Aplauso al suicidio asistido

15 Mayo, 2022

Por GUYLAINE ROUJOL

En estas dos fotos aparece mi mamá durante dos épocas de su existencia; con muchos años de diferencia y, sobre todo, con todo el dolor que no alivió ningún médico por respetar la ley en Francia, que no permite ni el suicidio asistido ni la eutanasia. Les quiero contar su historia, pues tras siete años de su partida mi ira sigue intacta con aquellos que no tienen los pantalones para tomar decisiones que los franceses, en su inmensa mayoría, piden a gritos: el derecho a morir con dignidad.

Colombia, donde la eutanasia ya es legal desde 1997, puede enorgullecerse de ser la primera nación en América Latina en despenalizar el suicidio médicamente asistido. Como ciudadana francesa, pero colombo-francesa en el alma, aplaudo esta primicia que constituye, según mi opinión, un paso adelante en la humanidad, respeto y apoyo que debemos, en particular, a los más débiles, a los más atropellados por un grave accidente o una enfermedad incurable que les impide vivir de manera digna y cuyos sufrimientos no tienen alivio.

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Aplaudo y quiero dar las gracias al Laboratorio de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (DescLAB), cuya labor social y jurídica pone los derechos humanos en acción, y fue quien puso la demanda para que, en ciertas condiciones, un paciente pueda poner fin a su vida. También doy las gracias a los seis magistrados de la Corte Constitucional que votaron a favor de esta demanda, a pesar del peso y del poder que tiene la Iglesia en esta región del mundo.

En 1997, Colombia había mostrado un avance al considerar que un paciente podía pedirle a un médico que le ayudara a morir en caso de enfermedad terminal, reconociendo como fundamental el derecho a morir con dignidad con la legalización de la eutanasia.

Colombianos: pueden sentir orgullo por su patria. La mía, Francia, no ha legalizado ni la eutanasia, ni el suicidio asistido. Nos hemos enfrascado en un debate sobre este delicado tema por años. En cambio, pacientes siguen aguantando los máximos sufrimientos del cuerpo y del alma; aquellos que no tienen la suerte de morir de un infarto o de apagarse como la llama de una vela parpadeante, suavemente, sin dolor, mientras sus hijos y nietos les acarician la mano al momento de hacer el gran salto hacia la eternidad.

Mi mamá fue una hermosa y valiente mujer que crio tres hijos sin nunca parar de trabajar. Enseñó a generaciones de niños a leer y a escribir, era docente de primero de primaria. Nunca quiso cambiar la enseñanza de ese grado porque lo consideraba el más importante de toda la escolaridad. Leer y escribir permiten el conocimiento y facilita la comunicación con el mundo que nos rodea. Aprender estas dos herramientas fundamentales prepara a los niños para la educación y favorece la reflexión, elementos importantes para alcanzar sociedades educadas que no permitan que les impongan políticas en detrimento de sus derechos ni del interés público, que en cambio favorezcan los intereses particulares de quienes ostentan el poder.

Con los años se enfermó del corazón y estaba bajo tratamiento con anticoagulantes. A los setenta y pico, por un dedo inflamado que se puso más y más grave, tuve que enviarla a urgencias uno de aquellos días en que ningún médico respondía, un domingo en el campo del suroeste francés. Tras una espera de casi todo el día en condiciones pésimas, un médico la atendió cuando pasó delante de ella y le vio el dedo. “Uy, hay que mirar esto ya”, dijo. Y se la llevaron para tomarle una radiografía. Decidieron operarla y le dieron un tratamiento que ayuda en el proceso de coagulación, para que ella no se desangrara durante la cirugía. Ella se asustó, tenía miedo de un accidente cerebrovascular. La tranquilicé asegurándole que en el hospital la cuidarían muy bien y me quedé con ella.

Tres horas después de la operación me informaron que podía salir. Me pareció raro, pues un pronóstico médico de coagulación es un tema delicado, y después de esta intervención debía retomar el tratamiento con anticoagulantes; sin embargo, ella estaba tan feliz de regresar a su casa que no insistí. Recuerdo la exclamación de mi esposo al enterarse de esta locura en la que ella no se beneficiaría de un seguimiento postoperatorio: “¡Deben estar llenos y no tienen ni una cama libre para tu madre!”. Finalmente, se dieron cuenta de que ni siquiera había sido necesaria la operación. Un tratamiento con antiinflamatorio hubiera sido suficiente, pero ya era demasiado tarde: le habían abierto las puertas del infierno a mi madre.

Al día siguiente, un pequeño coágulo de sangre bloqueó una arteria en su cerebro. Me enteré al momento en que ocurrió. Ella se puso como loca, tenía una gran agitación y agresividad que no le permitía expresarse. Cuando algún sonido salía de su boca, eran palabras que usaba de chiquita, cuando hablaba en ese idioma regional que utilizaban los campesinos del sur de Francia, con poca educación, y ni siquiera esas palabras las lograba pronunciar correctamente. Algo en su cerebro se había desconectado.

En la sala de Urgencias del hospital regional donde nos llevaron los bomberos, otra vez por escasez de personal, la dejaron desatendida por muchas horas. Estaba furiosa, ese accidente cerebrovascular le había quitado la razón. Quería levantarse, pero me indicaron que debía permanecer recostada. Nadie me ayudaba a mantenerla así. En la noche, cuando estaba un poco más calmada y ya estaba registrada en el hospital, regresé a su casa a tomar una ducha rápida para poder volver con ropa para ella y otras cosas que iba a necesitar más adelante.

Me ausenté por una hora y media, el tiempo que tardaba en ir y regresar. Cuando volví, mi mamá estaba amarrada a la cama, cuatro apretadas correas, de los hombros a los pies, la sujetaban. Su cara estaba magullada. Sentí una rabia como nunca la había conocido, la desamarré y entré como una loca a la sala de las enfermeras. Una vez me fui, mi mamá intentó levantarse de su cama para seguirme y se cayó. Alguien la encontró en el piso. Les grité que en mi casa nunca habíamos amarrado a un perro y que tampoco habríamos permitido que sucediera con un ser humano. Decidí instalarme permanentemente junto a ella en el hospital, le gustara o no al personal. La primera noche la pasé junto a su cama, sentada, sosteniendo su mano izquierda con la mía y hablándole de una forma dulce, tierna. Mi mamá, que nunca en la vida me había dicho un “te quiero” o un “te amo”, o esas palabras amorosas que se utilizan de forma cariñosa en algunas familias, por la estricta educación que recibió de mis abuelos —obreros en una fábrica textil que trataban de salir adelante en tiempos difíciles—, intentó, por primera vez, decir “mi amor”. No lo logró, fue algo como “mi amro”, ya que mezclaba las letras, pero lo entendí. Decidí nunca abandonarla.

La segunda noche, el personal —que entendió mi terquedad— me llevó una pequeña cama plegable para que pudiera descansar un poco, aunque esto era casi imposible con la agitación y el dolor que sentía mi madre. Además de su ACV (Accidente cerebrovascular), el caerse fuertemente contra el piso le causó una hemorragia interna a nivel cerebral. Cada día que pasaba presenciaba la decadencia de la persona que me había criado y amado tanto, porque, aunque no me dijera “te amo”, me demostraba que lo sentía con toda su alma.

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Mi madre se volvió este monstruo de la foto que con mucho dolor puedo mirar, pero con absoluta certeza de querer que el mundo entero la vea. Algunos días después, mi hermano vino a ayudarme y empezamos a alternar las noches para cuidar a mamá en el hospital. Una noche dormía él, otra, yo, y en el día siempre estábamos ambos. Su estado era el de una persona con una patología terminal, degenerativo e irreversible, pero no tuvo ningún derecho a la sedación terminal. 

Frente a su martirio, pedimos a los médicos que se respetara lo que había expresado durante quince años consecutivos —con una carta reescrita cada año—, así como su adhesión a la fundación ADMD, una organización que sigue exigiendo en Francia el derecho a morir dignamente. Dos psicólogas nos recibieron dos o tres veces en su despacho y, frente a la evidencia y la claridad de los escritos de mi madre, nos interrogaban. Intentamos convencerlas de que conocíamos muy bien a nuestra madre, que esta discusión la tuvimos muchas veces y que todo estaba muy claro.

Mi mamá sufría de dolores horribles de cabeza que no le trataban, solamente le daban un medicamento equivalente al acetaminofén. Con los días ya no intentaba hablar, solamente gemía; la poca energía que tenía era para agitarse, tenía la cara deformada por el dolor y la hemorragia. Recuerdo esos momentos, la ayudaba con sus necesidades más íntimas, todo con mucho sufrimiento. Mientras tanto, la auxiliar de enfermería gritaba aduciendo que mi madre fingía, que ella podía ir sola al baño. Sentí, por primera vez en mi vida, ganas de matar a alguien.

De tanto insistir y buscar ayuda para que mi madre pudiera morir con dignidad, y al encontrarnos frente a este muro de incomprensión en el hospital, entendimos que ellos no harían nada por ayudarla.

Un mañana, mientras parqueaba el carro en el hospital —la noche anterior se había quedado mi hermano—, vi dos carros de policía delante de la puerta principal. Entendí todo de inmediato. Subí a toda velocidad a la unidad donde estaba mi madre y una enfermera me llamó la atención: “Señora Roujol, tuvimos un problema con su hermano. Nos tocó llamar a la Policía. Él pretendía matar a su madre”. Mi hermano estaba allí y al fondo de la puerta entreabierta vi a mi madre. Su estado había empeorado en la noche. Tenía los ojos clavados y la boca abierta, fija en una expresión insostenible para cualquier ser humano. La vi muerta. Miré asustada a mi hermano y él entendió. “No, está viva todavía”, me dijo. Mi madre en realidad estaba muerta en vida. Había empezado el último trayecto de su agonía.

Al verla así, mi hermano se había dirigido a la sala de enfermeras. Les dijo que, si un médico no ponía fin inmediato al suplicio de mi madre, él se encargaría de hacerlo. Por esta razón habían llamado a la Policía, para que no tomara la decisión de poner un punto final a la vida de nuestra madre.

Ese día decidieron trasladarla al servicio de cuidados paliativos, la antesala de la muerte en los hospitales franceses, donde muchos deben resignarse a pasar el final de sus vidas sometidos al sufrimiento por no contar con una ley que autorice la eutanasia, menos la del suicidio médicamente asistido.

Al jefe de esta entidad, que reinaba sobre todo el personal como un monarca —y quien sabía de nosotros porque, como me lo dijo una enfermera, yo había escandalizado a todo el servicio diciendo que era inútil que su director hubiera estudiado por doce años para terminar dejando a mi madre sumida en el sufrimiento y sin siquiera intentar aliviarla—, le pareció importante avisarme que no iba a hacer nada que pudiera atentar contra la vida de mi madre. Mejor dicho, la que ahora parecía como un pez fuera del agua, pues los músculos de sus pulmones se tensaban y a duras penas alcanzaba a respirar, ni siquiera podía beneficiarse de la piedad de este médico que la iba a tener en uno de sus cuartos hasta la muerte, sin siquiera ahorrarle algo de dolor en sus últimos momentos. A mi madre le tocaría aguantar hasta el máximo, hasta que ya no diera más, hasta que ya no pudiera soportarlo y se ahogara.

Y eso fue lo que pasó tres días después.

Yo, por mi parte, había perdido diez kilos en tres semanas. Entre la impotencia que sentía al no poder hacer nada que la aliviara y el haber fracasado en la lucha contra unas leyes estúpidas y crueles —que no reconocen el derecho de cualquier ser humano a no tener que sufrir un martirio de estas dimensiones— quedaba la sombra de mí misma.

La única persona que supo exactamente todo lo que le tocó aguantar a mi madre fue mi hermano. Hoy él padece una enfermedad incurable contra la que lucha desde hace dos años y medio, incluso, ha participó en grupos de experimentación para poder beneficiarse de tratamientos que ya no tienen autorización de uso en el mercado francés.

Porque en Francia no somos tan adelantados como ustedes en Colombia. A él le va a tocar transitar el mismo camino que a mi madre. Aguantar hasta el último momento. Sufrir todos los tormentos y humillaciones que un ser humano puede llegar a conocer cuando su cuerpo se degrada tanto, hasta que el corazón pare de latir. El momento de la tan esperada liberación.

Hoy tengo vergüenza de mi patria, Francia, que no ha logrado mostrar humanidad, pues ha dejado morir en semejantes condiciones a los que no han ganado la lotería de la vida, a pesar de que la opinión pública francesa esté, en su gran mayoría, a favor de la legalización de la eutanasia.

Hoy también estoy honrada de que mis hijos sean colombianos, de esta patria que muestra su misericordia, el altruismo y la solidaridad con quienes se encuentran en un estado de salud extremo; esta sensibilidad que no parecen tener aquellos que votan las leyes por este lado del océano, en el viejo mundo, y que hay que reformar.

Si en Francia no evolucionamos, tendré que decirle a mis hijos que, el día en que llegue mi hora, me pongan en un avión y me envíen a morir en Colombia.

 

* Las opiniones expresadas son responsabilidad exclusiva de los autores y no representan necesariamente la posición de La Nueva Prensa.

 


 

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