Las balineras del alma

09 Diciembre, 2021
Álex Gutiérrez Navarro Álex Gutiérrez Navarro

Por ALEX GUTIÉRREZ NAVARRO

 Es viernes. Despierto sin la reconfortante sensación de haber dormido lo suficiente. Apago la alarma y, por un momento, me debato entre dos ideas; persistir en el sueño dulce de la madrugada o cumplir el itinerario fijado la noche anterior: salir en la bicicleta con destino a una población cercana, en las estribaciones de la sierra. El trayecto es de 16 kilómetros. El sol comienza a disipar las brumas de la primera mañana. Los árboles son mecidos con impavidez por los vientos alisios de diciembre. Un pájaro se contonea por los aires y emite gorjeos perdidos.

Continuar durmiendo tiene para mí, en aquella hora, una connotación mucho más profunda. No lo asumo como el simple acto físico de permanecer acostado, casi levitando, para obtener placidez corpórea. Dormir es, entonces, la extensión misma del desgano existencial; la representación del temor de ser visto, en la esfera social, como la persona más solitaria y huidiza del mundo; una especie de levedad del ser (por utilizar un término de Kundera) que se manifiesta, ocasionalmente, en formas inevitables de misantropía. Soy consciente de ello.

Mientras tienen lugar estas cavilaciones, entre dormido y despierto, toma fuerza el pensamiento antagónico: conjurar esa disposición, ¿o indisposición?, de espíritu. Rápidamente, hago todos los trámites de higiene básica del recién levantado. Me visto con una indumentaria de ciclista raso y bajo al garaje por la bicicleta. Sólo entonces puedo advertir que hace falta llenar de aire las llantas. No sería lo único. Ya en camino, fueron evidentes otras desmejoras. Aquí surge el primer símil: el ser humano también está condicionado de forma análoga a los objetos por el deterioro, la carencia, el desgaste. Una máxima terminante y definitiva de mi padre lo ilustra muy bien: <<se acaba uno; ahora que no se acabe eso>>.

—¿Vas para Manaure? —pregunta mi madre, a manera de buenos días.

—Sí, para allá —le contesto, mientras termino de calibrar las llantas.

Bordeaba una de las calles cercanas al templo católico, cuando un conciudadano que camina por la acera sonríe, afable, antes de preguntarme para dónde voy.

—Espero llegar a Manaure, compadre —le correspondo con cierta campechanía.

No he completado la mitad de los 16 kilómetros totales de la ruta y empieza a intensificarse un molesto sonido de partes desgastadas. Pienso en devolverme. ¿Falta de aceite en el engranaje? ¿Eje averiado? ¿balines deteriorados? No sé de dónde proviene el sórdido ruido. Avanzo, solo, por la estrecha carretera. Ciclistas aficionados suben y bajan. Algunos extienden saludos. Otros, apenas miran de refilón. Trato de disimular el ruido de la bicicleta manipulando los cambios. Luego desisto. ¡Qué más da!

De todas maneras, he llegado al destino. Estoy extenuado por la falta de ritmo. Me desentiendo del ruido. Mientras tomo un descanso, el segundo símil empieza a hilvanarse, de tal manera que circunda los límites de la alegoría: ¿acaso no está el alma, muchas veces, urgida de mantenimiento? ¿Por qué ignoramos el ruido de advertencia? ¿Por qué intentamos disimular las señales de alerta del ser? La bicicleta también me permite volver a casa. Pienso que, a veces, vamos como viajeros de la vida con el alma sin reparar. Salimos y llegamos. Entramos y venimos. El ruido sigue ahí. Algo no está bien. No sabemos con exactitud qué es.

—¡Son las balineras! —me dice algún vecino al regresar.

—Sí, tienes que cambiarle las balineras, afirma otro.

Rulfo, en Pedro Páramo, dijo: “Este mundo que lo aprieta a uno por todos lados, que va vaciando puños de nuestro polvo aquí y allá; deshaciéndonos en pedazos como si rociara la tierra con nuestra sangre. ¿Qué hemos hecho? ¿Por qué se nos ha podrido el alma?”.

Cambiarle las balineras a la bicicleta es relativamente fácil. Basta con un juego específico de llaves y herramientas. Pero, y al alma, ¿cómo se le cambian las balineras al alma?