De la estupidez a la fama

14 Mayo, 2020

Por CÉSAR MUÑOZ VARGAS *

El primer «ustednosabequiensoyyo» que conocí en la vida me remonta a mi tiempo zagalesco, a un sábado de un septiembre en el que se llevaba a cabo un grande concierto de rock en Bogotá. En las entradas de occidental del estadio El Campín, personal de logística intentaba controlar a la muchedumbre e impedir el ingreso de niños que no podían entrar debido a su edad, y de grandes que no tenían boleta.

En medio de la barahúnda, uno de los conserjes le estampó la puerta en las narices a un hombre que llegó levitando y con la intención de colarse. Vestía elegante, con un largo gabán negro que le cubría el traje, pero que no le alcanzó para ocultar la humillación y la rabia que le produjo la afrenta.

―¿Es que usted no sabe quién soy yo?  ―vociferó con vehemencia y blandiendo su mano derecha como si estuviera en la plaza pública―. Soy Germán Vargas Lleras, concejal de Bogotá.

Aquel concejal es el mismo exministro, exvicepresidente y excandidato presidencial que recientemente fue comidilla en las conversaciones íntimas del encierro y en las públicas de la virtualidad por la impopular iniciativa que apunta al menoscabo del ya vapuleado trabajador colombiano: que se le reduzca el salario y que no se le paguen las primas de junio y diciembre. 

A pesar de la inesperada y contundente derrota que sufrió en las últimas elecciones presidenciales, Vargas Lleras es un personaje influyente y poderoso de la vida nacional, y sus declaraciones, así sean disparates, siempre dan de qué hablar y terminan siendo ―como lo llaman ahora―: tendencia.

En Colombia, y desde hace varios años, por el mal ejemplo de los prohombres, como el de marras, se volvió costumbre que personas a las que solo las conoce la mamá, de la noche a la mañana se vuelvan celebridades, y no precisamente por sus aportes a la ciencia, a la educación o al tejido social, sino por cuenta de una sarta de estupideces que se riegan en cuestión de segundos por las redes sociales como la sangre de José Arcadio Buendía y que terminan siendo ―así lo llaman ahora― virales.

Esos «ustednosabequiensoyyo» se pavonean con apellidos rimbombantes, aseguran ser amigos del mismísimo putas, humillan con sus fabulosas fortunas a policías, vigilantes y mensajeros; borrachos o sobrios se escudan en sus altos cargos para volarse las normas. ¡Ay de que sean bonitos!, porque a la mañana siguiente  de sus despropósitos son buscados por la radio, la televisión y las revistas que los quieren empelotar. Ahí ya estarán a un paso de convertirse en―como nombran ahora―influencers.

Principalmente a través de Twitter, que es como la oficina de peticiones, quejas y reclamos de las redes sociales, se entera uno de la indignación nuestra de cada día: los episodios graves, inverosímiles o estúpidos. Finalmente son estos últimos hechos los que trascienden más porque gran parte de la misma gente que se ruboriza con las injusticias de nuestra realidad y las arbitrariedades y la crueldad de sus protagonistas ―¡Ajua!―, es la que se encarga de hacer que los estúpidos, de la nada, y de un momento a otro, pasen a ser ― lo que se dice ahora― celebrities.

 

Por eso, y por más que queramos estar al margen de tan fútiles temas, terminamos siendo ―más en estos tiempos de teledesempleo cuarenteno― gatos matados por la curiosidad que nos enteramos de que una tal Guepa un día volvió mierda una estación de Transmilenio pero que al otro se estaba chupeteando con la novia en la cabina de la Victoria; que una tal Lisa Bernarda W fue meada por su novio, el Pipi Malo. Supimos que una tal Juana del Castillo, a son de vallenato, vive de pea en pea evadiendo el confinamiento, que se ufana de ello, y que a costa de ello, se le multiplican ―reses mansas rumbo al matadero― esos a los que ahora se les dice: followers.

Así se quiera evitar,  temblamos cuando aparecen ciertos nombres y ciertos apellidos en la parte derecha de la pantalla y uno se apresta a exclamar, y como la gente lo expresa en sus trinos. «¡No puede ser!, y ahora con qué barbaridad habrá salido el fulano aquel». La tentación nos vence, pinchamos y nos ponemos al tanto de que Malicia y Martuchis lo volvieron a hacer: que la vida de los líderes sociales les importa un bledo, que solo una persona puede sacar a pasear al gato, que los asesinos en cuarentena salen sin permiso, que la movilidad no está restringida pero sí los «vuelos aéreos», que para qué psicólogos en Colombia, que una casa de doscientos metros es un cuchitril donde no cabe ni una memoria fantasma, que los colombianos somos unos atenidos que esperamos a que el Estado nos regale todo. ¡Qué ironía!, que ellas, con los sentimientos de un tigre en ayunas y con décadas y pobrísimos resultados viviendo por cuenta del erario, carezcan de una de esas palabritas que no sobrevivirá a la pandemia. Eso que ahora tanto se repite: empatía.

Debido a esa insoportable levedad del ser nos enteramos de que un tal Pocho Pocho, adorador del tipo con más investigaciones penales en su contra dijo que Gabriel García Márquez no fue ningún colombiano honorífico, pero sí amigo de genocidas y narcotraficantes. Por la misma vía supimos que Mala Fe Descabal, aquella que se encuentra curules en los tamales y por obra y gracia de las listas cerradas, se solaza en sus bestialidades. Que la masacre de las bananeras es un mito, que el coronavirus es puro cuento chino, que la Unión Soviética sigue unida y que, otra vez, García Márquez fue derechito a los infiernos. ¡Ah personaje!, desconoce la obra del nobel colombiano, pero cómo le encanta tenerlo en el bolsillo, en estampitas de cincuenta mil pesos que pueden servir, a ver a ver, para comprar votos, por ejemplo. ¡Ah personaje!, que de en absurdo en absurdo cumple con eso de ―así lo trillan ahora―reinventarse.

De tal manera se expone la realidad en este mundo virtual de las redes sociales, con relacionistas públicos que posan de periodistas y que, como los ungidos por el don de la estupidez, terminan siendo como ellos porque creen que las universidades no deben investigar, que al presidente hay que invitarlo, no a hablar de temas de interés nacional, pero sí a cantar en karaoke y a narrar partidos de fútbol, y que saber la talla de las babuchas del mesías es mucho más relevante que su copioso prontuario o las amenazas de muerte a los verdaderos periodistas, los que sí se arrojan a hablar de lo importante, aquello que los otros quieren mantener oculto. Se ufanan de su ligereza  y pregonan, como fastidiosamente lo hacen la nueva generación y los cuchos que creen pertenecer a ella: «Ustedes no están preparados para esta discusión».

¡Vaya misántropos! Toda una matracalada de estúpidos y fanáticos que invisibiliza a tantos opinadores geniales sin alcurnia ―ignorados por los famosos― que bien pueden aportar al pensamiento crítico o postularse a copies de grandes agencias publicitarias, pero que pasan inadvertidos porque aquí la estupidez paga, porque son más relevantes los llamados youtubers que enseñan a lamer retretes y a sacarse los mocos, que el médico, el sociólogo o el literato; así, la fama pronto les tocará en la puerta. Se sabrá si su nombre aparece en eso que ahora llaman: hashtag.

*Algunos nombres han sido alterados, cualquier parecido con la realidad no es pura coincidencia.

*Sobre el autor: Periodista, comunicador social, reportero gráfico y corrector de estilo. Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar en 2015. Sus crónicas han sido publicadas, entre otros medios, en El Espacio, El Heraldo, El Espectador, Soho y El Andariego. Investigador de la Guía de avistamiento de ballenas y la Guía artesanal de los pueblos patrimonio de Colombia