La merecida caída de la estatua de Sebastián de Belalcázar

30 Abril, 2021
Profesor emérito de la Universidad Nacional y Director del Doctorado en Derecho de la Universidad Libre Profesor emérito de la Universidad Nacional y Director del Doctorado en Derecho de la Universidad Libre

Por RICARDO SÁNCHEZ ÁNGEL

Para analizar la acción sobre la estatua de Sebastián de Belalcázar, hay que recordar que el símbolo es un lenguaje de la historia, sin invalidar su pretensión de permanencia universal, pero la supervivencia del símbolo depende no solo del código propio de significados, sino de la validez y la eficacia en el campo social y en los valores culturales. La fuerza del símbolo puede mantenerse si es apropiado por las mentalidades individuales y colectivas, y está siempre expuesto a una lucha de connotaciones políticas en sus contextos culturales. La estatua no está por fuera de una historia; es parte de la misma.

La caída de la estatua de Sebastián de Belalcázar en Popayán la produjo una iniciativa de indígenas Misak. Con consciencia anticolonial y afirmando su dignidad, decidieron destituir un símbolo impuesto por los herederos de la Conquista y la Colonia, con sus mentalidades anacrónicas, de sometimiento, primacía racial y alienación cultural. La conquista continua en el Cauca con el exterminio de los indígenas y su mentalidad es la del señor Sebastián de Belalcázar. Derribaron la estatua y el símbolo. Podrán las élites retornar la estatua al sitio usurpado, pero se ha dado el cambio de código del símbolo: de conquistador intrépido y fundador de ciudades a lo que la historia señala: un conquistador de armadura y lanza, que aniquiló los pueblos originarios indígenas dondequiera que estuvo. De manera especial, lo que es hoy Cali, Popayán y Ecuador.

Su saga se extendió hasta la ciudad de las águilas negras, para intentar usurpar la “fundación” de Santafé a Gonzalo Jiménez de Quesada.

El tiempo del señor Sebastián de Belalcázar era el de la formación del capitalismo y el mercado mundial. Su empresa conquistadora estaba al servicio de sus leoninos intereses e igualmente de la Corona española, como régimen político de un imperio parasitario que vivía de las guerras de conquista y de ocupación en la propia Europa. A su vez, sede de la terrible inquisición recreada en Aragón y Castilla (1478-1821), dependiente de la monarquía, cuyo ámbito se extendió a Nuestra América. Eran tiempos de horror y dogma, que tuvieron su contrapunteo en el Siglo de Oro, el Renacimiento español, cuya máxima expresión es Don Quijote. Son esos tiempos los que se combinan con la resistencia indígena y luego cimarrona, con los comuneros y las guerras de independencia.  

 

Derribaron la estatua y el símbolo. Podrán las élites retornar la estatua al sitio usurpado, pero se ha dado el cambio de código del símbolo: de conquistador intrépido y fundador de ciudades a lo que la historia señala: un conquistador de armadura y lanza, que aniquiló los pueblos originarios indígenas dondequiera que estuvo. De manera especial, lo que es hoy Cali, Popayán y Ecuador.

 

En ese entramado de lucha de clases, pueblos y culturas, fueron finalmente derrotados los colonialistas, pero la república que surgió con la desaparición de la Gran Colombia fue una semicolonia, primero, y luego, una neocolonia hasta nuestros días. Este neocolonialismo cultural y político se articula con las formas de explotación económica, como la dependencia y la república señorial y financiera. Es un obstáculo fuerte a la democracia con sus representaciones regionales y nacionales.

Esa alienación colonial generó las mentalidades criollas eurocéntricas y anglosajonas, con sus patrones subalternos de copia, calco y simulación, donde Miami o Madrid son su capital, su Meca y su Vaticano.

Todas las estatuas de los conquistadores deberían ser colocadas en los museos de las ciudades democráticas y laicas, para que sirvan en la educación de quiénes fueron estos asesinos de indios y de quiénes, por su resistencia, merecen ser recuperados y celebrados, como parte de nuestro paisaje humano y de nuestra vida en común.

La imagen de Sebastián de Belalcázar y su cofradía de aventureros conquistadores, ayer y hoy, no extraña su significado de fugitivo de la justicia, asesino de indios y destructor de pueblos y culturas. Su símbolo actual es ese y es fuerza en la consciencia ciudadana y pública. Lo de “el fundador” es un mito basado en la consolidación de una destrucción de comunidades; se borra para empezar con lo nuevo: la ciudad hispano-católica-colonial, olvidando que es una superposición de la barbarie.

En Cali y Popayán, los cerros usurpados por los ídolos y sus estatuas se deben convertir en paisaje natural, sembrados de jardines nativos para simbolizar los lugares del común arrebatados.

Coda. Recomiendo la excelente Introducción de Juan-Eduardo Cirlot a su Diccionario de símbolos. Madrid: Siruela, 1997.

 


 

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