¿Qué homenaje oficial merece un asesino?

20 Noviembre, 2021

Por DIANA LÓPEZ ZULETA

Un cuadro al óleo pende de una de las paredes del Centro Cultural de La Guajira, en Riohacha. Es el retrato de uno de los asesinos más temidos —Kiko Gómez, exgobernador condenado por múltiples homicidios— de la costa norte. Pero es mucho más que eso: es el rastro de un hombre sonriente que abusó del poder otorgado por el pueblo y se dedicó a asesinar al mismo pueblo. Es la legitimación y naturalización de condecorar criminales en, paradójicamente, un sitio destinado a la educación, la paz y la cultura.

A menudo me pregunto ¿qué es justicia? Justicia es, también, sentir vergüenza de haber callado y mirado para otro lado mientras cientos de personas, además de ser asesinadas, se desangraban en la impunidad. Justicia es no homenajear asesinos ni eternizar la falsa dignidad de ellos, mientras se mata por segunda vez a nuestros muertos condenándolos al olvido.

Solicité, a través de un derecho de petición, a Nemesio Roys, gobernador de La Guajira, que retirara el cuadro mencionado. La respuesta sorprende: se niega a hacerlo diciendo que el solo hecho de haber sido gobernador es suficiente “para hacerse acreedor de una pintura”. Pero mantenerla, argumentando que fue puesta en el pasado (cuando, aparentemente, Kiko Gómez no tenía cuentas pendientes ante la justicia, aunque toda La Guajira sabía el terror que sembraba), es ignorar que condiciona y agrede el presente de las víctimas. Mantenerla es no cuestionarse, no hacerse preguntas respecto de lo que simboliza dicha pintura en un centro cultural. Es elegir —otra vez— la idolatría a los criminales antes que detenerse por un segundo a pensar en sus víctimas. El argumento de la Gobernación para dejar el cuadro es —al contrario— una razón más para retirarlo, pues Gómez abusó de su posición y representación pública para mandar asesinar. No existe ninguna norma legal ni moral que obligue a una autoridad oficial a mantener el cuadro en el Centro Cultural, incluso, el mismo Kiko Gómez desistió de esa posibilidad cuando, para tratar de eludir a la justicia, renunció al cargo de gobernador antes de terminar su mandato.

Tras un estallido social que coincidió en varias partes del mundo, cientos de ciudadanos se volcaron a las calles a destruir monumentos: el año pasado, en protestas contra el racismo en Estados Unidos, fueron derribadas estatuas de Cristóbal Colón y otras de líderes que simbolizan esclavitud y colonialismo; en Chile también lo hicieron con un monumento de Pinochet y otros de conquistadores españoles. En Bristol (Reino Unido), varios manifestantes destruyeron la estatua del esclavista Edward Colston y, hace poco, en Colombia, los indígenas Misak derribaron varias de conquistadores españoles.

Las estatuas de perpetradores y el cuadro de Kiko Gómez tienen en común que verlos ofende, porque personifican violadores de derechos humanos. Si bien, quizá, destruirlos no es la vía, sí deberían —por lo menos— llevar una leyenda que explique a la sociedad quiénes fueron y cuánto daño causaron. Quienes merecen condecoraciones debieron haber dejado un legado positivo, no criminal y humillante para las víctimas. No debería ser necesario decirlo.

El avance de memoria en Colombia, en comparación con otros países, es muy poco. En Chile, por ejemplo, hay un tour de la dictadura de Pinochet; en Argentina, un viejo centro de detención y tortura es ahora un museo de memoria, y un parque —dedicado también a la memoria— tiene, grabados en roca, nombres de más de 30 mil desaparecidos de la dictadura, ordenados cronológicamente. Con el actual director del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), Colombia retrocedió, pues se ha dedicado a que el país cultive un recuerdo equívoco de su convulsionado pasado inmediato. El CNMH fue expulsado de la red internacional más importante de los sitios de memoria por la postura negacionista del conflicto armado que sostiene su director.

Si hiciéramos un mapa de los lugares que han sido manchados de sangre —donde han ocurrido ataques a población civil, bombas, masacres, asesinatos, etc.—, en Colombia no habría espacio para colocar tantas placas conmemorativas.

Las calles de cada pueblo de Colombia deberían ser renombradas y llevar señales conmemorativas de hechos del conflicto armado. Que los espacios públicos no sean solo de tránsito sino de reflexión sobre nuestra historia. Es resignificar los sitios de memoria a través de rótulos que nos hagan cuestionar sobre lo que pasó en el país. Es, también, una manera de que el Estado reconozca que falló, que no estuvo ahí.

Porque así como la violencia ha sido paisaje, la memoria también debe serlo.

No se trata de destruir las huellas de los victimarios, sino de señalarlas públicamente.

No se trata de borrar la historia, sino de reivindicar a las víctimas.

No se trata de cambiar el relato, sino hacer visible los nombres de los que ya no están (desaparecidos, asesinados, el horror vivido). Es reparación simbólica, memoria viva.

Desvaídos por la luz del tiempo, los recuerdos de las víctimas vivas se agrietan. Pero el olvido —el olvido consciente y amenazante— es lo que nunca —¡nunca!— debemos permitir.