Baldomero García Márquez camina con parsimonia por los pasillos del cementerio. De ojos rasgados y alegres, ve algo que pocos ven, tiene conciencia sobre un tema al que muchos rehúyen: la muerte. Ese lugar, que recuerda cuán cerca estamos de la etapa final —seguida de dolor y luto—, para él representa plenitud, libertad, sosiego. El cementerio es su trabajo; es, paradójicamente, su vida.
El viento sopla pausado con las primeras horas del día. El sol aún es tenue, y el cielo, de un azul intenso. Baldomero revisa las bóvedas de uno y otro lado; sabe el lugar exacto donde están enterrados sus paisanos. Lo sabe porque desde hace 44 años es el guardián del cementerio de La Paz, Cesar, pueblo ubicado en el norte de Colombia.
—A este lo conozco, es amigo mío —lo dice como si el muerto estuviera vivo, señalando una de las tumbas.
Baldomero tiene 82 años y su salud es tan fuerte como deslumbrante: nunca se ha enfermado ni ha visitado un médico. Desde muy joven es maestro de obras; hace, principalmente, bóvedas y osarios. También ha sepultado muertos pero, tras la pandemia, ha dejado de hacerlo y hoy solo trabaja en obras que le encargan. Atiende el cementerio sin percibir ni un peso. Él tiene las llaves, él estableció el horario, es a él a quien deben pedirle permiso para enterrar a un muerto. Es trigueño, tiene lunares pardos, pliegues en el contorno de los ojos, la nariz ancha y la punta caída. Sus pasos son resueltos y sus ojos rezuman gozo. Gozo y compañía de saberse entre los muertos, entre los que están sus amigos, padres y algunos de sus hermanos.
Buscamos dónde sentarnos. Bajo la sombra de un añoso arbusto de maíz tostado, el aire ondea las hojas y el sol comienza a ascender hasta reverberar en el tablón de gres.
—Yo todo esto lo he hecho por amor, a mí no me han dado ni una gaseosa, porque para acá venimos todos, tarde o temprano.
—¿Usted no se aburre de estar todo el día aquí? —le pregunto.
—No, porque yo converso con ellos —dice, extendiendo un brazo y señalando las bóvedas—, les pido que me ayuden y me cuiden, que yo siempre estoy con ellos. Aquí se pasa más sabroso que en la calle. Me aburre estar sentado en la casa.
—Hay gente que no se atreve a entrar aquí…
—La gente les tiene miedo a los muertos, cree que salen. Si los muertos salieran, ¿cuántos no estuvieran bebiendo conmigo? Uno tiene que estar al pelo con ellos, porque ellos protegen mucho.
—¿Usted cree que hay muertos buenos y muertos malos?
—Para mí, todos son buenos. Yo siento que todos son felices en el cielo. Si fue malo, ya Dios los ha perdonado.
—¿No es una contradicción que en este lugar se sienta feliz?
—Yo a veces vengo a las tres de la mañana y me estoy aquí, sentado, donde estamos. A mí me gusta trabajar aquí y que no me hagan cosas malas. Cuando me hacen cualquier cosa mala, voy a la ley, porque yo no acepto que nadie me abra una bóveda si no me traen un permiso de Secretaría de Gobierno…
—¿Como en cuántos sepelios ha estado?
—Imagínese, ya perdí la cuenta. Más de mil. ¿Usted sabe la gente que he enterrado aquí? Cuando los paramilitares mataron mucha gente; a cada ratico eran tres, cuatro, cinco que se enterraban. Y tenía uno miedo.
Foto: Diana López Zuleta.
Aunque también perdió la cuenta de cuántas bóvedas ha hecho, cree que sobrepasan las cuatrocientas. Ni siquiera la pandemia, ni el ruego de sus hijos por que se retire, debido a la contaminación, lo han ahuyentado. Él mismo se proclama como administrador y fiscal del cementerio. Si bien la Alcaldía lo reconoce como tal, no recibe sueldo alguno.
Cursó estudios hasta quinto de primaria; desde los 15 años cultiva la albañilería. El ritmo de sus días se parece el uno al otro. Baldomero cuida el cementerio más que su propia casa. Lo barre como si fuera su patio, o si no, le paga de su bolsillo a alguien para que lo haga. A su edad, pone techos, pega ladrillos, echa pisos, no se queda quieto. Tiene un ayudante, Pablo Ramos, a quien le paga por días cuando “salen” trabajos. A Pablo los dolientes a veces le pagan por lavar bóvedas, sepultar muertos o regar las matas que algunos han sembrado.
A continuación, Baldomero se pone de pie. Viste bermuda, guaireñas, camisa a rayas, mochila y encasquetada una gorra para cubrirse del sol. Los pasos sinuosos, entre las bóvedas, nos conducen a uno de los osarios que está terminando. En el camino vemos azahares de la india y azucenas.
—Esto es para meter restos. De seis años en adelante se pueden meter tres, cinco y hasta ocho. Es que uno no es nada —concluye, mientras pule el osario con una llana. Se aleja, mira cómo está quedando y me convida a ver las bóvedas que ha hecho—: Esta la hice yo, esta también, esta —señala con el dedo.
Hay bóvedas cuyas estructuras son parecidas a las de una mansión imaginaria. Ángeles, cruces, santos, lápidas labradas en mármol. La gente hace ciudades en miniatura para sus muertos, trata de darles los lujos que no tuvieron. La gente ve belleza donde hubo dolor a través de las bóvedas.
Baldomero me explica que él solo construye la obra negra de las bóvedas; los acabados los hacen otros artesanos. Mientras caminamos, me muestra algunas en porcelanato, graniplast, otras en vaciado. Me enseña la de los exalcaldes y de personajes memorables en el pueblo. Hay unas que valen lo que costaría construir una casa de verdad. Las tumbas que pertenecen al municipio —dispuestas para los pobres de solemnidad— se hallan despojadas de belleza y de la pompa que tienen las de las familias prestantes. Cuando se muere alguien humilde, Baldomero les ayuda a tramitar una bóveda con la Alcaldía y lo sepulta sin cobrar un peso. “Esa es mi devoción con ellos”, aclara.
En el cementerio están sepultadas alrededor de quince víctimas de covid. En esta zona del país no existe la costumbre de cremar, y los muertos, generalmente, no se ponen bajo tierra. La velación y el sepelio son tan trascendentales como un acontecimiento.
Con la pandemia, los rituales de la muerte han cambiado. Son pocos los dolientes que presencian la sepultura. El sacerdote, vestido con una casulla, imparte la bendición desde el atrio, con el ataúd rodeado de gentes. El reciente entierro del cantante vallenato Jorge Oñate rompió con los ritos impuestos por el virus; miles de personas marcharon por las calles con música, banda papayera, una marejada de coronas fúnebres, globos.
***
Baldomero bromea diciendo que es primo hermano de Gabriel García Márquez. Aunque sus raíces no son cercanas, sus padres trabajaron en los años treinta en Ciénaga, Magdalena, durante la bonanza del banano, la de Macondo. Pero Baldomero tiene todos los méritos para haber sido un personaje de cualquiera de las novelas del nobel de literatura. Rememora entonces una anécdota de los años 90:
A la medianoche, un grupo de hombres irrumpió en el cementerio y, con una segueta, abrió una tumba para robarse un muerto con todo y cajón. Los ladrones sabían que la familia del cadáver era adinerada y comenzaron a extorsionarla pidiendo un rescate de 30 millones de pesos por los despojos mortales.
—“¿Y qué vamos a hacer con él si ya se murió? Quédenselo” —recuerda lo que la familia le dijo a los delincuentes en una de las llamadas.
—Claro, porque ahí queda solo el cuerpo. ¿Usted cree que el alma se va?
—Sí, eso se va, uno se desaparece, lo que quedan son los huesitos, y de diez años en adelante, los coges y se vuelven polvo, como comerte un pandero (pan) —se ríe—. No hay nada más doloroso que sacar a tu pariente y ver que no hay nada.
—¿Ha visto fantasmas?
—Fantasmas, no. Una vez, de esa bóveda que se ve de frente, donde está la flor, vi a un buen amigo mío. A él lo mató un carro, y yo lo vi, como a esta hora, sentado, riéndose, pero yo no paré bolas, no me acordé de que se había muerto. Más nunca lo he visto, he venido hasta a las 11 de la noche para ver qué quiere y nada.
—¿A usted no le dio miedo?
—No, yo nunca le he tenido miedo a esto. Le tengo miedo es a los vivos —suelta otra carcajada—. Al cementerio no hay que tenerle miedo porque aquí lo que hay es muertos y ellos no hacen nada. El que se murió, se murió —sentencia.
—Bueno, pero hay gente que sí le da miedo ver cadáveres…
—Aquí antes hacían necropsias y yo veía cómo desmigajaban a las personas, no les tenía miedo. Yo camino esto tranquilito. Lo que hay es que querer la vida, hay que pedirle perdón a Dios por las cosas malas que uno haga y siempre ayudar al que necesite.
—¿Para dónde cree que uno se va cuando se muere?
—Dicen que va para el cielo. A uno lo acompañan las almas del purgatorio, a mí me acompañan mucho y todo me sale bien; nunca tengo problemas con nadie, no me falta qué comer.
—¿A usted cómo le gustaría morir?
—No he pensado todavía en morir, cuando Dios me quiera llevar, lléveme con mucho gusto, compadre, y me voy.
Baldomero cuenta, con naturalidad, que también vio a Joaquín, otro de sus grandes amigos muertos. Ocurrió hace unos años cuando él estaba trabajando en una de las bóvedas y ya era más de mediodía. Entonces, se le apareció entre las tumbas: “Oye, Baldomero, ¿no vas a ir a almorzar?”, recuerda que le dijo. Él le contestó: “Sí voy, pero no te voy a dar”. Enseguida, cayó en cuenta de que su amigo ya no estaba en este mundo.
—Todos los días voy y lo saludo. Yo le digo: “Compadre, ya sabe, espéreme, que cualquier día de estos estoy allá con usted”.
Baldomero García Márquez cuenta: "Si los muertos salieran, ¿cuántos no estuvieran bebiendo conmigo?"
Es martes, o jueves, o viernes. Cualquier día de la semana en La Paz es muy parecido al anterior. El camposanto tiene un encanto que pocas veces he visto en otros cementerios o en otros lugares de este pueblo, como los parques o la plaza principal. Cuatro espigados árboles de cauchos se yerguen en el atrio —Baldomero se enorgullece de haberlos sembrado en 1980—, uno de corazón fino, otro de cañaguate, otro más de roble. También hay árboles de mango, mamón, níspero, y uno de limón. Los pobladores suelen pasar a bajar los frutos con un palo de madera. La vegetación refresca el aire, sombrea los escaños de madera y las bancas de cemento donde se sientan a conversar. El cementerio, de más de un siglo, es un lugar de tertulia.
En el follaje —macizo, espeso, tupido— se pueden ver y oír el canto de los azulejos, carpinteros, mirlas, canarios, papayeros. El pájaro que más gorjea es el cristofué. A veces, sobre todo en las tardes, se ven niños jugando en las jardineras. Se oyen pasar mototaxis o el pregón de un hombre con sombrero de paja que vende canecas de agua a domicilio. “El agua, el agua del Valle”, anuncia por las calles. En el pueblo, las casas permanecen cerradas al mediodía. Amodorradas por la calorina, decenas de personas se van para el atrio a refrescarse, incluso, algunas duermen en los escaños de madera. Los árboles son el atractivo que hace que el cementerio sea más concurrido que el parque de la iglesia.
Ubicado en la cabecera del pueblo, el estilo del cementerio es clásico. El frontis tiene una entrada tripartita que, sin lugar a dudas, alude a la tríada divina. Los nichos en donde inhuman a los muertos obedecen al diseño romano, de acuerdo con el arquitecto Jorge Lasso.
“Estos cementerios están dispuestos de muros, como un manto blanco que los rodea, debido a la disposición de identificar su perímetro para resguardar los muertos o seguramente para que las almas no escaparan. La bóveda siempre ha sido una referencia al cielo, a donde van almas buenas, también al útero, al renacimiento”, explica el arquitecto Lasso.
Baldomero contrasta con muchos hombres de su edad de la región, cuyos cuerpos están ajados, regordetes y con problemas avanzados de salud. Él es de una vitalidad admirable. Tiene carisma y humor, y habla con desparpajo. Todos los días se levanta a las cuatro de la mañana, se alista y se va para el cementerio, que queda a una cuadra de su casa. Después, visita el mercado del pueblo, toma café, compra el periódico, regresa a su casa a desayunar y vuelve al cementerio.
—¿Nunca le ha dado un dolor o algo?
—Nada. Si tengo un dolor, me tomo un Alkaseltzer, y si me duele una muela, me la saco —de hecho, le falta la mitad de la dentadura.
—Pero me imagino que tiene un seguro de salud.
—Yo tengo una EPS, me parece que se llamaba Emdisalud, pero la quitaron. No sé para cuál me pasaron porque como yo no iba —dice desternillado de la risa—; estarán decepcionados porque no han cogido un peso por el lado mío.
***
Baldomero no sale del pueblo, no viaja. No le interesa conocer otro lugar. Siente que el cementerio lo tiene todo.
—Ni yo misma sé por qué le ha cogido tanto amor al cementerio. Él se levanta y se va a dar vueltas, será a ver tumbas, ¿porque ahí qué más va a haber? —bromea Mireya López, la mujer de Baldomero, de 79 años, con quien tuvo ocho hijos. Viven en una casa austera. En el patio, cincuenta gallos de pelea —de uno de los yernos— no paran de cacarear. Cuando, por algún descuido, se sueltan dos gallos y entran en combate, su perro los separa. “El perro evita el pleito”, cuenta.
—Él ama estar en el cementerio —observa Soraima García, su hija menor—, él se debilita el día que no pueda llegar, o si pasa algo, roben, a él directamente le afecta. Para él eso es su vida.
—Yo a veces discuto con él: “Papá, ¿y usted se cree el dueño?” Pero ese señor da la vida por ese cementerio. Nosotros hemos querido que él se aleje, por el covid, y por la edad, pero ¡qué va!, no hemos podido. A veces yo creo que si a él le quitan eso, se puede hasta enfermar —advierte Baldomero García, otro de sus hijos—. Imagínate que él peleó con unos muchachos porque querían coger el cementerio de parranda a medianoche, de 'amanecedero', a exponerse a que un borracho de esos le hiciera algo —relata.
Los ladrones son motivo de angustia de Baldomero. Desde hace unos años, el pueblo se ha vuelto inseguro; los delincuentes saltan por la tapia y se esconden detrás de las bóvedas para sorprender a sus víctimas. Atracan a los visitantes y les quitan los teléfonos, roban las flores y se las ponen a otros muertos, roban lápidas. Él ha llegado a enfrentarse con varios de ellos y ha llamado a la policía, por eso tuvo que cambiar el horario del cementerio. Ahora solo abre los días de semana de tres a cinco de la tarde, y los fines de semana, todo el día.
—Se meten a fumar droga, a hacer el amor, los he encontrado haciendo necesidades fisiológicas, porque usted sabe que los drogadictos andan por ahí. A veces llego a las tres de la mañana y los saco. Pero ya me conocen y ahora cuando me ven, no llegan; dicen “allá viene el dueño del cementerio” y salen corriendo.
—Pero antes no se veía eso, ¿verdad?
—No, ¡cuándo! Aquí nadie entraba, esto se respetaba. Es que esto es para quererlo. Yo le tengo prohibido a las mujeres que entren solas. Aquí me han robado como a tres mujeres —se baja el tapabocas—. Yo los he encontrado haciendo el amor y les digo “dejen de estar haciendo esas pendejadas. Váyanse para el río” —de inmediato suelta una carcajada.
Mientras caminamos, en medio del sol abrasante, me muestra un arbusto que se ha secado.
—Ese era un palo lindo, de ramillete de flores blancas, pero me le echaron veneno. Quién sabe qué bandido sería. Yo le dije a los muertos, a todas las almas del purgatorio, que lo castigaran.
En la tarde, una mujer, rota de furia, llora frente a una de las bóvedas. Baldomero se le acerca para preguntarle qué le pasó. No parecía coterránea. La mujer dice que le han robado una bóveda, que ya no encuentra la lápida de su padre muerto hace 25 años. Baldomero ladea la cabeza y, dubitativo, se lleva la mano al mentón. “¿Cómo se llamaba?”, le pregunta. Ella menciona el nombre. “Ah, esa bóveda nunca ha estado ahí”, y entonces la conduce al lugar correcto.
—Fíjate lo que pasa. Entierran a su familiar y ni más vuelven a venir por aquí —me dice mientras se aleja.
El señor García Márquez finaliza una jornada laboral.
Baldomero pone el candado a la reja del cementerio y se va. El viento de los árboles, al caer la tarde, se escucha como las olas del mar. Una luz ambarina traspasa el corredor principal. Allí seguirán el calor, los árboles meciéndose, el silencio, el espíritu festivo de Baldomero.
—¿Los muertos se diferencian unos de otros? —le pregunto.
—Nadie es más que nadie, muertos somos iguales. Todos vamos para el mismo lugar, cambiamos es de padecer y de vivir. Aquí voy a morir, esto es mío.