Cómo leer Mi vida y el Palacio, de Helena Urán Bidegaín

19 Mayo, 2021

Por ÓSCAR ENRIQUE ALFONSO

Ayer terminé mi primera lectura del libro en el que Helena Urán Bidegaín ha ofrecido a Colombia entera, uno tras otro, todos los latidos de su corazón. Y termino esta primera frase y siento que las lágrimas invaden mis ojos. No sabría precisar por qué, de momento. Pienso en esa señal de mi cuerpo y recuerdo lo que siento cada vez que algún hecho político estremecedor acaece en este país del que soy parte a pesar de todo y de muchos; o sea, todos los días de mi vida. Porque día tras día la temperatura de la pila en la que nos tienen nadando va ascendiendo y estamos ya al límite de la entropía.

Seguramente no será esta la única vez que escriba motivado por esa obra tremenda. De hecho, siento que mi lectura apenas empieza. ¿Qué tipo de libro es?, ¿cuál es su género? No se trata de una novela. No es un texto de ficción, no es una novela histórica, no es un reportaje, no es un poema en prosa; tiene un poco de cada uno de estos géneros, pero no cubre las propiedades de ninguno de ellos. Las particularidades de su forma discursiva pueden dar motivo a una interesante reflexión sobre la escritura en Colombia. Las novelas hoy parecen más preocupadas por alcanzar cierto efecto comercial que por ser novelas. La poesía apenas alcanza la queja de una voz amordazada en una pugna torpe y a ciegas, lejos de encontrar una vía efectiva de realización. Los reportajes, salvo excepciones, compiten con las novelas por su objetivo comercial; en lo que les van ganando de lejos, por la siempre creciente aceptación ligada a su superficialidad: en una mediocre pretensión de objetividad positivista, subliman lo fundamental para dejarlo de lado intacto.

En el transcurrir de esta primera lectura, me mantuve atento al magnetismo que me vinculaba al texto de manera creciente. Incluso desde que la existencia del libro llegó al espectro de mi consciencia, cuando supe que se publicaría, su título resonó en mí como un eco… Imagino un desierto, un entorno árido. Transito esa senda con una soledad enrarecida, acaso el silencio de lo que con nadie se habla. De pronto, escucho una voz… Una voz indirecta, una voz sin raíz, fantasmal, transfigurada repetición de una voz cuyo origen se pierde a mi vista. Algo se mueve en mi memoria. Ese año terrible para Colombia: Armero y el Palacio de Justicia. Mientras leo, recuerdo la inquietud de mi espíritu en ese entonces; yo tenía 12 años.

Siempre que trato de hacer memoria, concluyo que de ese año data el origen de mi toma de consciencia; ese año, mi posición ante el mundo empezó a consolidarse como una visión autónoma. Ese año me echaron del colegio, pese a mi especialmente satisfactorio desempeño académico; contradicción aparente que de muchas maneras seguí viviendo en mis muy diversas travesías académicas. Hay antecedentes de mis primeras decisiones que tomé ese año, pero ahí se sintetizaron; todo lo que soy empecé a serlo a voluntad en esos días. Sabía leer y sabía que me gustaba dedicar mi tiempo a la lectura; pero ese año asumí que encontraba más en la lectura que en el colegio. Tenía sed de conocimiento y, paradójicamente, los entornos académicos suelen interponen obstáculos para saciarla. Recuerdo que me inquietaba la contradicción que llevó a mi madre a dar su voto por ese señor aparentemente motivado a la paz, pero, realmente pusilánime ante los principales generadores de la violencia en el país. Un programa narrativo que ha persistido en el país a todo lo largo de lo que ha sido mi vida. Ahora que lo pienso, la frase “Paz sí pero no así” en mi entorno ficcional se transforma en “Conocimiento sí pero no así”. “Criticar sí pero no así”. “Ser sincero sí pero no así”… Y una serie de restricciones formales totalmente incoherentes con la enfermedad social que nuestro país debe lograr diagnosticar con precisión para poder algún día llegar a sanar.

Cinco meses más tarde conocí a Jairo Anibal Niño; me obsequió un ejemplar de Zoro. Aun lo conservo y su firma en la página de la dedicatoria es un fundamento de mi camino de vida. Un par de años más tarde, con un par de compañeros muy queridos del colegio armamos un grupo de teatro y montamos la obra El monte calvo, de su autoría. Precisamente trata sobre el mismo tema que da origen… No diré “a la tragedia de Helena”; sería una reducción grosera sobre lo que, por el contrario, es su honorable camino de vida; en gran medida su razón de ser; al menos, la razón de ser de su libro. La guerra de Corea es sin duda un momento crucial para Colombia. Es fundamental en un sistema de referencia para toda nuestra historia. No podemos pensar la Retoma del Palacio de Justicia sin tener en cuenta la dimensión de nuestra historia que en aquella guerra comenzó. Para adelantarme al final, diré que considero a la autora de Mi vida y el palacio más heroica que a todos y cada uno de los integrantes de las fuerzas militares de este país. Seguro que muchos allí han dado su vida; pero, ninguno de esta manera íntegra como Helena Urán lo ha venido haciendo; su libro así permite afirmarlo.

Mi título de esta primera reseña no pretende sugerir un manual para leer un libro; entre más maneras de leerlo surjan, mayor será su valor. A lo que intento ir es, primero, a la diversidad de géneros que presentí en este primer acercamiento al libro; cada género tiene su modo de seducción. Así, por ejemplo, el prólogo, muy escrito por el expresidente Mujica y todo, resulta repelente; hay que atravesar rápido y sin demasiada atención su estilo político y superficial, para poder entrar a lo esencial; pero bueno, Mujica es político, no reseñista de obras literarias complejas. Acto seguido, se entra en el planteamiento del asunto. La voz que narra se sitúa en la mirada de una niña que dejaría de serlo con la aparición de un mundo real despiadado: Colombia. De allí que mientras iba leyendo, seguía pensando en quienes éramos niños en esos días.

La realidad supera la ficción. García Márquez lo sabía bien; Helena Urán no lo sabía: más que un saber, para ella ese enunciado es la encarnación de su propio ser. Y así queda establecido en las primeras páginas de su libro. Hay literatos que se han empeñado en situar a Santiago Gamboa en el lugar de heredero de García Márquez. Siempre sentí que se equivocaban. Ahora me entiendo; creo que hasta el mismo Gamboa se siente que ese vínculo le queda incómodo. No diré que es un lugar más adecuado para Helena, pero sí puedo afirmar que su labor sobre la escritura retoma la principal dimensión que se desarrolló en la escritura del Nobel colombiano. En el trazo que conecta El general en su laberinto, El amor en los tiempos del cólera, Cien años de soledad, El coronel no tiene quien le escriba y El otoño del patriarca, en ese preciso orden, encaja perfecto el primer capítulo de Mi vida y el palacio. Así, por cierto, el libro de Helena Urán rescata a la obra de Gabo de la red asfixiante en la que la noción de “realismo mágico”, al usarse como un burdo mote publicitario, atrapó y conjuró el más profundo sentido de ese proyecto literario: su carácter catártico.

En este punto, es imprescindible marcar la diferencia entre el enfoque ficcional de Gabo y el registro íntimo al que remite Helena. Si, en lo ficcional, el realismo se desborda hacia lo mágico; en la dicción de la autora, la realidad se vislumbra pesadilla: la monstruosidad de un poder militar corrupto y traidor que, para encubrir su corrupción, se opone a la justicia, la masacra, la desaparece, se burla de quienes, más que reclamarla, la necesitan para, sencillamente, poder ser; un poder que nos desafía y nos intimida; y que a estas alturas quiere incluso adueñarse del valor que producimos con el sudor de nuestras frentes.

¿Qué es un militar que ordena asesinar a un magistrado? ¿En qué se convierte? Su propio ser consciente sabe que ha dejado de ser un militar en rigor, carente de honor, ha empezado a ser al mismo tiempo otro tipo de entidad. Su dualidad hace que no sea esto ni aquello; situación que claramente queda enmarcada en la fantasmagoría la de palabra “paramilitar”; una entidad capaz de llevar a cabo las más espantosas monstruosidades, encubierta en un velo de pretendida legalidad. Si fuese un caso singular, bastaría aislarlo para ayudarle a sanar su culpa. Pero, cuando su enfermedad se contagia y el contagio se propaga hasta desplazar la culpa al lugar mismo de la víctima, entonces, emerge una enfermedad social: una epidemia que nos está matando.

Así, en el octavo capítulo, Helena alcanza en su escritura la función de la prosa poética. En ese punto, todo el relato que, con un cuidadoso acercamiento crítico, se ha desarrollado en las páginas anteriores se condensa. Me evoca la escena en la que Aquiles recibe sus armas y Hefestos le entrega su escudo, en el cual se sintetiza toda la Ilíada; o la escena en que el aedo narra ante Ulises la historia de Ulises. En ese capítulo, Helena se observa y su reflexión la desborda y nos compromete como colombianos, como gotas de un mar que se expande y quizás llega a ser Occidente. Porque el sufrimiento de Helena no es solo de ella, no es solo de Colombia: en un límite, que aun tendré que estudiar para llegar a comprender, alcanza a tocar a Corea; a través de unas fuerzas armadas que envían a sus hombres a unas luchas en las que acaban por aprender que hasta la búsqueda de justicia de un magistrado puede considerarse “una acción enemiga”.

Me queda la tarea: ¿qué era eso que investigaba el magistrado Urán que le costó la vida, que lo llevó a la muerte por orden de algún soldado traidor? Por esos mismos años, en los que sucediera lo que el magistrado Urán investigaba, ¿cuál era la función de ese ejército? El mismo año que el Batallón Colombia fue enviado a Corea, mi madre fue engendrada, en condiciones que aún no consigo precisar, en Miraflores (Boyacá), cabecera municipal de un territorio en el que los chulavitas, los soldados del ejército colombiano, los representantes del Estado, abusaban de las mujeres al amparo de las fuerzas conservadoras en la más álgida época de la violencia bipartidista que no terminó con la Guerra de los mil días. Mi lectura apenas comienza. La pesadilla del Palacio de Justicia no es una película de acción en la tele; es un evento que nos atañe como colombianos. Todo lo que hoy día sucede en Colombia está absolutamente vinculado con los hechos de aquellos días de ese triste noviembre.