Capítulo del libro sobre Germán Castro Caycedo escrito por su hija, Catalina Castro Blanchet

25 Julio, 2024
  • Castro Caycedo —el mejor cronista de Colombia— repudiaba la cursilería y puso como ejemplo algo que acababa de leer sobre “´las cinturas torneadas de las palmeras”. “El periodismo colombiano está lleno de poetas mientras que la gente simplemente quiere información”, manifestó en 1977 durante una entrevista que le hizo Gonzalo Guillén.

Germán Castro Caycedo y su hija Catalina en la finca familiar de Pacho, Cundinamarca. “Este campesino hace los mejores reportajes de Colombia”, revista Elenco, 1979. Germán Castro Caycedo y su hija Catalina en la finca familiar de Pacho, Cundinamarca. “Este campesino hace los mejores reportajes de Colombia”, revista Elenco, 1979. Gonzalo Guillén

Por CATALINA CASTRO BLANCHET

    Transcurría el verano de 2021 y Renaud, mi esposo, y yo habíamos planeado pasar una semana de vacaciones en familia antes de que nuestras hijas, Maïa y Nina, viajaran por primera vez solas a Colombia. Allí pasarían tres semanas con mis padres mientras nosotros finiquitábamos algunos asuntos profesionales en Francia.

    Salimos el sábado 3 de julio rumbo a Talloires, un poblado alpino a orillas del lago Annecy, a unas siete horas de París. El domingo en la mañana recibí una llamada de Gloria, mi madre. Iban para el hospital: Germán no se sentía bien.

    Desde el año anterior, la precariedad de su salud se había acentuado y las visitas a urgencias se convirtieron en rutina. Hablé con él y, fiel a sí mismo, minimizó la situación para impedir que interrumpiéramos nuestras vacaciones. Pero desde que estoy lejos, Gloria prometió decirme siempre la verdad con respecto a su salud y la de mi familia; un pacto sagrado que jamás hemos roto.

    Domingo en la noche: chequeos. Lunes: exámenes.

    Insomnio.

    Martes: más pruebas.

    No sabíamos qué estaban buscando. No decían nada. Cuando le pregunté a mi papá cómo se sentía, me respondió:

    —¡Mamao! Me quiero ir a la casa. Diles que yo no tengo nada, ¡que me dejen ir!

    —Pero, papá, no soy médica. Déjate y verás que ya pronto sales de esta. Paciencia.

    Miércoles: más análisis.

    —Esto ya está muy raro —le dije entonces a Renaud—. Me voy.

    Él, que es un ser tan emocional como pragmático, aun sumido en el dolor, tomó las riendas y se encargó de solucionar los detalles logísticos, como organizar el regreso a París y encontrar el primer vuelo a Bogotá. Lo más apremiante, por el momento, era ir hasta el gimnasio municipal a ponernos la segunda dosis de la vacuna contra el COVID-19, sin la cual no podríamos viajar.

    Jueves: inyección.

    —Es cuestión de semanas —me anunció finalmente mi mamá. A mi papá le habían diagnosticado un cáncer.

    Me subí al auto temiendo quebrarme de repente. Me sentía frágil, vulnerable. Durante los veinte minutos de trayecto solo pude escuchar el ritmo de mi respiración, los sonidos de mis órganos. La carretera, las voces de las niñas y el calor se me antojaban lejanos. El camino de montaña era un despeñadero. Miraba al vacío y me sentía caer en él. Se había instalado en mí un silencio premonitorio que me caló hasta la médula: comenzaba mi vida sin él.

    No recuerdo mayor cosa de la inyección. Rogaba por que el tiempo me alcanzara para llegar y encontrarlo consciente; verlo, acariciarlo, decirle por última vez cuánto lo amaba y cuán agradecida estaba con la vida por habérmelo prestado. Poder tomar su mano una vez más y hacerlo sonreír.

    Reuní fuerzas para llamarlo de nuevo y hablarle con la misma voz de siempre. Él estaba pleno:

    —Hija bella, hoy me dan salida. ¡Qué alivio! Estoy feliz. Viernes: siete horas de regreso a casa.

    Renaud había conseguido tan solo tres cupos en un vuelo a las siete de la mañana del sábado.

    —Vete con las niñas; yo llego cuanto antes —estipuló él, que se había convertido en mi segundo cerebro.

    Sábado: viaje a Bogotá.

    Renaud nos conducía rumbo al aeropuerto, hacia el último adiós.

    Mientras avanzábamos en la madrugada por la autopista, se colaban pensamientos, imágenes, momentos. Recuerdos dulces. Allí, de camino a mi nueva vida sin él, decidí que no derramaría una lágrima más. Que los días que me quedaban a su lado se los haría alegres. Que no le dejaría ver una brizna de temor, de dolor, de tristeza. Que su partida sería una fiesta. Que la enfermedad no le arrebataría su orgullo, su presencia, su buen porte. Era todo lo que él habría querido.

 

* * *

    Germán cuidaba mucho su apariencia física, le gustaba estar perfectamente peinado y afeitado; vestirse bien, de colores oscuros, los cuellos de las camisas almidonados, los pantalones siempre bien planchados y guindados a tres cuartos para evitar los pliegues. Cumplió uno de sus sueños a finales de los años ochenta, cuando Antonio Pajares, entonces el mejor sastre de España, le confeccionó un traje.

    Durante los viajes cargaba con una plancha portátil y alisaba su ropa y la de los demás. Para nosotras eran momentos memorables y, entre risas, nos decía: “¿Qué dirían mis millones de televidentes si me vieran en estas?”, una de las muchas frases con las que se burlaba de sí mismo.

    Su pupilo y amigo Julio Sánchez Cristo recuerda que cuando pasaba alguien de baja estatura frente a su oficina, le decía que observara la diferencia. Entonces corría hacia él, se le ponía al lado y regresaba diciendo:

    —Cuando uno es bajito, como él o como yo, nunca le puede pasar esto: primero el saco con solo dos botones y corto, no como el de él que le llega hasta la rodilla. Segundo, los zapatos: siempre uno o dos números más. Es cuestión de proporción.

    Su amigo Rafael Escuredo, a quien visité en Madrid en 2023, me dijo al respecto:

    —A mí tu padre me fascinaba. En sus viajes a Madrid, lo acompañaba a la Sastrería Muñoz y allá le tomaban medidas de su trajecito, los zapatitos, la corbatita. Era un dandi de tiempo completo, pero también todo lo opuesto: era del pueblo llano, del pueblo que bebe, que disfruta. Cuando hablábamos de guerrilla, por ejemplo, su mirada se debatía entre el rechazo y la compasión. Pienso que no era un hombre de ideal, era un hombre poliédrico, con muchas caras según los temas a los que se aproximaba. Sus héroes eran los hombres y las mujeres que salían de la nada. Esa era la mirada que yo compartía.

    En efecto, los fines de semana gozaba al calzarse las botas de caucho y llenarse de barro, ya fuera en el páramo, la manigua o cultivando su huerta, arreglando el riego y recorriendo conmigo a hombros el modesto terreno que mis padres adquirieron poco a poco en Pacho, Cundinamarca. Pero, incluso allí, vestía camisas manga corta bien planchadas y lustrosos chalecos tipo “cazadora”, como los llamaba, en tonos kaki o arena, cuyos bolsillos llenaba con cintas adhesivas de todo tipo, semillas, tijeras, pinzas, nailon, guantes y cuantas herramientas y trebejos encontrara.

    Le gustaba el confort, pero se acomodaba donde fuera. Dormía tan bien en un hotel de lujo, en sábanas de lino, como en una hamaca bajo las estrellas.

    Estaba programado como un reloj y a la una de la tarde, donde estuviera, hacía siesta; podían ser solo cinco minutos, haber comido o no, estar sentado o de pie, con los pies sobre el escritorio o encima de un sofá. Hasta de parrillero en una moto subiendo La Línea durante su primer cubrimiento de una Vuelta a Colombia de ciclismo, sin duda su siesta más peligrosa.

    Era un caballero en el vestir y en el contar. Su voz hipnotizaba. Hablaba como escribía: con puntuación y entonación, acomodándose el bigote constantemente mientras hacía gestos con sus manos y apretaba los ojos con fuerza, como si buscara en la profundidad de sus curvas los puntos, las comas y las comillas que hacían falta para completar cada frase.

    La musicalidad con que Germán aporreaba las teclas, primero en una máquina de escribir IBM azul y luego en un computador, era el sonido ambiente en nuestro hogar. Los ritmos y las cadencias dependían del trabajo; cuando desgrababa, eran rápidos, manejaba las pausas con un pedal conectado a un transcriptor, que escuchaba sin audífonos. Ya en la fase de escritura, yo reconocía los clímax o los instantes de reflexión por sus comentarios, que retumbaban por toda la casa. Siempre con los índices, tecleaba a un ritmo consecuente. De vez en cuando se escuchaba un “¡Mieeeeerda!”, “¡No jooooooda!”, “¡Qué verraqueeeera!”, o simplemente risas. Cuando llegaban los silencios, ya sabía yo que estaba releyendo mientras se frotaba las manos con fuerza.

    Germán era un libro abierto. En las noches, nos hablaba a mi mamá y a mí, sin falta y con detalles, del proyecto en el que estuviera trabajando; en las tardes, el turno era de sus amigos, que pasaban por casa o con quienes tertuliaba en un café. Le entusiasmaba dar conferencias y hablar con los nuevos estudiantes de Periodismo, con quienes compartía sin recelos sus puntos de vista y su recorrido. Los jóvenes de colegios y universidades siempre tuvieron prioridad en su agenda, por encima de los medios que lo llamaban para entrevistarlo.

    Una vez tomaba la palabra, era difícil que la soltara. A veces, cuando le pedíamos que dejara intervenir a los demás, su audiencia respondía: “¡Pero es que nosotros no tenemos nada que contar!”. Como Gabo, narraba “para que sus amigos lo quisieran más”, y entonces reiteraba que “el periodista que no tiene nada que contar no está en nada”.

    Gozaba de un sentido del humor incomparable y exquisito. Era autocrítico cuando se ponía trascendental. En algunas ocasiones era cáustico, suspicaz; al vuelo llegaban comentarios que podían convertir situaciones tensas en carcajadas. Eran memorables sus chistes de mexicanos, acento que imitaba a la perfección.

    Era un bailarín sin igual. Imitaba a Cantinflas en el Bolero de Ra- quel al son de un porro caribeño, dejando caer sus pantalones un poco más de lo debido, remedaba sus gestos con los ojos y bamboleaba las piernas y la cintura detenidamente de un lado a otro. Así cautivaba a su público.

    Le gustaban El show de Benny Hill y El Gordo y el Flaco. Se rio hasta las lágrimas con los mismos episodios de El Chavo del 8 y de El Chapulín Colorado y con las mismas películas de Cantinflas. Sus carcajadas retumbaban por toda la casa.

    —Pero, papá, ¿la miiiiisma película otra vez?

    —¡Es que este verraco sí era un genio! —respondía.

    Fue amigo de infinidad de personajes nacionales. También tuvo muchos enemigos que, heridos por sus críticas y denuncias, trataron de ponerle obstáculos, produciendo en él el efecto inverso: lo estimulaban a mostrar con más ahínco lo que no funcionaba en Colombia.

    Detestaba la soberbia, la figuración; celebraba la sencillez. En la carta donde relató mi nacimiento, escribió, dirigiéndose a mi madre: “Lo único que espero en la vida es que la niña sea sencilla como tú”.

    Fumó durante años y yo me uní a él. El acto y el gesto le gustaban. Pero sus primeros problemas cardíacos hace veinte años lo privaron de este placer terrenal. Desde entonces me pedía que me sentara a su lado a fumarme un cigarrillo para sentir el olor y, con los ojos cerrados, revivía el recuerdo de aquel vicio. En un comienzo no permitió que los invitados a casa fumaran afuera:

    —No estamos en Miamí —decía acentuando la segunda i—. Acá se fuma en la sala.

    Era un frenético guardián de los modales en la mesa: comer con la boca cerrada, no chasquear, como llamaba a las mascadas bulliciosas, cortar el pan con las manos antes de llevarlo a la boca, no poner los codos sobre la mesa… Toda una retahíla de normas que yo cuido obsesiva y ansiosamente como parte de su legado.

    Disfrutaba de la comida y la bebida. Podía consumir hasta el cansancio. Admiraba desde un plato refinado hasta una fritanga en una plaza de mercado. Conocía todo el espectro de la comida colombiana. Se deleitaba con lo que le pusieran enfrente: gusanos mojojoy, mico, chigüiro, almendra de la selva, palmitos y hasta sopa de comején, que, aseguraba, era “un plato para dioses”1.

    La buena cocina para mi padre era un verdadero placer. No escatimaba gestos ni palabras para alabar ningún plato. Él, por el contrario, no fritaba un huevo. Con el licor también se deleitaba a veces demasiado, hasta que el cuerpo le recordó que ya no podía. Y todos sus placeres mundanos le fueron retirados uno a uno. Y con qué valentía y rigor enfrentó esa etapa de su vida. Primero fue su corazón, durante mi primer año en Francia, luego vino la diabetes y así, paulatinamente, una nueva restricción alimenticia llegaba con cada consulta médica. Luego, con sus problemas de riñón, la dieta de mi padre se convirtió en un aburrimiento absoluto. No se tomaba una sola copa, ni rogándole; no quebrantaba su régimen ni por la mayor de las súplicas. Pero de su boca jamás salió una queja o un lamento. Nunca nos pidió que comiéramos o nos limitáramos como él. Por el contrario, les hacía fiestas a sus huevitos en la mañana —cocidos 6 minutos y 30 segundos, ni uno más ni uno menos— y a su caldo o su yogur de la noche.

    No hace falta decir que era un hombre culto, de una inteligencia sorprendente y un lector empedernido. Leía la prensa a diario, religiosa y obsesivamente. Devoró narrativa, ensayo, antropología e historia. Podíamos pasar horas hablando sobre nuestras lecturas. A veces, su visión de un relato me sorprendía: él era capaz de ver entre líneas lo que nadie más podía; su capacidad de síntesis y de análisis era prodigiosa. Con los años le vino la pereza o la crítica exacerbada, entonces decidió leer por partes o retomar los clásicos, pero los abandonaba pronto.

    Fue un hombre guapo, encantaba a las mujeres. Su “buenamozura” era un todo: su físico y la manera de cuidarlo, su cerebro, su humor, su manera de pensar, su sarcasmo, su forma de enfrentar su oficio, de inventarlo, su decisión de perseguirlo, su inteligencia y pensamiento crítico le dieron un aura de seguridad para la cual, pienso, no estaba destinado. La vida quiso que creciera con dificultades, que afrontara caminos de soledades y tuviera grandes responsabilidades desde temprana edad. El juego fue rápidamente reemplazado por el trabajo. Su destino, como él mismo lo decía, habría sido “terminar en un cafetín de mala muerte”. Pero persiguió su sueño de ser cronista y alcanzó lo inesperado.

    Fue un hombre atractivo hasta el final. En las fotos familiares, él era el único al que no le pasaba un año. Su fachada seguía siempre hermosa, con esa impronta orgullosa del mestizaje, una perfecta combinación de sus orígenes. Las canas le brillaron hasta el último segundo, el bigote estuvo siempre bien mantenido y las arrugas del tiempo lo atacaron muy poco. El porte, hasta en el peor de los estados, era su actitud frente a la vida.

    Celebraba la estética: la belleza femenina, las cosas bonitas, un texto bien escrito, una casa bien decorada, una mesa bien puesta, el buen vestir, el buen hablar, el buen comer. Además, era un magnífico fotógrafo. De hecho, después de algunos años de corresponsalía, decidió tomar él mismo las fotos para acompañar sus artículos. Con su cámara, que llevaba a todos lados, registró su historia y la nuestra. Cada instante capturado refleja su amor por la imagen, su sensibilidad y la fidelidad que le debía a la precisión.

    Conocí el minimalismo antes de estudiar arquitectura gracias a él. Cuando escuché por primera vez en la facultad la máxima de Mies Van der Rohe, “menos es más”, pensé: “Se la robó a mi papá”.

    Detestaba la simetría, otro de los rasgos que heredé, y cuando mi mamá llevaba algún objeto decorativo a casa, prestaba una atención casi maniática:

    —Quita vainas —decía—, que se vea la mesa no el jarroncito, esta no es una tienda. De pronto se me rompe.

    Lo mismo con la escritura: no soportaba el mal uso del lenguaje y los adjetivos innecesarios lo incomodaban tanto como los objetos. Iba al grano y al sentido de las cosas, sin arabescos, arandelas ni redundancias. “La belleza de un texto, su lado profundo, no está en la cantidad de adjetivos que integres. El poder de la escritura viene del fondo. Tu capacidad de contar es hacer sentir los lugares y las situaciones. Para eso no necesitas adjetivos”, solía decirme.

    Consideraba este estilo superfluo cuando se posee riqueza literaria; lo que García Márquez llamaba “la deshidratación del lenguaje”, refiriéndose a La mala hora 2. Para Germán, la destreza del escritor residía en describir imágenes adentrando al lector en sensaciones: “¿Para qué digo un camino embarrado si lo puedo hacer embarrado?”.

    Sostenía que “el periodista que se atreve a decir en un periódico que ‘los arreboles de la tarde mueren en el río’ debe ser honesto, retirarse del oficio y dedicarse a escribir cuentos. No se debe exagerar en la descripción ni escribir, como leí hace poco, frases como ‘las cinturas torneadas de las palmeras’. Eso denota dos cosas: falla en el trabajo de campo o que no es buen periodista porque tiene que escudarse en descripciones cursis. El periodismo colombiano está lleno de poetas mientras que la gente simplemente quiere información”3.

    Mi vocación no es un azar. Mi pasión por la estética me viene de él. La respiré toda la vida, así como tantas otras cosas que hoy me definen. Yo vengo de él y a él le debo tanto… Me hace falta escucharlo decir “admiro tu criterio” cuando estoy en lo más bajo de la escala, porque si tengo criterio es porque me dio la libertad de adoptarlo; mis padres me regalaron el tesoro más preciado que puede tener un ser humano: el libre albedrío. Mi opinión se forjó gracias a la de ambos.

    Me gustaba absorber sus enseñanzas, escuchar sus instrucciones, sus historias. Que me enseñara a bailar —moviendo solo de la cintura para abajo, sin levantar los pies y al compás un, dos, tres, ta—, a colgar un cuadro, a pescar renacuajos, a montar en bicicleta, a hacer carreras de carritos, a mantener la posición en una parada de manos controlando el cuerpo con el abdomen, a conducir, a escribir a máquina, estableciendo el ritual de escuchar el timbre al final de cada renglón, como si fuera una sinfonía. Que me explicara que los piratas no fueron solo holandeses e ingleses, sino también franceses. Invadir su territorio para mostrarle mis escritos. Su celebración de mis éxitos y su aprobación eran para mí como ganar el Pritzker, el Nobel.

    La nuestra fue una relación estrecha, una de admiración mutua y profunda. Compartíamos afinidades y convicciones arraigadas; nos entendíamos con las palabras, pero también en las caricias y los silencios.

    Hoy me pregunto hasta qué punto mi empeño por construirme de cierta manera buscaba obtener esa admiración.

 

1. “Germán Castro Caycedo: La historia que no contó en sus libros”. En Ver Bien Magazín, 15 de marzo de 2012.

2. Gabriel García Márquez y Mario Vargas Dos soledades. Un diálogo sobre la novela en América Latina. Alfaguara, 2021.

3. Gonzalo Guillén. “Este campesino hace los mejores reportajes de Colombia”. En Elenco, 15 de noviembre de 1979.