritura, una sombra que cobija, pero que alumbra la existencia.

Uno escribe sobre los muertos para los vivos, porque —lo olvidamos todo el tiempo— la muerte se circunscribe —necesariamente— a la vida.

La muerte no debería ser una sorpresa. A veces solo escribo para terminar de entenderlo. Borges decía: “Lo que hace un hombre es como si lo hicieran todos los hombres”.

Wilman, te has ido. Ahora descansas en mi corazón.