@elquelosdelata
A Salvatore Mancuso muchos lo vieron al desayuno, terminando su café junto a la piscina, mientras miraba la ciudad desde el último piso del Club el Nogal. Para esa época pesaban ya varias órdenes de captura en su contra, la DEA lo tenía en la mira por narcotráfico y ya escurría sobre la corbata Ferragamo que lo adornaba, el llanto de los familiares de tantos campesinos que encontraron la muerte en las masacres y asesinatos selectivos que desangraron el país. Después, entre el vapor del baño turco, los rumores me enteraron de que ese Club era el lugar donde se reunían los altos mandos del gobierno de Álvaro Uribe con los cuadros paramilitares. Se decía que allí, donde se divierte la realeza rural llegada a la ciudad tras la polvareda de dólares cochinos que nos llovieron encima en los 80, muchos hacendados que tenían un pie en la capital, se reunían a planear masacres y a organizar cocteles en los que les recogían fondos a las AUC cuando la consigna era limpiar con motosierra esa maleza socialista que corroía el suelo patrio. Estas obras de beneficencia al parecer eran bendecidas y santificadas por los directivos del Nogal, lugartenientes Álvaro Uribe Vélez, presidente Innombrable y eterno que no tuvo vergüenza en trasladar a su jefe de escoltas de palacio, el Coronel Juan María Rueda, como jefe de seguridad de tan magna institución sociocultural, cuna del naciente jet set capitalino.
El Nogalito le dicen al patio de la Picota donde tienen guardados a los parapolíticos y a la casta de condenados por corrupción estatal más selecta del país. A los del Carrusel de la Contratación, a los de Agroingreso Seguro, Yidis política, del Cartel de la Toga, Odebrecht, el Fraude a la Salud y a la mayoría de aquellos vándalos perfumados que destrozan la ley a pedradas y entran en las arcas públicas a tragárselo todo. Así le dicen al patio de esa cárcel porque alguna vez alguien fue a visitar a uno de los presos y dijo que había sido como si hubiera entrado a una sucursal del Club, por la cantidad de socios e invitados frecuentes que se encontró en sudadera haciendo ejercicio en el gimnasio que les tenían montado, antes de que iniciaran el día en prisión brindando con el primer cóctel de la mañana.
En la junta directiva del Nogal había políticos asociados a paramilitares genocidas con los que hacían millonarios negocios, lavadores de dólares, funcionarios públicos corruptos que utilizaban el lugar para recibir sobornos de empresas que les regalaban carnets y les pagaban sus consumos estrafalarios e incluso, directivos que intrigaban contratos de la misma corporación en procura de coimas y beneficios personales. En conclusión, una Colombia en chiquito metida en esa mole prepotente de ladrillo que desde sus ventanales mira con desprecio a los demás edificios.
De allí, del Nogal, me echaron porque decidí no atragantarme más y vomitar la verdad enterita en varios de mis escritos publicados en las Dos Orillas, El Tiempo y La Nueva Prensa. Ninguno de los implicados se atrevió a decir que mentía y por eso tampoco nadie me denunció. Sin embargo, decidieron que yo había violado una norma de un reglamento que hicieron a la carrera para tener de donde sancionar y que prohíbe hablar, escribir, publicar o mandar emails, si allí se menciona el nombre del Club o de alguno de sus socios. Entonces vino la amenaza: O dejaba de escribir, o me echaban. Decidí no callarme y sacar a marchar mis párrafos que empezaron a gritar más duro.
Esa Colombia enana con nombre de árbol vetusto, obró como acostumbra la grande, reprimiendo y hostigando a quienes protestan en contra de una realidad oscura. Terminé expulsado y entrando en un proceso judicial para que me pagaran el precio de la acción que además, para dejar bien sentado el escarmiento, decidieron apropiarse.
Lo peor vino después. Varios amigos y familiares muy amados no solo me dieron la espalda sino que abiertamente aplaudieron a los malosos y vieron con muy buenos ojos mi expulsión, me tildaron de subversivo, demente y sobre todo se esforzaron por hacerme sentir como si hubiera traicionado hasta el último eslabón de mi genética y sacado al sol los calzones cochinos de mi abuela. “A usted le va ir mal” me dijo alguna vez uno de ellos, por la sola razón de haber destapado la vocación paramilitar, mafiosa, genocida y corrupta de esa nueva élite nacional que nos dirige.
Para llegar hasta allí, al punto exacto de mi vida en que decidí traicionarlos a todos y delatar los desmanes despóticos de quienes ostentan el poder, mi consciencia tuvo que haber comido mucha carroña, la misma que se tragan los principitos dorados de aquel mundo que se reparten en tajadas todos esos monarcas locos, que son los sociópatas deslinderados pertenecientes a la clase alta, dueña del poder político y empresarial de este país. Yo fui alimentado por los mismos simbolismos podridos que nutren a esa seudo aristocracia emergente, proveniente del capitalismo voraz. Esas raciones de boñiga conceptual terminaron indigestándome y es la hora que no he podido sacarlo todo.
A mí me salvó el amor. El amor por Carmen, mi empleada de servicio, que fue mi novia secreta cuando yo tenía 12 años. Empezaban los problemas de mis papás que terminaron en un divorcio descorazonado e inhumano que me llenó de rabia. Esa sensación de quererlo destrozar todo y que el psicoanalista no me ha podido quitar, terminó convirtiéndome en un matonzuelo que brincaba de colegio en colegio. Para esa época, antecitos de la separación, importada del campo, llegó Carmen a mi casa en donde la arrumaron en un cuarto de dos por dos del que salía los domingos a caminar de ocho a cinco hacia ninguna parte, después de estar lavando, arreglando, cocinando durante toda la semana, recogiéndome del bus, sirviéndome la comida y llevándome de su mano a todos esos lugares paradisiacos que un preadolescente precoz tanto ansía conocer.
Después de trapearme con su lengua para luego guiarme por el bosque frondoso que crecía entre sus robustas piernas de percherón, y de enseñarme lo más importante que puede haber en la vida, entre las sabanas y muy pendientes de oír el pito del carro de mi mamá, me contaba de su pueblo en el Magdalena Medio, de las cosechas, del ganado y de sus amigas con las que cantaba en el río. Ella no paraba de hablar y yo no dejaba de escuchar. Carmen embelesaba mi existencia con algo tan sencillo pero a la vez tan autentico como su vida, compuesta por un universo tan vital que a mí me parecía maravilloso. Todo empezó cambiar. Mis derroteros internos se transformaron para dejarme ver que esa mujer también era un ser humano.
Algunos hechos comunes y cotidianos empezaron a desencajar. Ese sentimiento se había convertido en un potente misil que estaba tumbando los cimientos con que habían edificado mis creencias. El amor tiene la capacidad de desmoronarnos por dentro. Empecé a buscar respuestas que no llegaban. En mí solo quedaban los cuestionamientos. ¿Por qué tiene que dormir en semejante mazmorra sin vidrios? ¿Por qué no se sienta con nosotros en la mesa? ¿Por qué no habla ni opina nada si cuando estamos empelotos en la cama, dice las cosas con tanta gracia? … ¿Por qué los fines de semana en la finca tenía que verla achicharrándose al sol, mientras yo nadaba con mis primos que no entendían el semblante lánguido que por momentos agarraba mi cara, cuando la veía observarme con su sonrisa resignada?
Y allí, en lo irracional de mi arquitectura psíquica, quedaron latentes todas esas preguntas que no había tenido con qué responder. Ellas quedaron quietas en mi memoria durante los casi veinte años que transcurrieron después de que Carmen me dejara de niño algún día, tras haber trastocado mi vida para no volver jamás. Una tarde llegamos todos de vacaciones internacionales y ella, de su pueblo adorado, fue quien nunca regresó.
Siempre estuve expuesto a la retórica violenta que me incitaba a creer que el paramilitarismo con sus masacres eran un mal necesario y que era sano que una sociedad persiguiera la felicidad de unos pocos, a los que les llenaba el buche de riquezas, mientras otros sucumbían en la miseria. Crecí creyendo que esa era la naturaleza de las cosas. Con ese caldo es que en Colombia desayunan los hijos del patrón. Pretender algo diferente era una ilusión peligrosa hasta que en la universidad, buscando el cartón de abogado, conocí la razón de ser de una democracia y de una constitución, y el posgrado llevó a interesarme por las causas de la criminalidad y entre tantas letras que se empezaba tragar mi cabeza, se colaron las de algunos académicos, entre ellos las de Bourdieu, un sociólogo francés que me explicó como a los hombres, desde que nacemos, nos agreden unos simbolismos nocivos que nos llevan a ver como natural, el hecho de dominar a las mujeres y a ellas a aceptar como parte de su esencia, la dominación masculina. Entonces empecé a nadar hacía abajo buscando el fondo. Encontré que el machismo deformaba a hombres y mujeres latinoamericanas al asumirlo como natural a su condición humana. Ese machismo era edificado a partir de símbolos que nacían del diario vivir, como el hecho de que el varón era siempre el que manejaba el carro cuando iba la familia en él, de que el valor de una mujer estaba cifrado en su falta de libertad sexual, de ser ella quien servía y pasaba los platos a la mesa o de que en una reunión familiar, ellas debían ser prudentes y hablar pasito.
Me puse a filosofar y encontré que así como el machismo era inoculado en nosotros a través de esos símbolos específicos que encontró el sociólogo francés, el clasismo latinoamericano provenía de otros aún más insalubres que habían contagiado a muchos conocidos convirtiéndolos en verdaderos psicópatas, haciendo que percibieran a los pobres como bacterias microscópicas y a la clase media como hormigas con la vida empeñada en servirles. Para ellos la clase trabajadora tenía derecho a existir pero era absurdo pensar que podía vivir.
La indigestión se acentuó con el ejercicio profesional. Cuando empecé a litigar en lo penal pude ver los expedientes de parapolítica que narraban como si fuera una novela gráfica, el romance otañal que vivió la clase política envenenada hasta las tripas por esa ideología fatídica con que gobernaba impunemente Álvaro Uribe, amparado por el discurso homicida que impuso su mal llamada Seguridad Democrática. Y no eran solo páginas repletas de párrafos congestionados de crímenes las que pude leer, sino también audiencias en video donde obligados por el procedimiento de Justicia y Paz, los comandantes paramilitares debían contarlo todo frente a los familiares de las víctimas y era así como andaban durante horas por las pantallas los rostros de familias enteras, mientras esos seres despiadados contaban lo que habían hecho con toda esa gente que ya no existía. A ese señor (los vi decir) lo torturamos, le sacamos los ojos y lo dejamos morir desangrado durante días, a esa otra la enterramos por allá y a los otros por acá, de esa familia también me acuerdo bien, a la señora le matamos el hijo al frente, al marido después y el último tiro fue para ella- Y así, y así y así, hasta dejar mi memoria empastelada por los horrores de aquellas tardes históricas, en las que esas fierras insensibles recreaban sus más cruentas bacanales.
Para esa época llevaba ya varios años tratando de aquietar el malestar a punta de whisky, pepas y cocaína. Después de ver a Carmen en cada uno de esos rostros, de imaginar que podía ser cualquiera de aquellas mujeres asesinadas en un potrero o junto a la misma cañada de la que me hablaba después de naufragar en el paraíso de sus babas caudalosas, sucumbía durante días en rumbas desaforadas que no me dejaban distinguir el día de la noche. Hasta que no pude más. Entendí que los paramilitares eran una granada de fragmentación que habían activado los demás. Los culpables de todo eran ellos. Muchos de los que se paseaban por ese Club Social, los políticos, los empresarios, los ganaderos, los palmicultores, los banqueros, los yuppies corredores de bolsa y en general, gran parte de aquella pequeña sociedad desmandada e irracional a la que tenía que verle la cara todos los días, había sido contaminada por esos simbolismos perversos desde su niñez, convirtiéndola en una élite caníbal a la que no le importaba corromper a quien fuera por lograr el contrato, negociar con el mafioso para cuidarle la plata, quemarle las tripas a la naturaleza si eso les daba más utilidades o comprar los votos que fuera por sentarse donde su culo estaba llamado a estar. Lo importante era salir de la universidad a sacar el BM del concesionario, calzarse el reloj de oro en la muñeca, comprar el apartamento en los cerros, la mansión en Mesa de Yeguas y la casa en la Cartagenera ciudad vieja, qué sin la lanchita para los paseos, ni para qué tenerla. Todo se valía porque era un dictado de la naturaleza, así lo decían los símbolos: Habían sido gestados para ser alguien. La vida era para ellos, nadie más la merecía.
Ya no podía con el mareo existencial. Decidí entonces que no me iba transformar en el mismo sociópata sin contención en que había visto convertir a los demás y fue por eso que tomé la decisión de tirar mis piedras que son estas letras, enfrentarme sin capucha a ese Esmad abusivo que es la censura social y hacerme echar de La Corporación Club el Nogal de Bogotá, publicándolo todo en mis artículos.
Los simbolismos transitan en dos vías, por una parte el niño rico que se acostumbra a ver a las empleadas alienadas, esclavizadas y animalizadas como si fueran perros que no pueden compartir la mesa ni tocar el agua que lo moja en la piscina, se va a convertir en un ser insensible a quien no le tiene porque importar ni el país ni su gente y, por otra parte, esos mismos simbolismos a la empleada de servició que para la doña viene valiendo lo mismo que la licuadora, o al oficinista asalariado que tiene que meterse dos horas en un bus para llegar a la casa hecho añicos y levantarse a seguir pagando las cuotas del apartamento que terminará de ser suyo cuando llegue a la ancianidad, los van a hacer sentir que su naturaleza está diseñada para dedicarle una vida miserable a la felicidad del patrón, pues es de su esencia conformarse meramente con transitar sobre una existencia impersonal. Lo importante es tener donde dormir y no morir de hambre. Sobre ellos pesan también simbolismos aún más oscuros que tienen como función llenarlos de miedo y sobretodo, dejar sentado que la naturaleza de este país es carnicera, que es de su esencia asesinar a quién se subordine en contra del sistema.
Esta es la naturaleza de las cosas que los jóvenes que marchan en las calles, no aceptarán jamás. Ellos no solo están protestando por lo que está pasando ahora, sino por lo que van a tener que vivir más adelante. A ellos no los infectaron los simbolismos que mantienen enfermos a sus padres. No encajan en esa naturaleza servil. Son creativos, independientes, libres…y también están mareados. Tan rebotados como me reboté yo cuando le declaré la guerra a los narcotraficantes, paramilitares y corruptos que asistían a ese Club. Los jóvenes del paro, a diferencia de las generaciones que los preceden, no llegaron al mundo solo para existir. Ellos también quieren vivir. No se van a conformar con trabajarle toda la vida a las cuotas del apartamento como lata de sardinas que se les traga el alma, ni con vivir temerosos del jefe a quien no le van a chupar las hemorroides jamás, como muy seguramente si lo hizo su padre. Ellos saben que vivir no está en trabajar de 8 a 8 para después empaquetarse en un bus y esperar a ver si ahorran lo suficiente para viajar a Melgar. No. Ellos quieren vivir. Vivir de verdad. Quieren tener tiempo de tomarse un café charlado en las tardes, sentarse en buenos restaurantes, llegar hasta Europa o hasta el Asia, ir a cine y a teatro los fines de semana y los que se proyectan en un hijo, también quieren que llegue a hablar el inglés fluido y que tome lecciones de piano. Y saben que la única esperanza de alcanzar sus aspiraciones, es que no los sacudan desde antes de salir de la universidad con una reforma tributaria y pensional que pugna por la perpetuación de aquellos simbolismos a los ya se les está apagando la luz.
Tampoco creen que la esencia del país provenga del alma negra de ese matarife compulsivo que no ha parado de mangonearnos y por eso no conciben que justo desde que el marrano del rey se cruzó la banda presidencial, se haya reanudado la matazón de gente. Para los jóvenes que hoy gritan en la calle, la esencia y la naturaleza del país sí puede estar en la paz y la equidad. Y eso para los otros, los que hoy lucen el reloj pomposo y están montados en el X8, es un despropósito inimaginable, un absurdo, algo aberrante… que no es natural.
Los jóvenes marchantes no están pensando en la división social del trabajo, ni en la objetivación del espíritu ni en la ética deontológica. Están por encima de tanta abstracción académica. Le dan cucharaditas de sopa a Hegel, a Kant y a cuanto filósofo encuadernado se les ponga enfrente. Su revolución es íntima y personal, alquímica y mágica. Su lucha no es política sino existencial…y es por eso que nuestro Presidente y todos esos ministros sátrapas están jodidos. Porque no tienen como criticarlos, no tienen el blanco del comunismo en frente, nada huele a marxismo ni a leninismo. La tienen muy difícil los del gobierno porque a esos muchachos solo los mueve la verdad.
La verdad que nadie puede ocultar, que está allí, en la cantidad de hechos percudidos de maldad, desproporcionados y absurdos que nos trajo este nuevo gobierno compuesto por individuos confeccionados por esa arribista cultura decadente, que nos llevó a ver como el Senado le hizo el quite a la moción de censura en contra del Ministro Carrasquilla cuando de frente dijo que sí, que el tumbe de los bonos de agua existió ¿Y qué?, cuando en vivo y en directo el Estado, a punta de cortinas de humo, le hecha una sábana encima al escándalo de Odebrecht, o al percibir el engaño del presidente cuando dijo que no se venían más impuestos y le quiso meter el IVA a la canasta familiar, y llegó al punto, con la reforma pensional que tienen metida entre los calzoncillos, de querer tener de viejos a esos jóvenes pidiendo limosna, porque cuando ese Ministro con alma y cara de vampiro dice que se van a pensionar solo con lo que ahorren, les está diciendo que jamás lo van a lograr. ¿Si no les alcanza para vivir en el pleno sentido de la palabra, como les va alcanzar para ahorrar?
A los jóvenes no se les ha pasado nada. Ni el dedo de un bebé les entra en la boca. Pendejos no son. No se les olvida que el Presidente les quiso hacer pistola con lo del Fracking, que está bañando indígenas en glifosato y que tampoco ha parado de fumigar a plomo a los líderes sociales. Tienen muy presente que agarró a patadas a la Jep que por suerte no pudo tumbar y que amparó al Ministro Guillermo Botero, el asqueroso borracho neonazi que bombardeó a los 18 niños del Caguan y que por mera casualidad, también fue miembro de junta del honroso Club que tuve a bien ponderar al inicio de este escrito. En conclusión, Presidente de Colombia Iván Duque, y se lo digo con todo respeto, a ellos no se les puede tapar que usted además de ser bobo ha sido muy casposo.
Es por eso que no va poder con esos jóvenes si no deja de ser ambas cosas. Usted señor Presidente tiene que dejar de ser bobo y darse cuenta que es la muñeca de silicona que a Uribe ya le empezó a estorbar. ¡Despierte! No ve que le está echando encima a Londoño y a muchos de sus lacayos del Centro Democrático para que lo saquen de donde está y se inmortalice como el único que no pudo terminar, porque hasta Samper untado de perico hasta el cogote, lo pudo lograr.
Y también tiene que dejar de ser casposo. Para lograrlo tiene que alejarse de los que su patrón le puso al lado y mandar para la mierda a todos esos ministros criminales que desayunan, almuerzan y comen en el Club el Nogal y que no lo dejan llegar a donde los jóvenes quieren que llegue.
Dele una patada bien puesta a Carrasquilla y a Holmes Trujillo, a Doña Alicia acompáñela a la puerta y despídala con un besito, a la Blum y a Pacho Santos con una cartica basta, y después si acérquese a los que le pueden ayudar a gobernar y con los que los muchachos si puedan hacer migas. Tóquele la puerta a Petro, a Robledo, a Navas Talero, a Gustavo Bolívar, a Roy, a Cepeda, a Clara López, a Claudia la alcaldesa, póngase los pantalones, tenga guevas y hágale rosquitas esa jauría de lobos uribistas del Centro Democrático que se lo van terminar tragando. Es la única forma de limpiar el basurero en que usted nos convirtió el país.
Lamento mucho señor Iván Duque que no me vaya a hacer caso, de eso estoy seguro, porque hay cosas que no se pueden cambiar y esas si vienen de su naturaleza, porque a usted lo casposo se lo colgaron los demás, pero lo bobo y lo pendejo si lo lleva tan metido en el alma que su cara no lo podrá esconder jamás. Y es precisamente por eso, porque como es bobo, lo que va a hacer es volverse aún más casposo, pensando que así esas alimañas van estar contentas y ya nunca se le van a querer comer las tripas.