El rastro del horror de los falsos positivos

07 Abril, 2021
  • La Justicia Especial para la Paz (JEP) corroboró que el horror y la inhumanidad de las ejecuciones extrajudiciales o “falsos positivos” es aún peor de lo que pudo llegar a imaginar.


Por JULIÁN F. MARTÍNEZ

La JEP reveló que 6.402 personas fueron asesinadas por el estado colombiano entre los años 2002 y 2008. Este genocidio fue cometido en el marco de una estrategia sin antecedentes a nivel mundial consistente en disfrazar a civiles muertos para presentarlos como guerrilleros caídos en combates contra el Ejército y así se quiso hacerle creer al país que las FARC estaban siendo derrotadas.

Esta práctica criminal y estatal de los “falsos positivos” marcó los dos períodos presidenciales y la política de “seguridad democrática” de Álvaro Uribe.

El escándalo por estos homicidios, en su mayor parte de jóvenes y aún niños inocentes, estalló el 28 de septiembre de 2008, cuando once madres de desaparecidos en enero de ese año en Soacha, Cundinamarca, denunciaron que sus hijos, inicialmente reportados como bajas guerrilleras en combates, fueron asesinados por miembros de las Fuerzas Militares en una zona rural de Ocaña, Norte de Santander, a 635 kilómetros de sus hogares.

El reclutamiento y la desaparición forzada habían sido denunciados en la Presidencia de la República tres meses antes de esta rueda de prensa, a finales de julio de 2008, por el entonces personero de Soacha, Fernando Escobar, quien se reunió con el asesor presidencial José Obdulio Gaviria para explicarle los hechos, pero no sirvió para nada. (Ver El origen)

En 2008, la Fiscalía documentó que 728 miembros de las Fuerzas Militares estaban vinculados a procesos penales por “falsos positivos”, 42 de los cuales ya habían sido condenados. La Procuraduría, por su parte, reportaba que 2.878 militares estaban siendo procesados disciplinariamente por homicidios en persona protegida. Lo que indicaba que la situación de derechos humanos no había mejorado, sino que empeoraba en el marco de esa política de “seguridad democrática”, tal y como lo habían advertido organizaciones internacionales como Human Rights Watch, Amnistía Internacional y la alta comisionada para los derechos humanos.

El acto inaugural de la política de “seguridad democrática” se hizo en el Batallón La Popa, ubicado en Valledupar, capital del departamento del Cesar, el 19 de agosto de 2002 con presencia del presidente Álvaro Uribe y la ministra de Defensa Marta Lucía Ramírez.

En esa unidad militar se planearon, ejecutaron y encubrieron al menos 146 ejecuciones extrajudiciales entre los años 2002 y 2005, que hoy la Justicia Especial para la Paz, JEP, está documentando, y juzgando a los protagonistas de estos escabrosos hechos. (Ver El contexto)

Las recompensas del horror

La directiva 029 del 17 de noviembre de 2005 emanada por el entonces ministro Defensa y ex embajador de Colombia ante la OEA, Camilo Ospina, que avalaba el pago de recompensas a quien capturara o diera de baja a guerrilleros, tuvo consecuencias escabrosas.

Esta directiva, que tiene 15 páginas, establecía pagos de la siguiente manera: 5 mil millones por jefes máximos de las FARC; 3 millones de pesos por mandos medios y guerrilleros de bajo rango; 3 millones de pesos por ametralladoras punto 60; 1.000 pesos por tiros de fusil; 700 pesos por tiros de revólver; 1.7 millones por integrantes de estructuras.

Era una política institucional que fijaba un estímulo por la muerte de guerrilleros, pero en la práctica esta política de recompensas se convirtió en el horror. 

Así lo demuestran las escandalosas revelaciones sobre los desaparecidos de Soacha en 2008, a las que se fueron agregando noticias sobre casos similares a lo largo y ancho del territorio nacional.

Una política que incentivó actividades criminales por parte de los miembros de la Fuerza Pública. En 2015, José Miguel Vivanco, director para las Américas de Human Rights Watch, dio a conocer un informe en el que señalaba que las ejecuciones extrajudiciales en Colombia llegaban a 4.500 víctimas. (Ver Las recompensas)

A pesar de las advertencias, las denuncias y los procesos judiciales de violación de derechos humanos, el entonces mandatario llamó la atención de la comunidad nacional e internacional en el sentido de que, con el propósito de intentar paralizar la acción de la Fuerza Pública en diferentes regiones del país, se recurría a “falsas acusaciones”. Uribe lo dijo una y otra vez, delante del escuadrón militar. (Ver La negación)

El gobierno había elaborado una estrategia mediática para proteger a los oficiales, suboficiales y soldados acusados de estos crímenes y presentarlos como víctimas de una campaña de desinformación fabricada por las FARC. Uribe y Santos creían que esas denuncias eran exageradas y no quería aceptar la realidad del horror.

A los abogados de las organizaciones sociales y de derechos humanos nacionales e internacionales que estaban investigando y denunciando las ejecuciones extrajudiciales de campesinos en las regiones, que eran presentados como guerrilleros muertos en combates con el Ejército, los estaban espiando de forma ilegal con el objetivo de vincularlos con la guerrilla y así desacreditar su trabajo por las víctimas. (Ver La impunidad)

Desde Londres, Amnistía Internacional señaló que a partir del proceso de desmovilización de los jefes paramilitares en 2003 había aumentado los informes de ejecuciones extrajudiciales, llevadas a cabo directamente por Fuerzas de Seguridad. En 2007, se tuvo noticia de alrededor 330 ejecuciones (a manos de militares), frente a unas 220 anuales en el periodo 2004-2006, 130 en 2003 y alrededor de 100 en 2002. En conclusión, en el exterior se sabía lo que Colombia ignoraba o minimizaba.