Estado Inconstitucional y Pandemias

09 Julio, 2021
  • UNCONSTITUTIONAL STATE AND PANDEMICS


Por RICARDO SÁNCHEZ ÁNGEL Y MATEO ROMO

 

La pandemia del coronavirus acapara toda la atención. Para los pueblos del mundo, se trata de una amenaza superlativa; para muchos Estados, en cambio, es la cortina de humo bajo la cual ocultan su rostro. En ella ven la oportunidad para cambiar de personaje y de máscara. El poder mediático convierte al COVID-19 en el gran villano, y a algunos gobernantes, en héroes. Sin embargo, la COVID no es más que la punta del iceberg de un sistemático entramado de praxis discriminatorias y grietas estructurales: el Estado inconstitucional, que desde vieja data ha gestado una oleada de pandemias sociales. Colombia es un ejemplo paradigmático al respecto. Para ilustrar esta tesis, se analiza el fenómeno de impunidad ante delitos sexuales.

Palabras clave: Estado inconstitucional, pandemias sociales, impunidad.

Abstract

The coronavirus pandemic gets all the attention. For people of the world, it is a superlative threat; instead, for many States, it is the smokescreen under which they hide their faces. On it, they see the opportunity to change their character and mask. The media’s power makes COVID-19 the great villain, and some rulers into heroes. However, the COVID is only the tip of the iceberg of a systematic network of discriminatory practices and structural cracks: the unconstitutional State,

which from long ago has created a wave of social pandemics. Colombia is a paradigmatic example in this regard. To illustrate this thesis, the phenomenon of impunity for sexual crimes is analyzed.

Keywords: Unconstitutional State, social pandemics, impunity.

Introducción

En Colombia no solo hay múltiples estados de cosas inconstitucionales, sino un Estado inconstitucional con todas las letras. La debacle es de vieja data y la ha generado, con creces, la institucionalidad misma, por acción y omisión. No obstante, la crisis mundial generada por la pandemia del coronavirus ha sido mediatizada, al punto que se utiliza para intentar ocultar esta crueldad.

La ironía es que entre más procura el Estado tapar su desastre desviando las miradas y mostrándose como el salvador del gran ocaso, con mayor crudeza se destapa lo incontenible: la encrucijada del poder constituido, con sus instituciones e injusticias.

Este ensayo se divide en tres partes: en la primera, se realiza un diagnóstico sobre la enfermedad espectáculo, el tratamiento neoliberal de la pandemia, los palos de ciego que ha dado el Estado colombiano y los atisbos de resistencia ante la conversión de la cuarentena en cárcel. En un segundo apartado, se desarrolla el concepto de Estado inconstitucional, bajo la premisa de que para verlo es menester renunciar a una mirada insular en favor de una lectura integral y coherente, que trascienda el mero estado de cosas inconstitucional. Finalmente, para detallar la tesis de que en Colombia las “pandemias sociales” no son solo consecuencia de estos tiempos de cuarentena, sino que, por el contrario, son propias de un Estado inconstitucional, se realiza un análisis en torno a la impunidad ante delitos sexuales.

1. La enfermedad-espectáculo

La pandemia del coronavirus (COVID-19) se suma a las otras desgracias de nuestros tiempos: las guerras, el racismo, el sexismo, la desigualdad, el abandono, la xenofobia, la corrupción, el desprestigio, el asesinato de líderes sociales, la explotación, la destrucción de la natura, el hambre, las enfermedades de multitudes. Y el inventario no termina. El conjunto de las dimensiones: la civilización, lo económico, lo social, lo político, lo familiar, lo cultural, está enfermo, con rostros de horror cuando los maquillajes se diluyen.

Todos los países y continentes viven esta crisis de civilización de manera desigual y combinada. La pandemia actual es la más vistosa y nueva. El poder mediático la ha sobreinformado y manipulado, haciendo de ella la enfermedad-espectáculo, y llegando hasta el paroxismo de presentarla como la causa de nuestras desgracias. La pandemia, no obstante, es consecuencia de acontecimientos en el genoma humano, una zoonosis, aunque articulada al tipo de organización de la sociedad y la cultura en el capitalismo tardío. Es una consecuencia y tiene una historia.

Las pandemias no son una maldición divina causada por el mal comportamiento humano, como lo señalan las religiones en distintos momentos. En tiempos del emperador Justiniano (541-542 d.C.), una pandemia mató entre treinta y cincuenta millones de personas. La mayor pandemia de peste negra se dio en Europa, entre 1346 y 1356, moldeando la existencia y la conciencia del mundo. Fue una gran mortandad: de ochenta millones de habitantes, solo sobrevivieron treinta. La Conquista de América Latina diezmó la población nativa, producto de las enfermedades que trajeron los dominadores.

En el siglo XX, se destaca la gripe española (1918-1919), en la cual hubo entre cuarenta a cincuenta millones de muertos, muchos más que los diez millones de la Primera Guerra Mundial. Fue una pandemia que infectó a quinientos millones (el 27 % de la población planetaria)

Es sabido que las enfermedades son inevitables en el ciclo de la vida y que pueden ser curables por las medicinas que la ciencia ha ido perfeccionando. Pero también es claro que pueden ser prevenidas, disminuidas, evitadas, en buena parte. En efecto, el ciclo de la vida se puede prolongar hasta que se cumpla naturalmente.

Los gobiernos y la política internacional no tienen como horizonte la vida: en casi todos los países han dado muestras de improvisación e irresponsabilidad, colocando en primer lugar los intereses de los potentados ante el desplome de la economía. La gran mayoría han sido incapaces de coordinar un programa y lograr identidades de fondo ante la crisis en curso, mientras se desarrolla la tremenda pugna entre las potencias por el mercado y la política mundial. China y Estados Unidos, por ejemplo.

Mientras tanto, las cifras aumentan exponencialmente. Hoy, 2 de marzo de 2021, hay más de cien millones de personas con coronavirus en el mundo y veinte millones en nuestra América. El país con más casos de contagio es Estados Unidos (se acerca a los treinta millones). Le siguen India (11.124.537) y Brasil (10.587.001). Rusia ya pasa los cuatro millones de casos, al igual que Reino Unido. Entre las diez primeras posiciones, también se encuentran Francia (3.736.390), España (3.204.531), Italia (2.938.371), Turquía (2.711.479) y Alemania (2.455.569).

En lo que atañe a fallecidos, 2.538.681 (aproximadamente), Estados Unidos encabeza la lista con más de 514.404 casos, seguido de Brasil (255.720), México (186.152), India (157.248) y el Reino Unido (122.953). Las diez posiciones más críticas las completan Italia (97.945), Francia (86.347), Rusia (85.025), Alemania (70.514) y España (69.609).

Coronavirus: ¿un golpe de muerte al neoliberalismo?

El principio de economía política de socializar las pérdidas, privatizar las ganancias y apropiarse de los recursos públicos sigue vigente, aunque con modulaciones. En la era neoliberal, la política económica se acelera. En el momento actual, está en plena aplicación sobre la ruina de otros sectores capitalistas, el desempleo y el hambre, la enfermedad y la muerte (Osorio, 2020). Son desconcertantes las afirmaciones según las cuales el coronavirus golpea de muerte al neoliberalismo (Borón, 2020) y al capitalismo global (Žižek, 2020). Tiene razón Pedro Santana (2020) al señalar el tratamiento neoliberal de la pandemia.

Esta crisis simultánea es de la natura y la sociedad. Es una tremenda derrota para los trabajadores, que son los más afectados por el virus y la depresión (41 millones de desempleados registra el año de la pandemia), debido a toda la constelación de miserias generadas por el sistema. La COVID-19 ha corrido el velo y ahora vemos sin filtros las falencias estructurales del mercado laboral en los países de Latinoamérica y el Caribe (Organización Internacional del Trabajo [OIT], 2020). Los atavismos de género, la informalidad, el desempleo juvenil, las brechas entre la ciudad y el campo, los bajos niveles de productividad laboral, los leoninos modos de contratación, el precario sistema de seguridad social… revelan lo inminente que resulta adoptar reformas laborales radicales, de modo que el término “social”, incluido en algunas de las constituciones más progresivas de nuestra América, cobre plena vigencia en el mundo de la vida.

Por lo pronto, en países como Colombia, que tiene la más alta tasa de desempleo de la región (superior al 20 %), según García (2020), tal parece que los derechos sociales no son tratados como lo que son: verdaderos derechos humanos, jurídicamente vinculantes, en cuanto conquistas históricas y políticas mundo-vitales, sino, por el contrario, como dádivas morales, propias de la beneficencia y la caridad privada y pública. En cualquier caso, esto no es una novedad; desde mucho antes de la aparición del coronavirus, el virus del desempleo ya había contagiado masivamente al país.

Balumba presidencial

Por su carácter de pandemia, la COVID-19 era relativamente fácil detener, a condición de un orden internacional justo, basado en la cooperación, y con una primacía de lo social, donde el derecho a la vida y a la salud pública preventiva y curativa sea un tesoro global.

La apropiación y manipulación de las ciencias naturales por las grandes firmas productoras de fármacos, que no invierten sino en lo que es rentable, mas no en lo que es urgente, es una grave encrucijada. Ahora, frente al optimista anuncio de la vacuna, se ha desatado una lucha entre los grandes consorcios por los mercados mundiales de esta, en la cual los países de América Latina aparecen en segundo lugar. La exigencia es que la vacuna sea de todos los humanos, en cualquier lugar del planeta, de modo que no se convierta la curación en un gran negocio.

A las pandemias se oponen las cuarentenas. Así ha sido siempre desde la noche de los tiempos. Es la separación y el control de los cuerpos, el rediseño de la espacialidad y la movilidad. La cuarentena es un mecanismo de orden social y control cultural, es por excelencia el territorio del estado de excepción, en el que el poder disciplina y somete de forma subliminal o directa. Su finalidad manifiesta es proteger al conjunto de la población encerrándola, pero su esencia es el uso liberticida del biopoder (Foucault, 2009).

Un caso emblemático es el confinamiento al que fueron sometidas las personas de tercera y cuarta edad, bajo un falso discurso de ética del cuidado. Ante una vejez ofendida por las autoridades y los estereotipos, la rebelión de las canas hizo resistencia con la desobediencia civil.

Claro que es necesaria la cuarentena como medida defensiva a condición de que se cumplan tres supuestos: se reordenen la economía y el Estado hacia la vida, se priorice la natura como vida y se controle con el poder ciudadano al leviatán desatado. Colombia no ha seguido esta directriz. Aunque el país ha tenido uno de los más largos confinamientos, los resultados han sido muy desfavorables. Integra el listado de los 12 países con más casos en el mundo (2.255.260).El número de fallecidos supera las 60.000 personas.

El presidente Duque, haciendo uso y abuso del estado de excepción, implantó una dictadura económica con la equivocada concepción de gobernar por decreto. Es la balumba presidencial dela que habló Miguel Antonio Caro. Este gobierno promulgó 73 decretos-ley, 33 decretos ordinarios y unas 94 resoluciones y circulares para enfrentar la pandemia en la primera fase. En esta balumba están a la carta los beneficios a los financieros, una incursión contra las pensiones para favorecer a los fondos privados, la imposición de la privatización, prebendas para los ricos y una impúdica demagogia de paternalismo caritativo. Sobresale la política de endeudamiento externo, cuya obligación compromete el 53 % o más del presupuesto nacional. Todo esto confirma que no estamos ante un gobierno democrático, sino bonapartista.

Palos de ciego

Mientras la pandemia acapara las miradas, continúan las expropiaciones, el desempleo, el no futuro para las mayorías nacionales, con sus caravanas de desplazados internos. Los muertos en Colombia son como los de la tragedia Macbeth, en tanto las noticias sobre los muertos de hoy son los de ayer, porque se anuncian los nuevos de mañana.

La militarización y la continuidad de crímenes contra líderes sociales, indígenas y exguerrilleros están en auge, así como los feminicidios, que muchas veces no son reportados. Esta carnicería nos permite reiterar que la civilización está ausente, y que el Estado social sí se tomó muy en serio aquello de la cuarentena. Muestra de ello es que ha radicalizado la distancia con las realidades y perplejidades de la población colombiana, salvo que no por asepsia, sino por infamia.

En esta barbarie también son víctimas los migrantes venezolanos, hermanos buscando nueva vida que el gobierno ofrece al menudeo y como arma política para entrometerse en los asuntos del vecindario. Mientras tanto, la xenofobia hace de las suyas.

En simultáneo, concurren las guerras y violencias del narcotráfico, la gran minería y la ilegal, así como el neoparamilitarismo y el terrorismo estatal. Contra lo pregonado por el gobierno Duque a raja tabla, la presencia de las fuerzas élite del Ejército de Estados Unidos no va a acabar con el narcotráfico (el espejo a mirarse es Afganistán). Va a encender más el conflicto de la guerra pirata que adelantan las guerrillas, a violentar la dignidad y la soberanía nacional, además de agredir a Venezuela.

Por su parte, las cifras de la criminalidad social y política son espeluznantes. Según la Cumbre Agraria, Indepaz y Marcha Patriótica, se han asesinado cerca de mil líderes sociales desde la firma del Acuerdo de Paz (Noguera, 2020).

A la par, una oleada de masacres sacude al país de sur a norte, desde Puerto Asís y Samaniego hasta Salgar y Cúcuta. Los territorios más lejanos sufren con mayor intensidad los vilipendios de la violencia estatal y paraestatal. En el año 2020, al menos 381 personas fueron asesinadas en 91 masacres, según el Observatorio de Conflictos, Paz y Derechos Humanos del Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz, 2020).

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Figura 1. Masacres en Colombia durante el 2020.
Fuente: Observatorio de Conflictos, Paz y Derechos Humanos de Indepaz (2020, p. 2)

Si de llamar las cosas por su nombre se trata, lo propio es hablar de masacres y genocidio, y no, como Duque, de homicidios colectivos. El significante masacre no es un “término que se viene utilizando de manera periodística, coloquial”, como aseveró el ministro de Defensa; tiene una importante carga histórica, académica y política nacional e internacional. En Colombia hay un pleno auge de masacres, por cuanto hay sistematicidad, objetivos planificados de aniquilamiento y un patrón o hilo conductor entre unas arremetidas y otras (elementos no propiamente extensivos al significante “homicidios colectivos”): el terror estatal y paraestatal contra civiles y defensores de derechos humanos, personas protegidas por el derecho internacional humanitario (Centro de Investigación y Educación Popular [CINEP], 2018). Para nosotros, se trata jurídicamente de un genocidio en pleno desarrollo.

El trasfondo de toda esta situación tiene que ver con un régimen de autoritarismo político, el bonapartismo presidencial, al igual que un modelo económico neoliberal y transnacionalizado al servicio de multinacionales y consorcios financieros; un régimen de gran propiedad terrateniente y capitalista no solo explotador, sino expoliador de la natura; una contrarrevolución cultural y mediática que manipula la opinión; una verdadera guerra social contra el trabajo digno y los derechos humanos que enseñorea la violencia contra las mujeres; una verdadera descomposición del tejido social. Todo maquillado por la propaganda y la publicidad oficial y privada (Sánchez, 2020d).

Con actuaciones excepcionales, las agencias de control (Fiscalía, Contraloría y Procuraduría) han sido impotentes, cómplices o actores directos de las costumbres de la corrupción, con sus mañas dilatorias, encubridoras y de puro espectáculo. Todas las ramas del poder público practican la corrupción en buena medida: el presidencialismo lo hace con su danza de contratos; el Congreso, con sus redes de soborno; la justicia de encaje, con las malas prácticas, aunque esta puede enfrentar a miembros de la clase política, como lo hizo la Sala de Instrucción de la Corte Suprema de Justicia al dictar medida de aseguramiento contra Álvaro Uribe Vélez (Sánchez, 2020e).

La cuarentena como cárcel

La ilegitimidad del Estado, camuflada bajo el ropaje de la legalidad, no es consecuencia de estos momentos de pandemia. Su debacle es de vieja data y la ha generado con creces la institucionalidad misma, por acción y omisión. De esto dan cuenta las jornadas del fin del año 2019 —desde la huelga de masas del 21 de noviembre hasta los conciertos de cierre de año por la paz—, en las que lo social, lo laboral, lo ambiental, las ciudadanías, con especial protagonismo de las mujeres, marcaron el sello de la resistencia ante el Estado y sus aparatos represivos, como los Escuadrones Móviles Antidisturbios (ESMAD) de la Policía Nacional.

Pese a que el año 2019 se caracterizó por actos mundiales de resistencia al neoliberalismo, y Colombia fue un epicentro importante de la movilización, la pandemia y el estado de excepción sometieron a la protesta a cuarentena. Pero ahora mismo hay fermentos de rebelión ante el hambre, el hacinamiento y el miedo. Los trabajadores de la salud están en primera fila, ya que han sido enviados a su labor “a la buena de Dios”, pero el diablo cobra sus vidas.

A contracara, el fallo proferido por la Sala Laboral de la Corte Suprema de Justicia el veinticuatro de junio del año en curso pone coto a la discriminación que asola al sector salud, al reivindicar el lugar de la huelga como praxis de acción política que tiene como subtexto la dignidad y, en efecto, los derechos humanos tanto civiles como sociales. Clara Cecilia Dueñas, magistrada ponente, desvirtuó el argumento según el cual la huelga llevada a cabo por las trabajadoras y los trabajadores del Hospital San José de Maicao (La Guajira) era ilegal.

Entre otros argumentos, tres cobran especial relevancia: (1). A los trabajadores del Hospital San José de Maicao les adeudaban el pago de ocho meses de salario. Por esta razón, convocaron una huelga para los días siete y ocho de marzo del año 2018. (2). Aunque dicha huelga se llevó a cabo, “solo está demostrado […] que se suspendió el servicio de consulta externa, pero no existen elementos de convicción que evidencien que ello puso en vilo la salud de los pacientes” (Corte Suprema de Justicia [CSJ], SL1680-81296/2020, pp. 21, 22).[1] (3). El Código Sustantivo del Trabajo establece unos requisitos que se deben cumplir para legalizar una huelga contractual. Si dichas formalidades no son agotadas, las huelgas son declaradas ilegales. Sin embargo, esta huelga se adecua a la modalidad de “huelga imputable al empleador”. Por tal motivo, el derrotero procedimental fijado en los artículos 444 (votación mayoritaria) y 445 (ejecución de la huelga no antes de 2 días ni después de 10 días hábiles) no es extensible a la misma.

 De esta manera, se supera la lectura clasista/dominante según la cual el procedimiento estipulado para las huelgas orientadas a la suscripción de un convenio colectivo se hace extensivo a todas las modalidades de huelga (imputable al empleador, solidaridad o política).

2. Estado inconstitucional

Es tiempo de tomar a la bestia por los cuernos llamando las cosas por su nombre: aquí no solo hay múltiples estados de cosas inconstitucionales, sino un Estado inconstitucional con todas las letras. La pandemia no puede servir para ocultar esta crueldad. Distingamos: el estado de cosas inconstitucional surge debido a que la Constitución reconoce un amplio abanico de derechos que no gozan de aplicación efectiva. El refrán “del dicho al hecho…” cobra especial vigencia en este sentido. El distintivo del estado de cosas inconstitucional es que la vulneración sistemática de los derechos involucra a un conjunto significativo de autoridades públicas que tienen la obligación de salvaguardarlos y, a pesar de ello, los conculcan de forma superlativa.

El origen de la figura tuvo lugar en Estados Unidos a finales de la década de los 50. Una importante discusión estaba en el trasfondo: ¿el Poder Judicial debe intervenir en los asuntos que son propios de las otras ramas del poder? Distintos planteamientos se suscitaron al respecto. Los dos más emblemáticos fueron enarbolados por los partidarios de la “political question doctrine” y los defensores de los “structural remedies”. Mientras los segundos respondieron afirmativamente la pregunta, los primeros, al unísono de una lectura ortodoxa y anquilosada del principio de separación de poderes, hicieron todo lo contrario (Corte Constitucional, T-1030/2003).

En Colombia, la Corte Constitucional se ha visto abocada a pronunciarse con respecto a funciones que son propias del Ejecutivo y el Legislativo, con el propósito de enfrentar praxis de naturaleza estructural que menoscaban los derechos fundamentales de modo global. Para evitar que personas en las mismas condiciones incoen masivamente acciones de tutela, a tal punto que el congestionamiento de la administración de justicia se haga mucho más gravoso, la Corte ha optado por dictar órdenes no solo a la autoridad demandada en el caso concreto, que no es más que la punta del iceberg, sino a las instituciones oficiales competentes que, por acción u omisión, son responsables de la anulación transversal de los derechos. Por tal razón, aunque la tipología  empleada en las sentencias declarativas de los estados de cosas inconstitucionales generalmente es de tutela, los efectos no son únicamente interpartes.

La primera vez que la Corte Constitucional declaró este estado de cosas fue en la sentencia SU-559 de 1997, como consecuencia de la no afiliación de docentes cotizantes al Fondo Nacional de Prestaciones Sociales del Magisterio. A la postre, hizo lo propio en la sentencia T-153 de 1998, debido a la situación de hacinamiento en las cárceles. Entre otras declaratorias, igualmente se destacan las realizadas a través de las sentencias T-590 de 1998 (falta de protección a los defensores de derechos humanos), T-025 de 2004 (situación de la población desplazada) y T-302 de 2017 (vulneración de los derechos fundamentales a la alimentación, a la salud, al agua potable y a la participación de los niños y niñas del pueblo Wayúu). Así mismo, sin previa declaración de un estado de cosas inconstitucional, esta Corte en algunos casos ha dictado múltiples órdenes estructurales con miras a mitigar reiteradas negaciones de derechos fundamentales. Un ejemplo emblemático a este respecto es la sentencia T-760 de 2008 (derecho a la salud).

Pese a la importancia que revisten estos fallos para la reinvención de un país en clave social y democrática, todo indica que en Colombia estas órdenes encaminadas a superar negaciones sistemáticas de derechos humanos no funcionan. No basta con cambiar las puertas, reemplazar las tuberías ni pintar la fachada, si es la casa la que está corroída en sus bases, podrida en sus cimientos. Eso es lo que pasa en nuestra casa: no solo existen distintos estados de cosas inconstitucionales, sino un verdadero Estado inconstitucional. Para verlo, es menester renunciar a una mirada insular y lejana para optar por una lectura integral y coherente,que integre un drama con otro, de modo que conforme una red global.

Las falencias estructurales enunciadas no son sino un capítulo del libro oscuro de nuestra historia. Todo el Poder Público con el paso de los años ha configurado oleadas de marginación de los derechos: la Rama Legislativa, desde sus ciernes, ha defendido el statu quo bajo una retórica almibarada de carácter inclusivo que al desenmascararse devela su verdadero rostro, aquel direccionado a la satisfacción de unos únicos intereses: los de la burguesía. El Ejecutivo ha hecho lo propio cuando ha mutado un sistema presidencial en hiperpresidencialista y lo ha connotado de bonapartismo bajo el espejismo de la democracia y la paz. De hecho, la democracia electoral, que debe ser competitiva en la realidad, en Colombia no lo es por la presencia del gran dinero, el legal y el mafioso, en las campañas políticas. La mancha inmunda de la corrupción cubre los resultados presidenciales en la actualidad.

A su vez, la Rama Judicial encarna fenómenos de impunidad y corrupción superlativos, que de contera niegan el óptimo acceso a la administración de justicia. En esta, empero, no se ha declarado un estado de cosas inconstitucional, y es entendible: el origen de la figura es superar fallas estructurales generadas por las otras ramas del poder. Si la Corte Constitucional hiciera esta declaratoria en la administración de justicia sería como encarnar a uróboro, la serpiente que se muerde la cola. Además, si cuando se habla de “justicia” todos nos sentimos interpelados, es porque estamos ante un término mundo-vital sin el cual sería incomprensible aceptar la ficción de vivir en un mismo Estado y convivir. De declararse la administración de justicia como inconstitucional, los imaginarios que dieron paso a la construcción de los referentes que la representan se desdibujarían, y la anomía se reconocería como dominante en la sociedad.

La Corte Constitucional, de hecho, tampoco ha sido ajena a estas coyunturas. Las lógicas mafiosas la han colonizado y permeado ocasionalmente con más o menos intensidad.Basta ver el caso del exmagistrado Jorge Ignacio Pretelt. Así mismo, es reprochable que la Corte usualmente declare el estado de cosas inconstitucional, pero no consolide una concepción bidimensional de justicia social que al tiempo que propenda por el reconocimiento busque, con el mismo ahínco, la redistribución. Máxime, porque sin un previo y potencial equilibrio de las condiciones fácticas y económicas se bloquea el pleno ejercicio de los derechos de libertad.

 Por su parte, el Ejército y la Policía, en vez de ser salvaguardas de la vida, representan una de sus mayores amenazas. Un caso reciente de violencia estatal es la masacre que se dio en la gran Bogotá entre los días 7 y 11 de septiembre por parte de la Policía Nacional y el cuerpo represivo ESMAD,debidamente documentada por algunos medios de comunicación, redes sociales y víctimas. Esta nueva masacre tuvo lugar en medio de un motín que se suscitó en cerca de setenta Comandos de Acción Inmediata de la Policía. El alzamiento colectivo se realizó como legítima respuesta a la ejecución extrajudicial de Javier Ordóñez. Las protestas se replicaron en varias ciudades del país. La resistencia retoma la iniciativa de las calles.

Javier Ordóñez, Dylan Cruz, Anderson Arboleda, Nicolás Neira, Diego Felipe Becerra, Óscar Salas, Harold David Morales, Julieth Ramírez Mesa, Jaider Alexander Fonseca, Germán Smith Fuentes, Cristian Hernández Yara, Cristian Meneses, Marcela Zúñiga, Julián Mauricio González, Andrés Felipe Rodríguez, Angie Paola Baquero, Fredy Alexander Mahecha, Lorwuan Estiben Mendoza… son solo algunas víctimas recientes de la criminalidad policial colombiana. En la misma línea de atrocidades, se dio la quema de nueve jóvenes en una estación de policía de Soacha, el 4 de septiembre (“Concejal dice”, 2020).

Otro caso reciente es la masacre perpetrada contra los reclusos de la cárcel La Modelo, de Bogotá. Lo que empezó con un cacerolazo como protesta por el abandono extremo de los internos, terminó en un genocidio. Veintitrés personas en estado de indefensión fueron asesinadas durante el motín, que tenía como exigencia la aplicación de medidas dignificantes para enfrentar la COVID-19 (Canizales, 2020).

El Estado inconstitucional, en este orden de ideas, muestra la debacle de la estructura básica de la sociedad, en los términos de John Rawls (1995), esto es, la crisis de las principales instituciones económicas, políticas, jurídicas, que en vez de virtuosas son viciosas. El hecho de que la crisis no sea insular o aislada (propia de algunas instituciones), sino global-estatal, reafirma la transición del estado de cosas inconstitucional al Estado inconstitucional.

Una segunda característica es la forma de oxímoron que asume la negación estatal de los derechos. Las instituciones tienen unos deberes fijados por mandato constitucional. Aun así, los incumplen.

Al hacerlo, vulneran los derechos que deberían salvaguardar. Es el caso del fiscal anticorrupción que es corrupto, del director de la cárcel que es cómplice del delito de fuga de presos, del legislador que dicta leyes contramayoritarias, del juez que es promotor de impunidad, del Ejecutivo que está al servicio de potentados, de la fuerza pública que violenta la vida, del servidor público que no sirve al público…

El Estado, no obstante, tal como el laberíntico castillo kafkiano (1981), se presenta con el ropaje de la burocracia y la ley. Dicha armazón, que lo remoza de pies a cabeza, hace que sea difícil, y muchas veces imposible, detectar las subrepticias negaciones sistemáticas de los derechos por parte de las mismas instituciones que, como se ha dicho, deberían ampararlos.

Lo más dramático es que pese a la experiencia del nazifascismo (Arendt, 2006), que incluye la desgracia de Auschwitz, se sigue reeditando el positivismo ideológico (Bobbio, 2004) y, con él, el sofisma de que la legalidad coincide con la justicia. Hasta no superar este atavismo —estrechamente enlazado al espejismo de que el único derecho válido es el que emana del Estado (monismo) y se halla por escrito (positivado)—, el derecho seguirá fungiendo como un aparato ideológico defensor de la arbitrariedad estatal; no en vano, para el pensamiento jurídico positivista, los jueces no tienen mayor horizonte que la defensa irrestricta de la ley, que no conoce limitación alguna (Radbruch, 2006). El Estado, a su vez, mientras siga cimentándose en criterios de legalidad formal, y no en criterios sustantivos de justicia, consenso y democracia, adolecerá de una verdadera base de legitimidad política. En La ciudad de Dios (2014), San Agustín escribió que sin justicia los gobiernos no son sino grandes bandas de ladrones. Pues bien, en Colombia los gobiernos sufren de verdadera aspiración de justicia…

3. Impunidad y estereotipos

Para ilustrar la tesis de que en Colombia las “pandemias sociales” no son solo consecuencia de estos tiempos de cuarentena, sino también propias de un Estado inconstitucional, se analiza el fenómeno de impunidad ante delitos sexuales, del cual sus principales víctimas son las mujeres y las niñas. Se parte de hechos concretos que bien pueden extenderse a la generalidad. La clave de  lectura es la siguiente: así como la impunidad, todas las demás pandemias sociales (desigualdad, racismo, xenofobia, corrupción, asesinato de líderes sociales…) se han agudizado; sin embargo, antes de la COVID-19, el Estado inconstitucional ya era su principal promotor.

Para el 2019, por ejemplo, de las 33.891 denuncias instauradas por delitos sexuales entre el 1° de enero y el 27 de noviembre, solo hubo esclarecimiento del 11,88 % de los casos (Fiscalía General de la Nación, 2019a).

 Esta gráfica es reveladora.

 

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Figura 2. Seccionales con menor tasa de esclarecimiento de delitos sexuales en 2019.
Fuente: Fiscalía General de la Nación, 2019a, p. 29).

 

La violencia estructural-institucional se hace más escandalosa en las etapas posteriores a la investigación. En la fase de juzgamiento, los índices de impunidad denotan que la administración de justicia está en cuidados intensivos: menos del 1 % de casos de violencia sexual han terminado en condena (Cabrera, citada por Jules, 2019).

 Esto no quiere decir que en tiempos venideros necesariamente no se vayan a llevar a cabo distintas actuaciones judiciales con respecto a dichas denuncias. Empero, si a estas se suman las de años anteriores, y a ese total, las más recientes, la deficiente tasa de esclarecimiento revela con crudeza  su atmosfera kafkiana. Pues, las falencias en la administración de justicia persisten, de modo que perpetúan la constante: a mayores denuncias, menores actuaciones judiciales.

La impunidad se hace más rampante en el contexto del conflicto armado, sobre todo, cuando el implicado es un miembro de la fuerza pública (Chaparro, 2016). Las cifras tampoco son alentadoras cuando de violencia sexual de niñas y niños se trata. Colombia registra una impunidad cercana al 98 % (Santofimio, 2018).

El fenómeno de la impunidad es multicausal. Hay, sin embargo, una constante en los aparatos de justicia: un umbral estereotípico en la interpretación del elemento normativo “violencia”. La lectura androcéntrica de los hechos, cuando no refuerza las posibilidades de archivar la investigación, solicitar la preclusión o absolver al procesado (en este último caso, fruto de la imputación de un delito sexual violento sin posterior demostración de la tesis de “oposición de fuerzas”), puede provocar una desacertada adecuación de la conducta en la descripción de la norma penal. El estudio prejuiciado de la tipicidad es otra cara de la impunidad; no en vano, en sentido lato, esta debe ser entendida no solo como la ausencia de investigación, juzgamiento y/o condena, sino como la investigación, el juzgamiento y/o la condena injustificadamente favorables para el ofensor. A continuación, un breve abordaje de la tesis enunciada.

Interpretación estereotípica del elemento normativo “violencia” en los delitos sexuales.
Primera tesis: absolución fruto de la imputación de un delito sexual violento sin posterior demostración de “oposición de fuerzas”

El legislador colombiano tipificó varias conductas como delito sexual en los capítulos I (de la violación), II (de los actos sexuales abusivos), III (disposiciones comunes a los capítulos anteriores) y IV (de la explotación sexual) del título IV (delitos contra la libertad, integridad y formación sexuales) de la Ley 599 del 2000 (Código Penal).

Como es natural, la adecuación de las conductas en las descripciones de las normas penales muchas veces genera confusión y posiciones diametralmente opuestas. Es decir, no en pocas ocasiones unos mismos hechos se traducen jurídicamente de formas distintas por los intérpretes internos del  sistema. La Corte Suprema de Justicia, y especialmente la Sala Penal, cuando conoce de casaciones, acciones de revisión y recursos de apelación, ha hecho importantes contribuciones, pero también reprochables defensas sobre el estudio de la tipicidad de algunas conductas. En particular, se hace referencia a los delitos descritos en los capítulos I y II del Título IV y, más específicamente, a la interpretación del elemento normativo “violencia”.

 Durante mucho tiempo en Colombia se ha considerado que la violencia implica una oposición de fuerzas y el doblegamiento de una hacia otra: la del ofensor sobre la de la víctima (Buenahora, Benjumea, Poveda, Caicedo y Barraza, 2010). El subtexto de esta concepción es un umbral estereotípico, según el cual la víctima debe hacer algo por impedir el hecho, esto es, resistirse, dado que, de no hacerlo, el criterio normativo de la violencia se diluye al tiempo que se concluye que no hubo doblegamiento de la voluntad. De este modo, la tesis desconoce aspectos básicos de la psique humana, por ejemplo, el atinente a que en muchos casos la violencia física o moral provoca en la víctima estados de pánico y obnubilación que la compelen a abandonar su voluntad ante la voluntad del otro y, en efecto, a no ejercer actos materiales de defensa.

La tesis, además de discriminatoria, en general, y misógina, en particular, tiene la potencia de incidir en la decisión judicial de forma superlativa, en razón de que le traslada a la víctima la responsabilidad de haber actuado de otra manera si en “realidad” hubiese desaprobado la agresión. Al no haber tal o cual forma de comportamiento, sale a flote la duda respecto a la ausencia de su voluntad, y la duda, como es bien sabido, se resuelve a favor del procesado. Sería el caso de un fiscal que imputa, por ejemplo, el delito de acceso carnal violento, mas el juez, al no corroborar la tesis de oposición de fuerzas, profiere una sentencia absolutoria, como consecuencia de la duda en torno al doblegamiento de la voluntad y la resistencia material de la víctima.

En el mundo del litigio colombiano, jueces, abogados, defensores y fiscales… no han dejado de perpetuar el paradigma de la violencia como resistencia. Uno de los casos más famosos, si no el más, tuvo como protagonista a Jorge Eliécer Gaitán, quien para ilustrar el sofisma de que es imposible violar a una mujer si ella no está quieta, intentó que un hilo accediera el ojo de una aguja que él movía de un lado al otro (Ruiz, 2016). Naturalmente, los intentos fueron fallidos. Este acto histriónico tenía como trasfondo el argumento de que el estarse quieto, es decir, el no resistirse, supone consentimiento. Finalmente, el prohijado de Gaitán, un teniente del Ejército fue absuelto.

Un caso más reciente. En decisión del 17 de julio de 2013,el Tribunal Superior de Pasto, en una cuestionable sentencia, revocó el fallo proferido el 30 de agosto del año 2012 por el Juzgado Quinto Penal del Circuito de la misma sede, que había condenado a CTER como autor responsable del delito de acceso carnal violento agravado.

En este caso, el Tribunal construyó una tarifa de comportamiento, contraria al sistema de la sana crítica, al desconocer elementos indispensables de la lógica, la ciencia y la experiencia: (1) el que una persona puede entrar en estado de pánico y obnubilación, al punto de abandonar su voluntad frente a la voluntad del otro, fruto de actos físicos que traen aparejadas presiones psicológicas (como los que sufrió la víctima del caso, una joven de 15 años, que fue sujetada con fuerza, lanzada en una cama y constreñida a guardar silencio), y que dicho abandono de la voluntad, no obstante, (2) no puede traducirse a la luz de la idea de que la quietud implica consentimiento.

El canon según el cual hay consentimiento porque hay falta de resistencia es contrario a las Reglas de Procedimiento y Prueba de la Corte Penal Internacional. Según el literal “c” de la Regla 70 (Principios de la prueba en casos de violencia sexual), “el consentimiento no podrá inferirse del silencio o de la falta de resistencia de la víctima a la supuesta violencia sexual”.

Para superar la tesis según la cual la falta de reacción denota permisión, la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso González y otras (Campo Algodonero) vs. México (2009) consideró las evidencias y el contexto de violencia sexual en conjunto. De este modo, concluyó que los actos del procesado tuvieron “la magnitud necesaria para doblegar la voluntad de la víctima” (p. 27). Finalmente, la Corte casó el fallo y reafirmó la sentencia condenatoria de primer grado.

Segunda tesis: desacertada adecuación de la conducta en la descripción de la norma penal

Existe, así mismo, la posibilidad de que la Fiscalía impute prejuiciadamente un delito que carece del elemento “violencia”, a pesar de que el ofensor la haya ejercido sobre la víctima. El caso de la niña emberá chamí es un ejemplo de este supuesto. La Fiscalía imputó el delito de acceso carnal abusivo, y no el tipo penal de acceso carnal violento. Ahora bien, independiente de que en ninguno de los delitos se puede inferir que existe consentimiento, la diferencia entre un tipo penal y el otro es abismal.

En el acceso carnal abusivo se niega que haya algún empleo de violencia, ya sea física o sicológica. Los supuestos fácticos de este delito usualmente implican el siguiente contexto: una persona consciente de su actuar se aprovecha sin violencia de la inexperiencia de una niña o niño menor de catorce años para mantener relaciones sexuales con ella o él. En el caso de la niña emberá ocurrió todo lo contrario; hubo violencia física y sicológica, y aun así la Fiscalía se empeñó en imputar el delito de acceso carnal abusivo, como si la niña, aunque no podía dar consentimiento, hubiese sido persuadida para tener sexo con siete soldados desconocidos y armados.

De este modo se ejemplifica el segundo supuesto de la tesis enunciada respecto a la interpretación estereotípica del elemento normativo “violencia”: imputación prejuiciada de un delito que carece del elemento “violencia”, a pesar de que el ofensor (sujeto activo plural en este caso) la ejerció sobre la víctima.

Aparte de la violencia directa, capitaneada por el brazo armado del Estado, y la violencia estructural, representada en la desacertada adecuación típica de la conducta que hizo la Fiscalía delegada para el caso, algunos funcionarios ejercieron violencia cultural. El siguiente trino da cuenta de ello:

Mucho cuidado con esto @mindefensa que no sea un falso positivo como ha sucedido antes. https://t.co/BG9HKN49bh

— María Fernanda Cabal (@MariaFdaCabal) June 24, 2020

También Francisco Barbosa, fiscal general, reafirmó la violencia cultural al aplaudir que en menos de 72 horas se realizara la imputación de cargos y soslayar el hecho de que a los victimarios no se les hubiese enrostrado el delito de acceso carnal violento. Según él, se trata de “un matiz que no tiene relevancia desde el punto de vista del castigo, que va a ser de 16 a 30 años por parte de esos soldados”. Así, desconoce que en el momento de la dosificación de la pena sí habría diferencias importantes, dado que no es lo mismo ser condenado por un delito mediado por violencia que por uno que carece de ella.

A modo de síntesis: si acercamos el zoom, es claro que Cabal intentó defender lo indefendible: poner bajo sospecha la violencia directa realizada por los soldados; Barbosa, por su parte, intentó hacer lo propio con la violencia estructural, concretamente, en lo que atañe a la adecuación jurídica de la conducta. Si alejamos el zoom, a su vez, y vemos todo el panorama, es claro que, de una u otra manera, el Ejército, la Rama Judicial y el Legislativo se triangularon las violencias. Un grotesco paradigma de criollismo racista-colonial-clasista está detrás de todo esto. Un desastre total.

También llama la atención cómo el gobierno colombiano intenta desviar la mirada insistiendo tercamente en la aplicación de la cadena perpetua para abusadores de niñas y niños. Sin embargo, como es bien sabido, dicha medida no solo es inconstitucional (entre muchas otras razones, porque le arrebata al condenado la noción de persona, puesto que lo anula a través de una lógica penal de amigo-enemigo),sino falaz: aumentar las penas no reduce la comisión de delitos; por el contrario, solo demuestra que el Estado está sumido en una profunda crisis. Cesare Beccaria dice:

No es la crueldad de las penas uno de los más grandes frenos de los delitos, sino la infalibilidad de ellas, y por consiguiente la vigilancia de los magistrados, y aquella severidad inexorable del juez, que, para ser virtud útil, debe estar acompañada de una legislación suave. La certidumbre del castigo, aunque moderado, hará siempre mayor impresión que el temor de otro más terrible, unido con la esperanza de la impunidad. (2000, p. 148).

 Los actos desesperados del poder constituido son torpes y denigrantes, pues, desde todo punto de vista, es reprochable que el Estado promueva vías como la cadena perpetua para supuestamente mitigar la violencia directa, pero no haga ni diga nada significativo sobre la que nace de sus entrañas: la violencia cifrada en impunidad.

El enfoque de género

La exigencia de “reprocharle a la víctima un comportamiento diferente al ejecutado frente a la agresión se reconoce por la misma jurisprudencia como postura fundante de […] línea desde la sentencia 25743 de 2006” (Buenahora, et al., 2010, p. 105). Es decir, la tesis aludida es una creación jurisprudencial.

En este caso, conocido como el de la “bicicleta”, la Corte concluyó que la conducta que se configuró no se adecua al tipo penal de acto sexual violento, sino al de injuria por vía de hecho. El sofisma para llegar a esta consideración fue que, al tratarse de un acto sorpresivo, no hubo violencia, y que la mayor muestra de ello es que la víctima no alcanzó a oponer resistencia material. Como resultado, adujo que los tocamientos que sufrió la mujer constituyeron un delito contra el bien jurídico de la integridad moral, y no contra la libertad, integridad y formación sexuales. Un verdadero exabrupto, pues exigir que haya un tiempo de permanencia del acto, en aras de que el sujeto pasivo oponga resistencia a una manifestación que termine por doblegar su voluntad supone, al menos, dos atavismos: que la fugacidad no puede ser concomitante con la violencia y que la perplejidad supone permisión (Corte Suprema de Justicia, 2006).

No todas las sentencias siguen esta misma línea. Uno de los más recientes fallos que ha confrontado el deber de resistirse es el proferido por la Corte Suprema de Justicia el 1° de julio de 2020 (Proceso 52897). Esta sentencia le da un lugar protagónico al enfoque de género, esto es, a la conquista mundo-vital que tiene la potencia de desmontar los umbrales estereotípicos que asfixian a la  administración de justicia y, en efecto, de confrontar con rigor la violencia estructural institucional cifrada en el fenómeno de impunidad.

La Corte observa, en la sentencia en comento, que el desconocimiento del enfoque de género en la valoración de la prueba configura un error de hecho por falso raciocinio (demandable en casación). Manifiesta que el enfoque de género es un “mandato constitucional y supraconstitucional que vincula a todos los órganos e instituciones del poder público” (p. 12), en aras de que estos, en el ejercicio de sus competencias y funciones, “obren en modos que les permitan identificar, cuestionar y superar la discriminación social, económica, familiar e institucional a la que históricamente han estado sometidas las mujeres” (p. 12).

Sobre el fundamento constitucional de la perspectiva de género, bien hace la Corte en aludir su esencia afirmativa. En esta línea, la Corporación se refiere a los artículos 13 y 43 de la Constitución Política. También cita la Ley 1257 de 2008 e instrumentos como la Convención sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación contra la Mujer, de 1979, y la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer, de 1994.

En lo que respecta al ámbito de la ponderación y razonamiento probatorios, esta perspectiva “se traduce en la obligación de examinar los elementos de juicio —y particularmente el testimonio de la víctima—” (p. 12) “eliminando estereotipos que tratan de universalizar como criterios de racionalidad simples [prejuicios] machistas” (Ramírez, 2020, p. 220).

Larrauri (2008) señala algunos atavismos que suelen perpetuar los agentes del sistema de justicia: las categorías mujer honesta (“para ser merecedora de la tutela judicial, la mujer debe contar con ciertos atributos”), mujer instrumental (“las mujeres realizan falsas denuncias en aras de obtener algún fin”), mujer corresponsable (“la mujer tiene parte de la culpa en las lesiones recibidas”) y mujer fabuladora (“la mujer denuncia luego de haber deformado los hechos”).

La última categoría es la de mujer mendaz, según la cual “cuando las mujeres dicen no, realmente quieren decir ”. Esta tara tiene especial relación con la perpetuación del deber de resistirse, dado que parte de la premisa de que “las mujeres no saben lo que quieren”, por lo que cae un manto de duda sobre su consentimiento. Para convencer al agente de justicia, debe haber elementos externos que reafirmen su versión, por ejemplo, evidencias de que ella ejerció resistencia.

Es imperioso asumir, de una vez por todas, la tesis de que el criterio determinante para colegir la existencia de un delito sexual como el acceso carnal violento es la ausencia de consentimiento, independiente a si la víctima opuso o no resistencia. Con la exigencia del deber de resistirse asistimos a “un proceso intelectivo contrario al enfoque de género, que se sustenta en la pretensión de imponer a las mujeres sexualmente agredidas un determinado comportamiento o reacción como presupuesto para otorgar credibilidad a sus acusaciones” (Corte Suprema de Justicia, 2006, p. 34), lo cual constituye un falso raciocinio y allana el camino para perpetuar la impunidad ante delitos sexuales. Pandemia social de hondas raíces históricas.

Conclusiones

La pandemia del coronavirus no es la única razón de nuestras desgracias; es la punta del iceberg de un sistemático entramado de praxis discriminatorias: el Estado inconstitucional, que desde vieja data ha gestado una oleada de pandemias sociales. La impunidad ante delitos sexuales es una de ellas.

La crisis de las instituciones es el nervio del Estado inconstitucional. El que la debacle no sea insular ni pasajera, sino permanente y global, reafirma la transición del estado de cosas inconstitucional al Estado inconstitucional. No asistimos a un mero apagón de las garantías básicas de la vida. Lo que está ante nosotros es un eclipse ininterrumpido, un gran ocaso que pone en suspenso el que nazcan nuevas lilas y sobrevivan las que ya existen.

No se tiene certeza sobre lo que depara el futuro. Esa ha sido una constante. Pero hoy ni siquiera hay mediana certidumbre sobre el tiempo inmediato. En cualquier momento, el Estado puede arrancarnos de la tierra o marchitarnos con su sequía interminable. Así lo está haciendo en Providencia y el Chocó.

 Las instituciones incumplen los derechos que deberían salvaguardar, de modo que el Estado inconstitucional no es más que un gran embrollo. Sin embargo, su ropaje de ley, junto con la presunción de corrección que esta trae aparejada, impide ver su verdadero rostro. Bajo el imperio de la legalidad, se filtran discursos y prácticas violatorios de derechos humanos. Por ello, la legalidad no puede ser bastión para mantener en pie a un Estado que cojea.

Los movimientos sociales y de derechos humanos son indispensables en este punto. En ellos radican los ejercicios de democracia local y emancipatoria. El constituyente, en cuanto titular del poder político, debe desempeñar un papel protagónico en el desmonte del Estado inconstitucional.

Por lo pronto vivimos en “una casa dividida”, y no porque una mitad sea libre y la otra esclava, o la una republicana y la otra demócrata. Lo que pasa en nuestra casa es que unos pocos inquilinos se apropiaron abusivamente de casi todos los espacios y los arruinaron. Por cierto, les gusta cuando llueve a granel, porque así aprovechan para construir la coartada: “la casa está en ruinas porque la tormenta hizo todos los estragos”, afirman. Hoy una de las tormentas se llama COVID-19.

Mientras tanto a la gran mayoría se la ha confinado en el sótano. Nuestra casa está dividida entre “los de arriba” y “los de abajo”. Estamos sin luz, pero de vez en cuando prendemos una vela y alrededor de ella imaginamos lo inevitable: el día en que hagamos del sótano una buhardilla. No se trata de poner la casa patas arriba; se trata de ponerla de nuevo en pie. De no superar el gran ocaso, llegará el momento en que los de arriba digan: “Ahí tienen su hijueputa casa pintada”. En ese caso, claro, no hablaríamos de la dignificante estrategia del caracol, sino de la arbitraria táctica del zorro.

He aquí la importancia de subvertir el ortodoxo positivismo jurídico con alternativas heterodoxas, como el derecho natural renovado que, en la línea de Ernst Bloch (1980), busca ligar el derecho con la voluntad de suprimir “todas las relaciones en las cuales el [ser humano] es un ser envilecido, humillado, abandonado, despreciado” (Marx, 1968, p. 7). Para Bloch (1980), esto es posible por medio de la feliz síntesis entre dos tradiciones distantes en el tiempo, pero complementarias en sus propósitos: el derecho natural y las utopías sociales. La búsqueda por una emancipación desde abajo es el gran punto de encuentro.

Es, pues, tiempo de dar respuesta a las pandemias sociales con antídotos democráticos.

 

 

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