He matado

07 Septiembre, 2020

Por ADRIANA ARJONA

Maté un ratón. Sucedió la semana antepasada. Y a la semana siguiente maté otro. Nunca había matado a un mamífero. Mis víctimas siempre habían sido insectos. zancudos y pulgas, para ser más exacta. Con las polillas y las mariposas negras nunca me he metido, les tengo miedo y me da asco el polvillo que cubre sus alas. Alguna vez, también, vi cuando mi hermana mayor le echó sal a una babosa que se derritió sobre la baldosa del patio; en ese caso siempre me he considerado cómplice porque no fui yo quien perpetró el asesinato. Pero jamás se me pasó por la cabeza que yo, personalmente, fuera capaz de matar a un mamífero.

Estoy muy impactada. ¡Maté algo tan parecido a nosotros! Tanto, que los usamos para ensayos de laboratorio. Los ratones, dicen, son un modelo ideal para experimentar por su tamaño, porque son fáciles de criar en cautiverio y tienen un ciclo de vida rápido. En ratones se prueban, reproducen y analizan enfermedades infecciosas, cáncer, y muchos otros males relacionados con mutaciones genéticas y rollos del sistema inmune.

Maté un ratón. Dos. Inevitablemente, recuerdo cuando tenía 6 o 7 años y vi como Zoilo, el jardinero, mató dos ratas con una pala. Habían hecho una cueva en el antejardín de la casa, que quedaba cerca del caño de la 127, por donde merodeaban unos roedores hidropónicos. Vi desde la ventana del cuarto de mi mamá cuando Zoilo empezó a levantar el pasto y al instante salieron dos ratas, enormes como conejos, con colas largas, gruesas y peladas. Clavaron sus colmillos en el bluejean desteñido de Zoilo, y empezaron a luchar con todas sus fuerzas. Estaban defendiendo a sus crías, claramente. Y lo hicieron hasta la muerte. La pala fue usada a manera de guillotina. Una imagen tremenda. Clavada en el nervio óptico. Las córneas rayadas de por vida. Me dio no sé qué en todo el cuerpo. Como un sonido vibrante y frío sobre la epidermis.

Nunca me olvido de Zoilo porque era precioso. Un campesino que tuvo la misma edad desde que yo nací hasta que me fui de la casa, a los 23. Yo nací, crecí, me fui, parí y cada vez que iba a la casa de mis padres y de casualidad me topaba con Zoilo, me sorprendía al ver que el tiempo seguía detenido sobre él. Zoilo era Zoilo. Inmutable. Bello. Unas arrugas profundísimas le surcaban la cara bronceada, y un bigote cuidadosamente recortado, con algunas canas bien distribuidas, contrastaba de manera espectacular con sus ojazos azules enmarcados bajo unas cejas medio rubias y pobladas.

Nunca me olvido de Zoilo porque era precioso, porque mató a esas ratas inmundas, y porque se comió a mi pato Belisario. La autora intelectual del crimen fue mi mamá. El pato me lo gané a los 9 años haciendo trampa en la primera comunión de mi mejor amiga. Ella me dijo la fruta, creo que era pera, y me “gané” la rifa: un patico bebé como para derretirse e irse por el sifón. Lo llamé Belisario en honor a mi padre, no al expresidente, ojo.

Belisario creció y creció y se volvió una cosa gigante. Llegamos a pensar que era ganso y no pato. Tenía el jardín hecho una miseria. Mi madre sufría porque se veía muy feo desde el comedor. El pasto se había convertido en un charco gris y no quedaba ni una flor. Pero, yo lo amaba locamente. Cuando llegaba del colegio iba directo al jardín y él se me acercaba como un perro. Lo consentía, le daba besos y él me picoteaba los dedos. Delicioso.

Un día, al volver del colegio, el pato no estaba. “Zoilo se lo llevó a su casa, que es en el campo y tiene lago, y todo, para que pueda nadar”, dijo mi madre en tono entusiasta. No me gustó ni cinco, pero sonaba más bonito y grande que nuestro jardín. Imaginé a Belisario feliz, con otros animales que podrían ser sus amigos, como una oveja y un ternero carmelito.

Cada vez que Zoilo venía a cortar el pasto le preguntaba cómo estaba Belisario. “Bien, gordo, bonito”, contestaba siempre. Hasta que llegó un enero. Y la respuesta no fue la misma.
- ¿Cómo está mi pato, Zoilo? -pregunté, inocente.
- ¿Cómo está? -dijo sonriendo mientras se levantaba el sombrero y se limpiaba el sudor de la frente con la camisa- ¿Cómo estaba?, dirá. Estaba bueno, bueno, bueno. Muy rico, sumercé, nos lo comimos en Navidad.

El mundo se cayó. Odié a mi mamá y odié a Zoilo. De repente, ya no me pareció tan precioso ni sus ojos tan azules. ¡Par de traidores! Entre los dos habían matado a mi pato, a mi amor, ¡a Belisario!. “¿Tú, mamá? ¿En serio?”. Dolor en el pecho, llanto, mocos, todo. “¿Cómo pudiste, Ma?”.

¿Cómo pudiste, Ma? De la misma forma en que yo pude matar no solo a uno, sino a dos ratones. ¿Y con qué los maté? Con un ladrillo de yoga. ¡Yo, que practico yoga hace 20 años y enseño hace 10! ¡Yo, que fui vegetariana por 17 años y pescariana desde hace 3, procurando que sea de pesca artesanal! ¡Yo, la que cree firmemente en el principio ético Ahimsa, que significa no violencia en ninguna de sus manifestaciones! Soy un fraude. Qué asco.

Todo empezó cuando llegué de la tienda y vi a mi gata en el jardín comunal actuando raro. Tenía un caminadito lento, con el culo medio agachado, las orejas hacia atrás y andaba por ahí olfateando duro, como si fuera un perro. “Está madurando”, pensé y la dejé tranquila haciendo su vida contemplativa de gato-perro con culo agachado de hiena.

Al ratico apareció con un ratoncito vivo en la boca. Lo soltó en medio de mi cuarto. Hizo su extraño miau-miau, que juro por lo más sagrado de este planeta que suena: “Mamau”, y me miró, orgullosa, como diciendo: “mira, Mamau, es para ti”. Me congelé por un instante. La gata miró al ratón -porque era un ratón, no una rata como las que mató Zoilo- y él la miró a ella, tieso, sin moverse ni un milímetro. El pobre estaba como hipnotizado. Pegué un alarido y ella me miró con cara de: “!Pero, por Dios, Mamau, si es un regalito que cacé especialmente para ti!”. Pegué un segundo alarido y ella agarró de nuevo al ratón y bajó las escaleras como una flecha. Salió por la ventana de la cocina al jardín. Allí estaba el portero que, muerto de risa por mi tembladera y palidez, logró que la gata soltara al bicho. Él no lo mató. Solo se lo quitó, lo metió en una bolsa y salió a la calle a dejarlo no sé dónde.

Consulté con los vecinos del conjunto. También habían visto o tenido ratones en sus casas, lo que nunca, jamás en no sé cuantos años. Un suizo que no vive aquí tiene un lote abandonado al lado. Solo está en pie la fachada con un grafiti que dice: “Una ciudad sin cine es como una casa sin ventanas”. Lo hicieron justo después de que taponaran con cemento las ventanas, la puerta, todos los orificios del lote, menos el techo. Adentro creció maleza y los ratones se trepan por ahí. Buscan comida para sobrevivir, como todos en medio de la cuarentena y también fuera de ella.

El suizo aún no resolvía. Y la gata agarró un segundo ratón en el jardín y, de nuevo, lo metió a la casa. Lo acorraló entre mis zapatos, donde tengo los ladrillos de yoga, los que usaba para mi práctica personal. Ella lo lanzaba por los aires y, cuando el bicho caía al piso, lo movía de un lado a otro con sus patas delanteras, como quien juega futbolito. Y otra vez a volar, el pobre. Y así. Hasta que el ratón aterrizó entre la pared y uno de los ladrillos de yoga. Sin pensarlo, como si yo misma fuera un animalito salvaje, lo prensé entre el ladrillo y la pared. Empujé el ladrillo. No demasiado fuerte, no hacía falta. Apreté. Apreté. Y seguí apretando. El ratón me miró hasta que dejó de respirar. Vi como se le iba la vida mientras mi mano temblorosa no dejaba de empujar.

Solté el ladrillo y miré el cuerpo por un momento. No medía más de 5 centímetros. Parecía un muñeco de peluche. Tenía una cara divina, orejas diminutas, el cuerpo cubierto de pelo azul petróleo, y una cola delgada, corta y rosadita. Parecía un personaje de Disney. Lo metí en una bolsa y lo saqué. Lloré el resto del día y parte de la noche.

A la semana siguiente pasó lo mismo. El mismo futbolito de mi gata con el ratón entre los zapatos. Bajé rauda y, de nuevo, como animalito salvaje, usé la misma técnica del ladrillo de yoga y la pared. Fue más rápido todo, la segunda vez, y más fácil. No lloré. Pero, cuando me miré al espejo, me volvió a dar ese no sé qué en todo el cuerpo. El mismo sonido vibrante y frío sobre la epidermis que sentí cuando Zoilo mató a las ratas.

El suizo aún no resuelve. Está en eso. Desde allá no es fácil. Tocó contratar una empresa fumigadora para hacer lo propio en el conjunto. En el brochure que enviaron dice de todo: que son una plaga tremenda, que cuidado, que transmiten no sé cuántas enfermedades tenebrosas, y traen pulgas y piojos y garrapatas, y hay toda clase de cebos, y trampas, y esto y lo otro. Ya sé todo eso. Ya.

Tengo claro cómo se acaba con la plaga de los ratones. Pero, también tengo claro que no quiero que haya un tercer ratón en mi casa. No quiero volver a matar. Aunque la gata lo traiga, no voy a matar otra vez, no quiero que se vuelva fácil. Cada vez más fácil. Porque supongo que así debe pasarle a los que matan gente. La primera vez tiemblan mientras ven cómo el alma, o lo que sea que tenemos dentro, se va de ese cuerpo. Seguramente algunos lloran y no logran mirarse al espejo. La segunda vez debe ser más fácil. La tercera ni hablar. Cada vez más fácil. Cuatro, once, 12 niños. Veintisiete, cien, doscientos, 216 excombatientes. Trescientos, trescientos dos, 349 líderes sociales. Mil, dos mil, 10.000 falsos positivos. Tiene que volverse más y más fácil. Si no, ¿cómo es que logran dormir de noche? ¿Y besar a sus hijos? ¿Y mirarse al espejo? ¿Y no sentir más nunca ese sonido vibrante y frío sobre la epidermis?