Los muertos de abril

05 Abril, 2024
  • Relato sobre la hecatombe del 9 de abril de 1948, basado en recortes de prensa, expedientes judiciales, memorias familiares, investigaciones propias, entrevistas, mitos y conversaciones con un viejo chulavita analfabeta.

                                                 Fuente: archivo fotográfico de Sady González, biblioteca Luis Ángel Arango. Fuente: archivo fotográfico de Sady González, biblioteca Luis Ángel Arango.

Por GONZALO GUILLÉN

   Su vida siempre giró alrededor del arte colombiano de doblegar al enemigo. Fue soldado raso de avanzada y combate, campesino de tierra fría y francotirador intrépido. Su mayor gloria militar consistió en pelear en las encarnizadas refriegas populares de cinco días, con sus noches, durante los incendios masivos, el pillaje y la barbarie del Bogotazo, desatados el viernes 9 de abril de 1948.

    Casi medio siglo después don Higinio Oicatá se había transformado en un tipo tumefacto y sedentario, con panza de oso panda, parsimonioso y sagaz para presentir encerronas; servía de vigilante nocturno en la bodega industrial donde funcionaba la imprenta de La Prensa, único empleo adecuado a sus achaques otoñales y su ajetreado pellejo de guerrero, todavía capacitado para salir con vida de cualquier avispero.

    Desde su pubertad fue adiestrado para vivir en pie de guerra del lado del partido conservador y la fe de la iglesia romana. “Yo estoy enseñado a morir en cualesquier parte”, avisaba.

    Entraba a trabajar a las seis de la tarde, durante los hechizos mecánicos con los que los prensistas afinaban la máquina rotativa para ponerla a traer al mundo por borbotones los ejemplares de la edición del día siguiente. Y se retiraba atolondrado a las seis de la mañana. Los miércoles caminaba un trayecto extenso del regreso a su casa, situada en los suburbios del sur, para recoger flores violeta de agapanto en las jardineras públicas de las avenidas de la ruta. Con los manojos que juntaba y aseguraba con cabuyas de fique hacía floreros caseros para encantar a su esposa y embellecer el altar de su protectora, Santa Isabel de Hungría. En sus mejores días como civil también fue contendiente conservador durante la era de La Violencia, unido a los enjambres de bandoleros católicos que se conocieron como pájaros o chulavitas, una raza tropical de caballeros templarios consagrada a asegurar en Colombia los caminos de la fe en Jesucristo y conseguir el destierro o la muerte de los liberales y los comunistas para, así, mantener aseada la sociedad. Su cabeza era inmensa, como una calabaza, y su piel, albina y traslúcida, similar a la de un gusano de guayaba. De su pescuezo encogido colgaba el escapulario de hilo marrón, con estampas sobre paño de la Virgen de Chiquinquirá y el Sagrado Corazón de Jesús. De un metro con 65 centímetros de estatura, su presencia era dominada por un sombrero Barbisio de fieltro, gris oscuro, de ala trágica y bordes picados por el uso, pero con la horma y la elegancia originales incólumes, a pesar de las salpicaduras y el polvo recogidos con los años. Lo levantaba con la mano derecha, se destapaba la cabeza calva con gentil continencia y describía una venia circunspecta para saludar principalmente a las damas y a las personas que suponía de mayor edad, autoridad o distinción.  Se había vuelto obeso de llevar una vida de gula sin trastornos mayores y alrededor de unos aguardientes armaba tertulias con quienes quisieran oírlo reconstruir, hasta en sus más íntimos detalles, los pasajes pecaminosos de sus mejores épocas. Narrándolos volvía a vivirlos.

    Escarbó debajo de la ruana moteada boyacense de  lana de oveja que lo arropaba y extrajo de la pretina un revólver arcaico de cinco tiros y empuñadura de perla. Lo observó pensativo. Le removía recuerdos inconfesables.

    “En un patrullaje que hicimos al día siguiente, 10 de abril, le quité este aparato a uno de los borrachos amotinados que estaban saqueando un almacén de la calle 12”, contó con su voz sofocada por una antigua carraspera crónica.

    “Se lo robé”, admitió.

    “Nos acuartelaron después de los patrullajes, nos desnudaron en un patio, nos esculcaron hasta la ropa interior y nos decomisaron lo que les habíamos quitado a los saqueadores y a los muertos; los comandantes se quedaron con todo. No me creerá pero hubo un soldado que escondió una máquina de escribir en la espalda, por debajo de la camisa, y no se la encontraron. Pero Dios también quiso que no me vieran este revólver porque no se les ocurrió escarbar en mi casco: Dios me lo regaló”.

    Sostuvo el arma por la empuñadura con la mano derecha, de dedos cortos y abultados, como si todos fueran pulgares, y soltó el seguro del tambor, lo zafó y extrajo los cinco proyectiles de la carga mientras confesaba que  provenían de una caja de 50 balas que había adquirido en el mercado negro. Con el tiempo, el revólver se convirtió en su principal  herramienta de guachimán.

    “La empresa”, comentó, “me paga el sueldo básico, horas nocturnas y una compensación por el fierro. Aun cuando no faltan los que creen que saldría más barato reemplazarme trayendo un perro. Así es la gente”.

    No tenía salvoconducto del ministerio de Defensa para deambular con el revólver sin el riesgo de caer preso, pero alentaba en su favor una conjetura confusa: “No hay problema porque las leyes de antes fueron cambiadas hace rato”. Descartaba la probabilidad de que medio siglo después cualquier policía lo interceptara para pedirle explicaciones.

    Esbozó una sonrisa colosal, similar a la mueca de un bostezo de hambre y sueño, con la que exhibió íntegramente su diente frontal y sus dos colmillos superiores de oro puro, piezas de joyería artesanal sobre las que resplandecieron las lámparas de neón del local, ubicado en la zona industrial.

    Solía pedir que otra persona le hiciera el favor de leerle el contenido de algún papel que tuviera en la mano. Se excusaba de no poder hacerlo él mismo fingiendo que veía mal por un achaque inexistente en los ojos y se los frotaba teatralmente con las manos para darle veracidad a su pretexto; otras veces hacía el ademán de buscar en los bolsillos del saco unas gafas de lectura imaginarias.

    –¡Quién sabe dónde demonios dejé esas malditas! –se disculpaba.

    Le causaba vergüenza verse en la necesidad de reconocer su analfabetismo y el mayor sentimiento de satisfacción por los logros de su vida lo repetía como si fuera una penitencia pagada para conseguir el perdón de todos sus pecados: “Mis hijos tienen los estudios completos, para que ellos puedan ser alguien”, expresión que siempre le quedaba a punto de sacarle lágrimas de gratitud consigo mismo.

    Consideraba que algo de la libertad de imprenta de la que gozaba el diario  se le debía a él, pues al menos estaba exenta de salteadores nocturnos, provecho derivado de sus servicios personales de seguridad. Aun cuando a los 70 años no sabía leer lo que más cuidaba, se extasiaba examinando las fotografías y las ilustraciones de la copia del diario a la que tenía derecho cada noche.

    Mantenía preparado el revólver para encarar  a quien intentara meterse a robar cuando las máquinas y la mayor parte de las luces del local ya estaban apagadas y los camiones se habían llevado la producción cotidiana de ejemplares frescos para ser vendidos en las calles a razón de US ₵ 75 cada uno. Únicamente quedaba él, íngrimo, y no fueron pocos los disparos preventivos que echó al aire en la penumbra al detectar movimientos de intrusos, que no pasaban de ser gatos o ratas.

    “!Tomá , maldito!”, bufaba al disparar en la oscuridad.

    En los vidrios de algunas ventanas y en las tejas de la bodega estaban los agujeros de sus fogonazos y a través de ellos chorreaba el agua fría de los inviernos bogotanos. Cuando las balas perdidas de sus tiros disparados a tientas alcanzaban a una rata esas bajas en combate eran descubiertas días después por el personal del aseo, atraído por la pestilencia del cuerpo corrompido del bicho.

    —¡Al que se me meta aquí, lo quemo! —prevenía resueltamente.

    —Una de estas noches usted va a matar de un tiro a su ángel de la guarda —le bromeó un prensista que atornillaba una placa de impresión sobre el tercer rodillo de la rotativa de composición offset.

    —¡Cristo Rey!

 Después de la hecatombe de abril de 1948 tuvo una semana de asueto y en seguida el ministerio de Guerra lo llevó a patrullar en las tierras vírgenes y los bordes de los colosales ríos del Chocó. Regresó a Bogotá con ictericia, fiebres palúdicas y algunos guijarros de oro aluvial con los que un joyero de la Calle Once y un dentista de la Universidad Nacional le fabricaron y le implantaron el diente frontal y los dos colmillos que iluminaban su rostro como fuegos de año nuevo. Hacían parte de su amor propio.

 

    II

    Después del mediodía del 9 de abril de 1948 corrió desbocada la noticia del asesinato del adalid liberal Jorge Eliécer Gaitán, recordó, “y nos llevaron en camiones desde nuestro batallón, en Santana, hasta el centro de Bogotá, para combatir al pueblo liberal, que estaba incendiando edificios y matando conservadores y diplomáticos a bala y machete”.

    —Excelencia, acaban de asesinar al doctor Gaitán —le comunicó al presidente Ospina Pérez el general Rafael Sánchez Amaya, desencajado por el levantamiento popular que ya estaba zarandeando al país.

    —¡Eso es imposible, general! —corrigió Ospina, sin saber todavía que las calles comenzaban a arder y ordenó que le subieran al despacho un güisqui en las rocas.

    —No hay ni la menor duda. Puede Su Excelencia confirmarlo con el doctor Laureano Gómez, quien se encuentra en este momento al teléfono de la Casa Militar.

    Los hongos de humo negro condensado de los incendios generales envolvieron la ciudad y le sofocaron la luz del día. En municipios lejanos, como el puerto fluvial y petrolero de Barrancabermeja, el pueblo liberal asumió el gobierno por la fuerza y permaneció en él durante días.

    “¡A matar godos!”, era un grito callejero reiterado.

    Al caer la noche oscura de luna nueva don Higinio Oicatá y su escuadrilla se atrincheraron en la parte alta del colegio San Bartolomé, de los jesuitas, en el costado suroriental de la Plaza de Bolívar. “Desde allá”,  rememoró, “echamos plomo hasta que amaneció”. Más aún, “algunos sacerdotes también le dispararon a la chusma para apoyarnos”.

    El 10 de abril Bogotá continuaba sofocada por guerra. Persistían los combates, las llamaradas y las explosiones. Los mandos militares temían la caída del gobierno conservador, a menos que las tropas consiguieran cumplir la orden de arrasar a la muchedumbre enardecida de gaitanistas amotinados. Desayunaron en el comedor del colegio con tamales, mogollas morenas de salvado, queso campesino y chocolate caliente para todos. Enseguida salieron en fila india marcando en coro los pasos del trote corto (“¡Izquier, do, tre, cua, izquier…!”) para patrullar el barrio de La Candelaria en medio de las balaceras. Saltaban sobre los muertos y los borrachos desplomados de la manera como lo hacían para evitar caer en las charcas callejeras del último aguacero, que mitigó los incendios. Más tarde su escuadra recibió la orden de apostarse en el campanario de la torre norte de la catedral, desde donde siguieron disparando sus fusiles nazis Mauser de dotación oficial.

    “Le tirábamos a todo el que fuera sospechoso y desde los tejados los francotiradores nos respondían los disparos pero los tiros daban solamente contra las campanas, tin, tan, tin, tan”. Campanas que en 1819 habían sido tocadas a rebato cuando llegó a Bogotá la noticia acerca del triunfo final de la Guerra a Muerte de Simón Bolívar al terminar la batalla del 7 de agosto en el Puente de Boyacá, sobre el río Teatinos, donde se rindió en masa la Tercera División del Ejército Expedicionario de Costa Firme, de España, comandada por el general José María Barreiro Manjón, quien fue capturado por el niño-soldado de 11 años Pedro Pascasio. El 11 de octubre siguiente, Barreiro y otros 36 oficiales españoles fueron fusilados en la plaza mayor bogotana, que luego se llamaría de Bolívar, sobre la que se encuentra la catedral cuyas dos torres sirvieron de barricadas en el Bogotazo y ha sido el tabernáculo en el que Colombia suele velar y despedir los despojos de buena parte de sus notables de alguna alcurnia.

    Cuando se ganaba la vida en otros menesteres y la guerra pasó a ser solamente una reminiscencia de borracheras, don Higinio Oicatá oía decir que los curas de la catedral también dieron plomo pero no recordaba haber visto a ninguno. “La gente creyó que quienes disparaban eran sacerdotes, pero no: éramos soldados”.

    Antes de subir a los campanarios, en la misma catedral les repartieron a los conscriptos tragos dobles de aguardiente con pólvora y un escapulario a cada uno para infundirles furor y fortaleza —como la de los toros bravos de tierra caliente— y también garantizarles la benevolencia divina.

    Le quedó despierta para siempre la enseñanza personal de que era “más fácil quebrar cristianos disparándoles al pecho o a la espalda que a la cabeza de los que pasaban por ahí”.  Con una salvedad: “Sinceramente, no sabíamos si todos a los que lográbamos dar de baja eran con seguridad liberales o comunistas, por eso todavía se oye decir que también murieron muchos conservadores inocentes”.

    “¡Sagrado Corazón de Jesús!”, murmuró al rememorar la catástrofe de abril.

    Desde Caracas, Rafael Abreu Camejo, director de Radio Continente, tuvo resonancia entre los amotinados en Colombia al llamar “solapados y complacientes” a los jefes liberales colombianos por estar desaprovechando una oportunidad de oro contra el gobierno “miserable y asesino que preside Mariano Ospina Pérez”. En la misma intervención radial pronunció su juicio final: “No debe olvidar el pueblo que Ospina Pérez, Laureano Gómez y José Antonio Montalvo son los asesinos de Jorge Eliécer Gaitán”.

    En el campanario los soldados del grupo de don Higinio Oicatá tenían acceso visual a los principales edificios del poder nacional pero no podían verificar la autenticidad de profusos y confusos murmullos callejeros acerca de que el gobierno conservador había caído en medio de los disturbios, los alaridos y los incendios, con el respaldo armado a los insurrectos propiciado por la Policía Nacional. En previsión, un soldado campesino de la patrulla, nativo del pueblo de Sopó y legionario de Jesús Sacramentado, propuso ir en grupo hasta el palacio gubernamental de La Carrera para asumir por las armas ellos mismos las riendas de la nación, antes de que lo hicieran primero los liberales o los comunistas, que continuaban avasallando las calles. Este plan, recomendado esencialmente para salvaguardar la democracia, la integridad de la Patria y renovar la consagración nacional al Sagrado Corazón de Jesús, fue discutido entre ellos durante una acalorada riña ideológica y religiosa en el campanario de la torre norte, por debajo de las ráfagas revolucionarias que les zumbaban volando rasantes sobre sus cabezas y terminaban estrellándose contra las viejas e irreductibles campanas españolas de bronce de la basílica. Para el caso de asumir ellos la Presidencia de la República esa misma tarde —o nunca—, se pactó, en principio, que quienes supieran escribir redactarían una proclama de grupo anunciando el cambio de gobierno, la reincorporación de Panamá al territorio nacional y ordenando que el pronunciamiento fuera difundido reiteradamente en las emisoras de radio y todos los periódicos del país. Las dos primeras copias del pregón le serían entregadas en propia mano al arzobispo primado de Colombia, Su Eminencia Reverendísima Pedro Ismael Perdomo Borrero, y, por su conducto, al Papa, Su Santidad Pío XII, con la encarecida petición de impartir desde Roma una bendición universal e inmediata de respaldo, con la misma fuerza de cualquier ley de la república, para que el nuevo gobierno, integrado por ellos, de una vez fuera reconocido por Dios y por todas las aterrorizadas delegaciones diplomáticas extranjeras del más alto nivel que asistían en ese momento a la IX Conferencia Panamericana, reunida en Bogotá, el acontecimiento internacional más importante que haya tenido lugar en Colombia desde la conquista española hasta nuestros días. También, sigue siendo la masacre en su suelo más espantosa de la historia de Bogotá que recuerde esta ciudad. A partir del momento en que los siete reclutas consiguieran tomar posesión del gobierno nacional en forma de junta militar, cada uno de ellos tendría un sueldo presidencial igual al del depuesto Mariano Ospina Pérez y al dejar el cargo, por ser expresidentes, gozarían de sendas pensiones de jubilación vitalicias por valor mensual igual al salario devengado durante el ejercicio de la primera magistratura del estado, más un mercado semanal con carnes selectas, frutas, legumbres, enlatados y licores importados, con cargo al Tesoro Público. Al cabo de varias horas de escandalosas broncas ideológicas y religiosas, no pudieron llegar a un acuerdo unánime y coherente. Acurrucados y apelmazados en la torre del campanario, sobre el sarro resbalosos de la caca rancia de las palomas de la Plaza de Bolívar, cerraron el debate en paz, conscientes de que no poseían el arsenal apropiado y la información suficiente para alcanzar semejante empresa sin porvenir. Se cuidaron de dejar en claro que esto no significaría de ninguna manera renunciar a la lucha personal e imperecedera de cada uno de ellos contra el comunismo y el liberalismo. Además, estuvieron de acuerdo con que ellos mismos eran muy pocos combatientes para conseguir la victoria planteada, pues la escuadra a la que pertenecían estaba integrada apenas por siete reclutas —piadosos y audaces, sí, pero analfabetas, con un fusil desgastado cada uno y poca munición—, más el comandante, un cabo pusilánime al que tenían por liberal clandestino y, posiblemente, gaitanista. Así, en medio de las asonadas callejeras de la guerra fratricida colombiana, ese día nacieron y murieron sus únicos sueños y oportunidades presidenciales, con lo cual, cuando cayó la noche, sentían que se habían liberado del enorme peso de haber tenido que ejercer la presidencia de la república en circunstancias tan complejas.

    Los campanarios de la catedral horas antes también habían sido ocupados durante las reyertas por francotiradores revolucionarios que del mismo modo planearon la toma del poder sin alcanzar tampoco la victoria.

    El Palacio Arzobispal adyacente estaba reducido a cenizas, a pocos pasos de las escalinatas monolíticas del Capitolio Nacional, en las que 34 años atrás (1914) también fue asesinado a hachazos el caudillo liberal Rafael Uribe Uribe, combatiente derrotado en tres guerras civiles decimonónicas, promotor adelantado del derecho social y vetado oficialmente por el Vaticano cuando prometía convertirse en el presidente indiscutible de Colombia en las elecciones de 1918, las que, sin su candidatura arrolladora, ganó, apoyado por el clero, el conservador antioqueño Marco Fidel Suárez, necrólogo anodino, hijo, sin padre reconocido, de una lavandera, sirviente de un cura que lo hizo suyo en la infancia y luego fue rechazado cuando quiso convertirse en clérigo por ser “hijo natural”; celebraba el asesinato de Uribe Uribe y se refería al liberalismo como “asqueroso cancro”, por lo cual recibió el apodo de Marco el Destripador.

    Los esqueletos achicharrados de los tranvías eléctricos, volcados a pulso por las turbas sobre las vías, continuaban humeando y aún resplandecían las chispas de la rebelión de abril.

 

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    III

    Abandonaron el campanario para patrullar de nuevo las calles. Pasaron frente a las llamaradas de la Cancillería de San Carlos y se detuvieron al lado de las ruinas ardientes del viejo edificio neoclásico del Palacio de Justicia, de frontón griego y ventanería grecorromana, en la intersección de la Calle 11 con Carrera Sexta. Estaba consumido por los incendios que le prendieron los amotinados y en ese momento de la noche todavía flameaban los tizones de los muebles, así como los expedientes de la doctrina, la corrupción y la jurisprudencia nacionales. Solamente se mantenían en pie y tiznadas como ollas de hoguera las dos enormes cariátides guardianas de la justicia —talladas en piedra de cantera—, flanqueando solemnemente los rescoldos del portón principal de roble. A la una y media de la madrugada del 9 de abril, en ese mismo edificio Jorge Eliécer Gaitán había culminado la apasionada defensa y logrado la absolución del teniente del ejército Jesús Cortés Poveda, confeso asesino del periodista Eduardo Galarza Ossa, director del Diario de Caldas, de Manizales. El crimen fue cometido en 1934 y desde entonces Cortés estaba preso de manera preventiva a pesar de haber sido hallado inocente por medio de una primera sentencia que enseguida fue declarada contraevidente por un tribunal de apelaciones. Entre los jurados de conciencia deliberó en favor del asesino el poeta piedracielista Eduardo Carranza.

    Galarza opinaba en sus notas editoriales que el Ejército carecía de decoro para actuar con rectitud en el cumplimiento del deber y la moral. En respuesta, Gaitán ejerció la defensa del homicida, con apasionamiento visceral y fluidez, perorando durante horas hasta imponer la tesis fascista, estrambótica y novedosa, de que el asesinato fue legítimo por haber sido la manera más eficaz que tuvo el oficial para ponerles punto final y vengar las ofensas que el periodista solía publicar contra el honor de las fuerzas armadas. De acuerdo con Gaitán, matar en legítima defensa no es válido únicamente para salvaguardar la vida propia sino también el “honor militar”. Triunfó con este predicamento a la una de la madrugada de ese 9 de abril (día de Santa Casilda), tan definitivo para él, y salió del Palacio de Justicia en hombros del público, como un boxeador triunfante por nocaut.

    A la voz de mando del cabo de “¡Tenderse!”, los siete soldados de la escuadra de don Higinio Oicatá se echaron bocabajo sobre el pavimento, en un costado del mismo palacio donde el caudillo se había cubierto de gloria doce horas antes de ser asesinado con tres disparos hechos por Juan Roa Sierra, un lunático minúsculo de la secta de alquimistas Rosacruz. Tumbados sobre el piso podían combatir ventajosamente a los francotiradores apostados en las edificaciones aledañas y, de pronto, a través del fuego cruzado del combate surgió una muchacha hermosa, calzada con alpargatas de fique nuevas, cubierta con un sombrero de paño oscuro de ala corta y abrigada con un rebozo negro de dos vueltas enrollado alrededor del pecho y la espalda. La vieron desde cuando pasó por la esquina de la Casa de Moneda del Nuevo Reino de Granada, del siglo XVII. Sobre el piso humedecido por la lluvia caminó impávida a lo largo de la línea de fuego del cruce cerrado de ráfagas de ambos bandos, como si tratara de llegar en tiempos de paz a una función de matiné para ver la película en apogeo El tango vuelve a París, dirigida por Manuel Romero. Las balas de ida de los soldados y las de respuesta de los francotiradores le traspasaban el cuerpo de un costado al otro sin lesionarla ni inmutarla, como si se tratara solamente de una sombra. No oía los disparos de los fusiles en combate estando en medio de ambos y su presencia de formas y movimientos preciosos les ocasionó a los conscriptos más espanto que la combustión misma de la guerra civil. Daba la sensación de flotar como un espíritu fantástico al que la fuerza de la gravedad no obligaba a tocar el suelo. En la medida que se acercaba, él mismo le descargó sobre el pecho varios tiros de ensayo y constató que, evidentemente, la alcanzaban pero no la lastimaban ni ella los sentía traspasar su cuerpo. La joven continuó bajando por la calle, sus movimientos tenía algo de ballet clásico, y se acercó para pasar por un costado de los soldados extendidos sobre el asfalto. Las dos trenzas rubias de la mujer, cogidas con cintas rojas, se le mecían en cámara lenta por encima del cuello y les sonrió con cariño —algunos dijeron después que fue con amor— cuando la tuvieron encima.

    Don Higinio Oicatá calculó que la muchacha frisaba los 17 años y recordó que llevaba un pequeño canasto de mimbre con papas crudas y flores frescas, “su cara era rosada, preciosa, de porcelana fosforescente, y sus manos también, con salpicaduras de tierra negra”.

    —¿Por qué las balas no la tocan ni la maltratan, sumercé? —le preguntó, cagado, uno de los solados acostados sobre el pavimento cuando la tuvieron al pie de ellos.

    —¡No sé! —le respondió ella alzando los hombros y sonriendo con inocencia, como si le hubieran preguntado por el tamaño de la circunferencia de la Tierra.

    Por efecto de un encantamiento, la luz del sol también traspasaba a esta joven espigada, como cruza a través del viento, porque su cuerpo, aunque perceptible y evidente, no producía sombra. Don Higinio Oicatá sospechó que ella poseía los siete dones del Espíritu Santo y seguramente el de la perfección. Podría ser un alma racional reencarnada, proveniente del otro lado de la vida, de las que no volverán a enfermarse, envejecer ni morir otra vez.

    —¿De dónde viene? –le averiguó don Higinio Oicatá, frío de  pánico.

    —No se asusten y vayan a confesarse, señores —les pidió la mujer—, el gobierno no ha caído ni caerá. Oren por Colombia que Dios es conservador o no sería Dios.

    Y pasó de largo, liberando sobre ellos un ramalazo de aire helado con olor a musgo de páramo y cuando terminó de cruzar al pie de la tropa el comandante decidió dispararle por la espalda una última ráfaga de fusil con el ánimo de determinar por sí mismo si ella pertenecía a la especie humana o era, en cambio, una visión de un mundo ajeno a los términos de la naturaleza. Apretó el gatillo, hizo fuego y las balas disparadas esta vez tampoco la tocaron, como si esa muchacha esbelta y apuesta no fuera más que un pensamiento erótico y, al instante, el militar le gritó lleno de espanto:

    —¿Cuál es su nombre?

    —¡Me llamo Isabel! —contestó la mujer encantada y desapareció súbitamente de la vista, como un globo de cumpleaños que deja de estar ahí en el instante en que es pinchado con un alfiler.

    En diciembre de 1948 —ocho meses más tarde— don Higinio Oicatá fue a confesarse con el párroco senil de la iglesia de Nuestra Señora de Las Cruces, en el barrio obrero y de tercería más antiguo de Bogotá. Después de todos los pecados recientes, le relató el misterio de Isabel.

    —¿En los ojos de ella viste piedad? —averiguó el vicario.

    —Sí, su reverencia.

    —¿Olía a flores naturales?

    —Creo que sí, su reverencia.

    —¿De cuáles?

    —Llevaba un canasto pequeño con papas crudas y flores blancas y rojas, parecían rosas.

    —¡No cabe duda, estuviste en presencia de Santa Isabel de Hungría, Santa Patrona de Bogotá! —exclamó el confesor con tal entusiasmo que se le escapó de la boca la caja de dientes de cerámica y se le desinflaron las mejillas atestadas de arrugas; don Higinio Oicatá intentó sin asco levantársela del suelo por consideración y urbanidad pero el vicario se lo impidió de un manotazo, él mismo se encorvó pausadamente, luchando contra los dolores de la artrosis degenerativa, la alzó del baldosín percudido, comprobó que no estuviera mueca por efecto del golpe de la caída, se enderezó nuevamente empleando toda su fuerza de voluntad, la limpió con el miriñaque de la sotana, escupió, se la acomodó otra vez y, extenuado, tosió y continuó conmovido, usando de nuevo todos los dientes postizos: “¡Higinio, eres testigo de un milagro! ¡Alabada sea María Santísima, madre de Dios!”.

    —¡Virgen Santísima, su reverencia! —contestó  don Higinio Oicatá apabullado por la emoción de haber estado en presencia de una divinidad y se hundió de rodillas en un llanto opresivo y al mismo tiempo feliz.

    —Ora conmigo —ordenó el canónigo atónito— “Oh, Dios misericordioso, alumbra los corazones de tus fieles y, por las súplicas gloriosas de Santa Isabel de Hungría, haz que despreciemos las prosperidades mundanales y gocemos siempre de la celestial consolación”.

    —Amén —contestó don Higinio Oicatá, bañado con el manantial de su propio llanto de misericordia.

 

    IV

    Los óvalos y las espirales de los capiteles y el frontispicio del Palacio de Justicia —donde Gaitán acababa de glorificarse como penalista imbatible doce horas antes de morir asesinado muy cerca de allí— habían sido grabados con cincel y martillo en los años 20 por el picapedrero dipsómano Rafael Roa, padre del enigmático magnicida de 29 años Juan Roa Sierra. Este era uno de 14 hermanos de padre y madre, ocho de ellos ya muertos debido a la indigencia familiar y otro, Gabriel, confinado en el asilo de locos de Sibaté por dictamen del médico Ricardo Samper.

    Juan Roa Sierra vagaba sólo por las calles, martirizado por coros intermitentes de voces que parloteaban alborotadas dentro de su cabeza, a veces las reprendía a gritos con palabrotas pero también había momentos en los que reía complacido con ellas, como si estuvieran recitándole trabalenguas. Los muchachos solían seguirlo para mofarse, “Él no habla solo, habla con los pispirispis”, gritaban.  Del mismo modo, decía tener un compromiso imperioso con el destino nacional desde cuando comenzó a experimentar que el prócer de la independencia y legista Francisco de Paula Santander había reencarnado en él. Roa fue portero de la Legación Alemana de Hitler en Bogotá hasta que entró en agonía por una peritonitis de la que lo puso a salvo el doctor Jorge Cavelier con una cirugía de caridad en el viejo hospital colonial San Juan de Dios. Embelesado, seguía a Gaitán y acudía a complacerse con las arengas políticas atronadoras que pronunciaba los viernes en el teatro Municipal o en el Capitol, abarrotados de un público hipnotizado con el ímpetu de su verbo. Las disertaciones —en las que el caudillo se valía de los mejores secretos y de todos los cánones del arte de hablar con elocuencia— le causaban tanto gusto a Roa Sierra como los espectáculos de lucha libre en la plaza de toros de Santamaría o las escasas temporadas de zarzuela que llevaban a Bogotá algunas compañías musicales españolas de medio pelo que, como los circos mexicanos, hacían giras triunfales por Suramérica. La madre de Juan, Encarnación Sierra viuda de Roa, tenía la corazonada de que este hijo de cordura voluble también iba a terminar asilado por la beneficencia pública en el manicomio de Sibaté, al lado de su hermano Gabriel Roa Sierra.

    “Yo notaba que a veces Juan reía solo y se quedaba como pensativo, con sus propios pensamientos”, le declaró ella más tarde a la justicia.

    De vez en cuando, Juan Roa Sierra merodeaba durante distintas horas del día por las inmediaciones del bufete profesional de Gaitán, localizado en el ecléctico edificio Art Déco de cuatro plantas “Agustín Nieto Caballero”, de la Carrera Séptima con calle 15. En una oportunidad consiguió acercarse al grande hombre para suplicarle un empleo público y la respuesta que recibió del patriota liberal le causó tanta desilusión como si fuera un desastre sentimental: “Me dijo que no podía ayudarme porque su política era distinta a la del Gobierno y que, además, él vivía muy ocupado”, según le contó Roa Sierra a su mujer, María de Jesús Forero Salamanca.

    Años atrás, Juan Roa Sierra también le había pedido un empleo al presidente Ospina Pérez. “Le escribió una carta, cuyo borrador lo hizo personalmente, con lápiz”, manifestó María de Jesús en una deposición judicial bajo la gravedad del juramento. Llevó el bosquejo del escrito “para sacarlo a máquina” en la calle de los escribientes y lo mandó por el Correo Nacional. Semanas más tarde, un motociclista uniformado, de quepis y guantes blancos, llevó a su casa (Calle 8ª Nº 30-65) la respuesta en papel de esquela, firmada con pluma fuente por Camilo Guzmán Cabal, secretario privado. Comunicaba que “El excelentísimo señor Presidente de la República lamenta positivamente no poder atenderlo como es su deseo” y se despidió ofreciéndose como “su atento y seguro servidor”.

    Juan Roa Sierra se acercó al ciudadano alemán e instructor de quiromancia Johan Umland Gerd con el ánimo de aprender a dirigir su propio destino desestimando la razón y la esperanza para basarse solamente en la fe; era por eso que determinadas noches subía a las faldas del cerro tutelar de Monserrate en busca del mohán de esa zona, al que definía como “un viejito chiquito de barba larga”, para que lo condujera por el bosque del páramo hasta un suntuoso sepulcro indígena subterráneo lleno de ídolos de oro macizo prehispánico que ambicionaba desenterrar para venderlo en las casas de empeño. Durante las enseñanzas, el alemán determinó que los surcos y los pliegues de la palma de la mano derecha de Roa Sierra pronosticaban que con su buena estrella también estaba predestinado a ganarse el premio mayor de la lotería.

    Umland Gerd se reunió por última vez con Roa Sierra el 7 de abril. “Lo vi completamente tranquilo”, declaró tiempo después ante el equipo judicial de detectives británicos de la Scotland Yard que llegó a Bogotá para trabajar al servicio del juez instructor especial Ricardo Jordán Jiménez, quien jamás pudo esclarecer el magnicidio de Jorge Eliécer Gaitán. No llegó más allá de las dos hipótesis fundamentales propuestas desde el principio en las chicherías de los bajos fondos y las tertulias de los cafés: La primera planteó que fue obra concertada de oligarcas conservadores, un grupo traidor de jefes liberales y la recién nacida Agencia Central de Inteligencia americana (CIA) o —dice la segunda— solamente se trató del disparate imprevisible de un infeliz desilusionado, solitario y aprendiz de espiritismo, que había perdido la capacidad de discernir y, sin conciencia ni propósito alguno, con tres disparos encadenados de revólver descarriló los designios de la historia.

 

    V

    Las muertes causadas durante las revueltas y los incendios en Bogotá, a la sazón con medio millón de habitantes, fueron, mal contadas, cerca de 1.500, después de restar de las cuentas a los borrachos que asaltaron las licorerías de ultramarinos y se indigestaron con alcoholes mezclados de todas las calidades hasta caer desfallecidos sobre los andenes. En medio de las balas resultaba difícil diferenciarlos a simple vista de los amotinados que fueron abatidos entre el ejército y los facciosos.

    En una misión final, don Higinio Oicatá fue enviado con su escuadra al Cementerio Central para custodiar cadáveres anónimos de las reyertas, recogidos en las calles por los servicios municipales de higiene con riesgo enorme y a marchas forzadas. Hubo obreros a quienes los francotiradores asesinaron cuando estaban en la tarea afanosa de alzar muertos y al momento sus despojos también fueron cargados por los recolectores sobrevivientes. A cada uno de los siete soldados de la escuadra le correspondió hacerse cargo de 10 muertos, para un total de 70, llevados todos en camiones recolectores de la basura y acomodados bocarriba, en hileras, a lo largo de los pasadizos del panteón de los pobres, mientras Carlos Lleras Restrepo, “profundamente conmovido”, leía a través de la radio una perorata melancólica, “considerando que el día 9 de abril cayó víctima de horrendo asesinato el Jefe Único del liberalismo, doctor Jorge Eliécer Gaitán, apóstol de la democracia y egregio paladín del pueblo”.

    La carnicería de esos días no les fue nada rentable a las casas de servicios mortuorios de Bogotá (1.500 homicidios simultáneos habrían significado una bonanza hasta para las funerarias de Nueva York), en parte porque los cadáveres de las revueltas eran de seres anónimos y miserables, lanzados a la fosa común como cuerpos de perros hidrófobos, y en parte porque durante los incendios y saqueos también ardieron o fueron robados en abundancia los sarcófagos que reposaban en bodegas o estaban exhibidos en las salas de ventas. Algunos cristianos de buena pasta fallecidos en recintos cerrados dieron en paz el último aliento en sus lechos de agonía, pero debido a la guerra en las calles no podían ser velados y sepultados con los oficios litúrgicos y las pompas fúnebres mandadas por la costumbre; entraron en proceso de putrefacción enclaustrados en casa, sin formol a la mano para disecarlos, y algunos dolientes asqueados consiguieron, pagando coimas, cambiarlos por cadáveres frescos y anónimos de los que viajaban amontonados en los camiones municipales. Los obreros de la Secretaría de Higiene no alzaban difuntos de muerte tranquila sino exclusivamente los que estuvieran abandonados en las vías públicas y fueran producto evidente de las refriegas revolucionarias, según lo comprobó el cronista de sucesos policiales Felipe González Toledo, de inmensa reputación nacional.

    Vestido con su sombrero de fieltro y la gabardina americana de todos los días, González Toledo recorrió por el cementerio el reguero de muertos custodiados por militares y emparamados con la lluvia sabanera perseverante, menuda y glacial. De uno en uno, buscó el cadáver del magnicida hasta que lo halló por indicación del fotógrafo Manuel H. Rodríguez, que también estaba husmeando por allí y acababa de retratarlo en una de las primeras imágenes suyas de la que sería una deslumbrante carrera profesional de más de 60 años; el lívido difunto Roa tenía puestas dos corbatas (azul una y vino tinto la otra) y la cabeza deformada con garrotazos y patadas de venganza asestados por la muchedumbre gaitanista, que también lo arrastró a lo largo de la carrera Séptima hasta el portal mayor de la sede de gobierno en el palacio de La Carrera, donde lo arrojó al suelo, lo abandonó y allí terminó de desangrarse. Más tarde fue levantado y cargado a mano por soldados del Batallón Guardia Presidencial que lo botaron en las galerías funerarias próximas a la fosa común municipal. Todo lo que quedó de sus vestiduras fueron jirones enlodados de los calzoncillos que llevaba puestos cuando inmoló a Gaitán.

    En el momento que se enteró de los disparos magnicidas, González Toledo corrió al medio día de aquel 9 de abril hasta la Droguería Granada, dentro de la cual un policía había alcanzado a encerrar, sano y salvo, al asesino. La radio especulaba a esa hora sobre el pronóstico desgraciado de la salud de Gaitán en la cercana Clínica Central y un remolino creciente de liberales enardecidos pedía que le entregaran vivo a Roa Sierra para darle su merecido en la vía pública. González Toledo atravesó a codazos el ánimo frenético de la muchedumbre, se situó frente a la reja plegadiza todavía cerrada del local y gritó sin que nadie le prestara atención:

    “¡No lo maten, carajo! ¡Déjenlo vivo para esclarecer el crimen!”.

    Rebuscando la mayor cantidad de detalles del cataclismo, González Toledo presenció más tarde el levantamiento judicial del cadáver de Roa Sierra, practicado en la puerta del palacio presidencial por un funcionario del Juzgado Permanente de la Calle 12 y su escribiente. Lo hallaron cubierto con un capote militar de campaña y allí debieron dejarlo ante la imposibilidad de movilizarlo a través de las balaceras de los combates callejeros; únicamente se llevaron, para incorporar al expediente, un indescifrable anillo de acero que le sacaron de la mano derecha, tenía grabadas dos tibias cruzadas encima de una calavera y todo ello fundido sobre una herradura. Al caer la noche regresó a la Clínica Central en busca de información nueva, la entrada estaba clausurada por el ejército y al retirarse con resignación un médico legista lo reconoció entre el gentío condolido, mandó llamarlo, lo hicieron entrar y le pidieron que recibiera en una máquina de escribir el dictado de la necropsia ante la falta de cualquier otro mecanógrafo. González Toledo aceptó a cambio una copia en exclusiva para él.

    En el cementerio, al día siguiente se encontró por última vez con el cadáver de Roa Sierra, le entintó el dedo de la mano derecha, imprimió la huella dactilar en un pliego de papel bond blanco que llevaba en un bolsillo, le pidió prestado a Manuel H. Rodríguez el rollo fotográfico para revelarlo de urgencia, escribió en su libreta abundantes apuntes de contexto con descripciones de la periferia y se fue satisfecho para su periódico, El Espectador, con la primicia completa.

    En esas, aturdido y refregándose los ojos con las manos enfangadas, uno de los muertos asignados a don Higinio Oicatá intentó ponerse de pie pero solamente consiguió sentarse. Miró a su alrededor varias veces, se tocó la cabeza, se palpó un chichón que lo martirizaba y trasbocó.

    —“¡Qué pasó aquí!” —vociferó horrorizado.

    Aparentaba tener menos de 18 años de edad.

    —Usted es uno de los 10 muertos de la revolución que me dieron para cuidar.

    —¿Ah?

    —Así, como lo oye.

    —¿No ve que estoy vivo?  —protestó el muchacho.

    —Yo solamente cumplo órdenes —le notificó don Higinio Oicatá.

    —¿Quién me trajo hasta acá? —preguntó el chico.

    —A ustedes, los muertos, los trajeron en camiones del municipio y a los soldados nos pusieron a cuidarlos.

    —Pues cuide a los que están muertos de verdad. A mí, no.

    Una aglomeración de gallinazos con ganas de comer se había apilado sobre las cuerdas del tendido eléctrico y los muros del cementerio para acechar los cadáveres del Bogotazo con la esperanza de caer sobre ellos cuando se alejaran los vigilantes militares y los obreros de la Secretaría de Higiene, que deambulaban con carretillas y garlanchas preparando el sepelio colectivo y apremiante de aquella muchedumbre de desdichados en proceso de descomposición.

    —Me da mucha pena con usted, chino chivato, pero a mí me los entregaron muertos y contados y tengo que entregarlos así: muertos y contados —remachó don Higinio sin dar el brazo a torcer.

    —Tendría que matarme para que yo me quede aquí —contestó atónito el muchacho.

    —Pues, sí…

    —¡Me voy!

    —¿De dónde es usted?

    —Del barrio Egipto —contestó el chico.

    —¿Sabe por qué está aquí? —le preguntó don Higinio Oicatá mientras fumaba un cigarrillo de tabaco negro y tomaba un sorbo de agüepanela caliente que un grupo de Hermanas de la Caridad pasó repartiendo entre los soldados.

    —Me jinché con un garrafón de brándysis cincoabejas y tequila de una cigarrería incendiada. Me debí quedar dormido y no supe más de mí.

    —Ustedes llegaron aquí es porque están muertos y ninguno se puede ir ni nadie se los puede llevar, ni siquiera los parientes. Esa es la orden.

    —Pues yo estoy vivo —reclamó de nuevo el chico tratando de ponerse de pie —¡Me voy!

    —¡Acuéstese otra vez! —le ordenó don Higinio Oicatá con el cigarrillo agarrado con los labios, dejó la taza de agüepanela y levantó de nuevo el fusil, con el que en los últimos tres días había eliminado, según sus cálculos, a cerca de 20 personas y fallado al tratar de devolver al más allá a Santa Isabel de Hungría.

    —Usted tiene que respetarme la vida —imploró el joven negándose a tomar de nuevo la postura de los muertos.

    Los saqueos y los combates a esa hora habían disminuido en Bogotá. Los rescoldos de la ciudad todavía humeaban; parecía ser una de las capitales de Europa que Hitler bombardeó en esos tiempos. El resto del país, en cambio, apenas comenzaba a incendiarse con una guerra civil que se ha prolongado, transformado, refinado y perdurado en Colombia durante más de 75 años.

    —¿Usted es liberal? —le preguntó al chico con animadversión.

    —Sí, señor.

    —Se le nota a leguas ¡Acuéstese, guache!

    El cielo estaba encapotado con nubes condensadas, repletas de bolas de hielo de granizo próximas a ser descargadas en masa sobre Bogotá durante una tempestad revuelta con relámpagos.

    De pronto, Don Higinio Oicatá y el muchacho acabado de resucitar de la última borrachera de su vida guardaron silencio al mismo tiempo debido al estrépito de un altoparlante vecino que difundió la proclama radiofónica, perentoria y poseída por la furia, con la que una voz masculina se dirigió al “pueblo liberal de Colombia” para llamar a la resistencia: “No debemos retroceder un solo instante. El gobierno de Ospina Pérez está tambaleando. Nuestro movimiento se suspende cuando veamos la cabeza de Ospina Pérez rodando por las calles de Bogotá”.

    —¡Qué! ¿Me va a matar, cobarde, como mataron al doctor Gaitán? —increpó el muchacho con pavor a don Higinio Oicatá, estimulado por la arenga revolucionaria que ambos acababan de oír.

    —Se lo dije, caballero —gritó don Higinio Oicatá enfilando otra vez su fusil homicida hacia el pecho del joven inerme.

    —¿Que me dijo qué? —interrogó desde el piso el joven, con la voz quebrantada, turbado por la resaca, tiritando de frío, ensopado con agua sanguinolenta y los ojos llorosos, llenos de pánico.

    —No me joda más. En un rato deberé entregar, muertos y contados, los 10 cadáveres que me asignaron. Ninguno puede estar vivo, ni siquiera usted.

    —¿Me va a matar?

    —Pues, ¿y entonces…?

    Los dos primeros relámpagos con sus centellas azuladas que agrietaron el cielo —previos al diluvio que se desencadenó enseguida— y el disparo del fusil Mauser de don Higinio Oicatá fueron casi simultáneos.