Ayer, en mi habitual viaje de vuelta a casa, que es de diez minutos y 20 cuadras, aproximadamente, conté un nuevo policía acostado, que se suma a los otros tres que ya venía pasando antes. Además, uno se tropieza con tres cuadras de reductores de velocidad que instalaron en las vías, en los dos sentidos, frente a uno de los colegios por los que paso.
Hoy en la mañana, lo primero que me contó mi mamá es que habían puesto un nuevo policía acostado muy cerca de su casa. Su asombro era por el tamaño. Según ella, era tan grande que “este sí va a obligar a todos esos locos en moto a bajar la velocidad”. No sé por qué pensó sólo en los motociclistas, tal vez es porque ella maneja moto y es una de esas locas, o porque sabe que son los más vulnerables con la alta velocidad.
Lo cierto es que todo eso me hizo sentir acompañada en mis elucubraciones. Entonces, no se trata de una percepción mía, porque me encuentro ya sobre los cuarenta, y empieza todo a parecer demasiado rápido, demasiado ruidoso, demasiado dulce, demasiado salado: la gente sí conduce cada vez más rápido.
Vivo en Bucaramanga, una ciudad que se atraviesa en 15 minutos sin trancón y en 20 con trancón. Dirán los afanados que exagero, pero no. Lo que pasa es que el afán se tomó el espíritu de los bumangueses. Los 30 segundos del semáforo son tan inaguantables que, según mis cuentas, uno-de-cada-tres motociclistas los omite. Cinco segundos se puede tardar alguien en un PARE esperando a que el otro pase tranquilamente, pero la sensación de pérdida es tan exasperante que hay que pitar y si se toma un segundo más, habrá que gritar. Un peatón se tarda máximo 10 segundos en atravesar una calle, pero son 10 segundos tan preciados que es imprescindible presionarlo con el carro -o la moto, el camión, la cuatro x cuatro- para que corra hasta la otra orilla.
¿A dónde van con tanto afán? Es la pregunta que me recorre, cada vez con más irritación, cuando ante la luz amarilla empieza a sonar el pito detrás de mí; cuando en una cebra no hay espacio para atravesar la calle con tranquilidad porque todos se apeñuscan a pasar “a toda velocidad”; cuando al conducir a 30 km/h en una zona residencial el de atrás me adelanta haciendo rugir el motor con tono amenazante, como si yo tuviera la culpa de arruinarle su acelerada existencia.
¿Por qué? ¿Es que la muerte que visita a este país con tanta frecuencia y en tantos frentes se volvió también un afán para todos en el minuto a minuto?¿Es que este país es, en verdad, tan desesperanzador, que todos quieren huir de alguna manera?¿Es que correr “a toda velocidad” subsana la ausencia del éxito personal y el fracaso como sociedad?¿Es que ese correr y correr nos quita de en medio, por un rato, la comprensión de que este es un país mediocre, en el que hacemos cosas mediocres y tenemos una vida mediocre?
Lo único evidente, para mí, es que nadie corre a algún lugar noble a hacer cosas nobles.