Ernesto Volkening y la ciudad

23 Marzo, 2021
  • (Para la Revista Encuentros de Bucaramanga)


Por GERARDO ARDILA

15 de febrero de 2021.

Don Ernesto Volkening fue un gran escritor que, como los de su especie, que son pocos, todo lo hacen con tanto amor y entrega que cada palabra salida de su pluma es una lección vital. Escribió ensayos memorables sobre muchos autores, conocía bien a Jung, a Hermann Hesse, Kafka, Ernst Jünger, Hölderlin, Marcel Proust, Heine, Carpentier, así como escribió sobre García Márquez, Manuel Mejía Vallejo, Elisa Mujica, Jairo Mercado Romero, Oscar Collazos, y recuperó del olvido a Osorio Lizarazo, entre tantos otros. Su visión del mundo y una manera de abordar sus lecturas y sus escritos lo hacen un ser confiable y amable en cada frase. Juan Gustavo Cobo Borda dice en 1975: “… aquello que más he admirado en Volkening es que siempre dice lo que piensa. De ahí que la convicción que respalda sus juicios resulte básica: es la cultura, como visión del mundo…”.

Aquí solo me refiero a uno de los aspectos de su obra: lo que quiso decir sobre el urbanismo y la arquitectura, que consideró integradas en su propuesta de “ecología cultural”. Él sabía que la ecología es la capacidad de establecer relaciones y por eso subraya la necesidad de comprender el contexto para entender la importancia de las partes. Una calle, un rincón de un barrio, un grupo de casas, un barrio entero, constituyen contextos que no se pueden disgregar. El contexto es la historia y la historia es la cultura, la capacidad de una memoria que unifica, el referente para ver cómo avanza la vida. Todo presente tiene sus historias que lo definen y le dan sentido. Por eso escribe: “yo, en una ciudad de tal modo reducida a la dimensión del puro presente, me sentiría un poco fuera de lugar, como un viejo gato que, vuelto a la casa tras larga ausencia, no encuentra la estufa, ni su refugio detrás de la estufa, ni el calor que invitaba al ronroneo”. Estaría perdido y, tal vez, sin encontrar un camino de regreso.

Cuando viaja a Europa, en 1968, apenas baja del avión en Bruselas reflexiona: “he venido aquí … en busca del imaginario punto de enlace entre el presente y el pretérito de una ciudad cuya efigie se confunde con la visión de mis comienzos”. Busca ese punto de enlace en las calles, en las plazas, en los rincones de esa ciudad -el puerto de Amberes- que le permitió tener una noción de lo urbano, en donde su padre le confió los principios de la vida. Lo mismo ha hecho en Bogotá, en donde trata de encontrar ese punto de unión entre la ciudad vieja y la ciudad que se construye, entre el mundo que se acaba y el que apenas surge. Ve los peligros, llama la atención de todos, escribe explicaciones, busca sustento para su defensa de las calles que desaparecen, de los barrios que se difuminan, de los caserones que se derrumban con su inquilinato de fantasmas y duendes; trabaja incansable por develar los contextos: “Ningún fantasma que se respete accederá a hospedarse en una casa prefabricada, de aire acondicionado y con ventanas de seis metros de ancho; eso nunca; si no encuentra otro albergue más acorde con las exigencias de su naturaleza, prefiere pasar la noche tiritando de frío en una banca del parque”. Establece la defensa de los barrios viejos, de las casas que los forman y construye argumentos para convencer a “una generación de urbanistas jóvenes, resueltos, al parecer, a no dejar piedra sobre piedra en nuestras ciudades”.

El mundo se transforma muy rápido y América Latina se refunde en modelos europeos y norteamericanos que no logran construir la sociedad y la ciudad al ritmo que destruyen: “la arremetida de la civilización occidental en su fase tardía” representa, según Volkening, “un peligro mortal”. No es que él considere que la transmisión de ideas y culturas sea mala en sí misma, sino que estima que “… la ‘transmisión de bienes culturales de raíz ajena´ sólo dará fruto en la medida en que esos mismos bienes, conocimientos o enseñanzas sean sometidos a riguroso examen, con el propósito de adaptarlos a las condiciones históricas, sociales y espirituales prevalecientes en el medio que los reciba”. Entiende la necesidad de convertir y darle sentido local a la globalización y, así, cuestiona la copia que se hace en América de las grandes equivocaciones urbanas europeas, donde hermosas ciudades, ejemplo de arquitecturas diversas a través de tan larga historia, se han visto convertidas en “artículo para el consumo”. Como para vender la mercancía hay que “prepararla, aderezarla, ´embellecerla´ conforme a los caprichos del cliente … el resultado de esa variante peculiar de la remodelación a la que se ven sometidas las antiguas ciudades del mundo no puede ser otro que la desfiguración de su fisonomía milenaria, la alienación total…”. Deja clara su posición: no destrucción de la historia manifiesta en la arquitectura y la ciudad, no remodelación de cualquier forma que sea incapaz de retener el alma de la urbe, su respiración, su pálpito vital.

Ese punto de convergencia, de enlace, entre la ciudad identidad y la ciudad cambio, le permite encontrarse con Orlando Fals Borda. En un ensayo que publica en la Revista Eco, Orlando Fals propone la autonomía científica y cultural en Colombia, la conservación y el desarrollo de lo propio, “o sea, -dice don Ernesto- la defensa de los valores inherentes al patrimonio arquitectónico...”. Don Ernesto celebra la propuesta de Fals Borda, aunque establece una divergencia sobre la manera de definir “lo propio”, lo criollo: “a nuestro ver se trata de un fenómeno calificable de fusión de dos legados culturales, uno autóctono, de raíz ibérica el otro, en fin, de una síntesis de corrientes en un principio heterogéneas …”. En sus ensayos sobre la América Latina en el Mundo de Occidente y sobre los Problemas de la integración cultural en la América Latina, publicados a comienzos de los sesenta, propone que “lo propio” es el producto de una inmensa diversidad y complejidad en movimiento que produce algo nuevo, que respeta la historia y que acoge las respuestas a las nuevas necesidades.

Su llamado para valorar los “barrios viejos” más allá de convertirlos en productos para el consumo de los turistas (en “niños mimados” dice), responde a su convicción de que allí vive una ciudad, de que es la gente la que requiere mantener su vida en el espacio que le da sentido a la existencia. Explica que hay un tejido de relaciones que subyace a las formas físicas y que se destruye si su sostén espacial se transforma de golpe. Volkening rescata el valor de “las relaciones de vecindad” como forma de la organización social en las ciudades. Las describe como una unidad básica que “justifica hablar del carácter propio e inconfundible” de algunos barrios o calles. Así, explica que la expansión, esa “pronunciada tendencia centrífuga” como él la llama, produce “una sensación de desasosiego, casi de pavor, ante el paradójico espectáculo de una ciudad que cuanto más crece … más frenéticamente se abandona al impulso ´tanático´ descrito por Freud”. Ese impulso de muerte se manifiesta en el abandono de una ciudad funcional dejada atrás por los tomadores de decisiones -arquitectos, urbanistas, constructores, administradores- que ofrecen nuevos mundos casi siempre de oropel, pero que erradican el alma de la “gran ciudad”, sus dinámicas vitales como sociedad y así la vida urbana se fragmenta, se diluye como agua espesa entre los dedos.

En 1974, Volkening veía cómo se hacía difícil vivir en la ciudad grande, que creaba cada vez menos espacio y menos posibilidades para los seres humanos: “¡Rara dialéctica del desarrollo de una ciudad en que las viviendas y el mismo tren de vida se achican a medida que se va creciendo el organismo por lo alto y lo ancho, y sus tentáculos de pulpo insaciable … penetran cada vez más en la campiña!”. Bosques, agua, vida animal diversa, plantaciones de pancoger y vida campesina de América Latina se arrasan con la cuchilla implacable del avance urbanizador justificado con cualquier argumento. Volkening invita al retorno a la ciudad como contexto, como ecosistema en el que las partes y la historia se entrelazan en una cultura urbana en la que la vida -humana y no humana- prevalece sobre los edificios-monumento y sobre las cosas de las que podemos prescindir.