Hablando de terapias de conversión

20 Julio, 2023

Por ADRIANA ARJONA

 No es necesario ir a Auschwitz​ para sentir un dolor inmenso por los horrores que es capaz de cometer un ser humano contra otro. No es necesario. Pero cuando se recorre uno de los campos de concentración y exterminio que hicieron parte del complejo Konzentrationslager Auschwitz todo se vuelve más real, más tangible, más horrendo y lacerante.  

Hace poco tuve la oportunidad de conocer el campo de Auschwitz que aún permanece en pie cerca de Cracovia. Es difícil sacar de la mente algunas imágenes. Las montañas de pelo cortado a las mujeres. Los zapaticos de bebé que destacaban sobre una cumbre compuesta por botas, mocasines y tacones. Las miradas impotentes e incrédulas de las víctimas fotografiadas de frente, perfil y tres cuartos. Los edificios fríos construidos para un fin tan específico. El camino hacia los hornos. La sistematización de la tortura. La normalización de la muerte.

Hemos oído hablar del número de judíos que perdieron la vida en estos campos. Lo sabemos de memoria. Pero así como hemos oído hablar sin decanso de los seis millones de judíos, pocas veces –o ninguna– hemos escuchado otras cifras que nos ayuden a dimensionar el horror que vivieron otras minorías no arias, como personas que profesaban religiones diferentes (Testigos de Jehová, musulmanes, protestantes o cristianos ortodoxos), o individuos considerados inferiores como gitanos, discapacitados, enfermos mentales, afrodescendientes y homosexuales, entre otros.

No se sabe, por ejemplo, cuántos homosexuales murieron a manos de los nazis. Pero de acuerdo a los relatos de algunos sobrevivientes, se sabe que conformaron uno de los grupos que peor tratamiento recibió dentro de los campos de concentración. Estas personas fueron perseguidas gracias a las “listas rosadas” que los nazis iban creando a partir de informantes o por mera conveniencia política, para después ser capturadas por participar de “actividades indecentes y criminales entre hombres”. Dentro de dichas “actividades” llegó a incluirse la intención o el mero pensamiento. Eso quiere decir que hasta el deseo era peligroso aunque no se llegara a la consumación del mismo.  

El Tercer Reich consideró a los homosexuales y a los trans como enfermos abominables con rasgos imperdonables de debilidad, porque veía en los gais a seres incapaces de luchar por su patria o de conformar familias con el fin de reproducirse y aumentar el número de arios de Alemania. Por esta razón fueron identificados con un triángulo o una estrella de color rosado.

Rosado. Ese color que simboliza lo femenino y/o lo afeminado, según los nazis, servía para que algunos de los integrantes de la SS, secretamente gais, sodomizaran y abusaran de formas terribles a los mismos prisioneros que en público señalaban de criminales despreciables.

Rosado. Una marca, una señal, un estigma del que los homosexuales no pudieron escapar ni siquiera cuando Hitler fue derrotado. Porque los soviéticos, desde los tiempos de Stalin, persiguieron el homosexualismo, y las víctimas gais de los nazis pasaron a serlo de sus “salvadores”, que tampoco los consideraban dignos de libertad o derechos. Por eso, tras el horror alemán, vivieron un nuevo infierno en los campos especiales de internación soviéticos.

El recorrido por el campo de Auschwitz que visité en Cracovia termina tras una larga caminata, junto a los rieles para trenes que llegaban cargados con víctimas. Al fondo, unos árboles inmensos hacen difícil creer que en un lugar rodeado de tanta belleza pudieran ocurrir atrocidades semejantes.

Cuando estábamos por irnos, un viento inusual para verano hizo mecer los árboles de un lado para otro, produciendo un zumbido que silenció las voces de todos los presentes. Se sentía como si a través de sus hojas y ramas estuvieran gritando el horror del que fueron testigos. Fuimos varios los que nos estremecimos. Varios, también, los que en silencio lloramos.

Al llegar al hotel, con estas imágenes aún adheridas a mis recuerdos, me enteré de que había sido aprobado en Colombia el proyecto de ley que prohíbe las terapias de conversión o cualquier esfuerzo para cambiar la orientación sexual de las personas en el territorio nacional. Fue una alegría para el alma. Es de celebrar que se prohiba sumergir la cabeza de un chico en un balde de agua, o aplicarle shocks eléctricos a una chica pensando que con estas técnicas de tortura podrán cambiar el ADN de un ser humano.

De Cracovia volé a Madrid, justo para el día en que iniciaba el Orgullo Gay en la capital española. El sol acariciaba las pieles de todos y la diversidad era parte del oxígeno que se respiraba.

Desde el puesto que logré encontrar en primera fila de la vía decorada por la impotente puerta de Alcalá, vi pasar un grupo de lesbianas bailando al ritmo de una batucada, seguido por chicos y chicas que llevaban en alto un cartel que decía “soy bisexual porque mi mamá me enseñó a comer de todo”. Los carteles de unas drag queens, al borde de tocar el cielo gracias a sus altísimas plataformas, rezaban frases para nada graciosas pero igual de contestatarias: “no nos matan por amar, nos matan por ser”. Más atrás venían los integrantes de la policía de Madrid que hacen parte de la comunidad LGTBQI+ y trabajan para que el pensamiento radical de algunos no violente los derechos de otros. Había de todo y de todos los colores. Como la bandera que representa esa comunidad y que debería ser asumida como símbolo del planeta entero. Porque si en algo nos parecemos los seres humanos es en que todos somos diferentes.  

Sin duda alguna, el grupo que más me conmovió fue el de las familias. Padres y madres que marchaban apoyando a su descendencia mientras gritaban: “familias orgullosas de nuestros hijos, familias orgullosas de nuestras hijas”. También familias compuestas por dos padres o dos madres que marchaban con hijos e hijas, igualmente orgullosos al cantar arengas como “tener dos papás es nomal” o “mi familia no se toca”.

Por esos mismos días, se escuchaba en los noticieros los discursos de los aspirantes a la presidencia de España. El candidato del PP contaba en ese momento, como ahora, con la aprobación de la gran mayoría, tal y como sucedió con la alcaldía de Madrid y con las de casi toda la península ibérica en las elecciones de mayo.

Este 23 de julio son las elecciones presidenciales en España. Temo, como deben temer todas las personas que marcharon en el Orgullo Gay por la preciosa vía Paseo de Recoletos, que gane el PP, un partido que en el pasado ha propuesto proyectos de ley que dejan por fuera el tema de la diversidad, y que no se opone a las terapias de conversión.  

Es curioso. Curioso y triste comprobar que aunque todos nos aterramos de los atropellos cometidos por los nazis, muchas de sus ideas aún persisten y se promueven. El Tercer Reich creía que los homosexuales debían someterse a tratamientos para ser “curados” de su mal. Tratamientos que incluían dolor físico y vergüenza pública. Es decir que creían en las hoy llamadas terapias de conversión.

Los nazis veían a la comunidad que hoy denominamos LGBTQI+ como enfermos de un mal que podía revertirse. Y rechazaban categóricamente los estudios científicos que hasta el momento se habían desarrollado. Por eso, en 1933, arrasaron con la biblioteca del Instituto para la Ciencia Sexual de Berlín. Magnus Hirschfeld, gran estudioso y fundador de dicho instituto, se enteró desde Francia de que todo su material de investigación alrededor de la sexualidad humana había sido quemado junto con la literatura catalogada como “indecente” por Hitler.  

Viene a mi memoria otro cartel que llevaba una mujer durante el desfile del Orgullo Gay en Madrid. Un cartel con cuyo mensaje me identifico y que merece ser replicado a gritos: “Terapia de conversión para los fachas”.

Por mis familiares y amigos gais y bisexuales. Por las y los valientes recién salidos del clóset. Por los trans que tengo el honor de conocer y querer. Por los derechos de todas las familias del mundo y de sus hijos e hijas hermosamente libres. Ojalá que España no decida este domingo caminar hacia atrás.