Trump, el fascinador

14 Enero, 2021

Por LUCERO MARTÍNEZ KASAB

Psicóloga, Magister en Filosofía

Sentados sobre taburetes en la oscuridad de la noche aclarada solo por la luz de un mechón prendido con gasolina, varias personas alrededor del más viejo escuchan la historia que va narrando como sus ancestros; sabe cuándo quedar en silencio o avanzar al ritmo de sus manos que simulan el nadar de una serpiente. En otra parte del mundo, muchos siglos antes, arrellanados sobre alfombras que cubrían las arenas del desierto también se escuchaban historias mágicas de deseos de amor, de riqueza, de libertad de hombres y mujeres. Pero, aún más atrás en el tiempo cuando el humano empezaba a nombrar las cosas, uno de los cazadores hincado por el hambre, respaldado por su fuerza física con un lenguaje pleno de ánimo y de esperanza convence a sus compañeros de cazar a aquel animal inmenso que sería alimento para ellos y sus familias.

Hoy, pervirtiendo el lenguaje que era para echar a andar la imaginación, para amar, para trabajar; corrompiendo el don de mando necesario para conducir a la tribu a través de los peligros del camino; burlándose de la ingenuidad de los que creen en la magia existe un sujeto que, egoístamente, está haciendo daño uno a uno o colectivamente a otros seres humanos, es el fascinador.

Fascina por su rítmica voz que habla como los genios de Oriente de cumplir los deseos de quien lo escucha, emanando una gran confianza en sí mismo. El encantador -también hay encantadoras pero, ellos son mayoría-, llega ahí donde las dificultades de la existencia aprietan la garganta del inocente que clama tanto por una oportunidad para vivir que su pensamiento crítico se obnubila, cede a la angustia, entregándose a la fantasía de creer superior, casi mesiánico, a ése que le habla. El inocente, durante el embrujo, entregará lo mucho o lo poco que tiene material o espiritualmente hasta quedar completamente desvalijado y solo cuando la realidad haya cruzado por sus cinco sentidos y penetrado hasta la última neurona del dolor, despertará, sin nada suyo.

No hay medida para establecer los límites del sufrimiento de un solo ser humano mucho menos de sociedades enteras que son objeto de la crueldad del fascinador.  Porque, cuando encuentra a otros no tan encantadores, pero sí con la misma distorsionada visión del mundo donde los demás son menos y éstos que se creen menos comienzan a seguirlos devotamente renunciando incluso al sentido común de las cosas, creará un movimiento que irá de unos pocos a miles si no hay una contraparte sana que frene de manera oportuna tal asociación dañina que solo busca su propia satisfacción, y que estará amarrada internamente por algo profundo e invisible: una ideología que aspirará al poder político.

Los fascinadores lentamente están siendo enfocados por la luz de la sabiduría popular y de la psicología que siguen la estela de sufrimiento, de crueldad, de horror que van dejando a su paso en la sociedad como una infección que ataca un organismo vivo; por lo pronto, nos dice el sentido común y la ciencia: “cuando a tu paso te hable un encantador de serpientes, no te detengas, sigue de largo, ¡huye!, para salvar tu vida”.

Pero los países no pueden huir. El pueblo atrapado por un fascinador como Donald Trump o Álvaro Uribe o los fallecidos Fidel Castro, Hugo Chávez, entre otros, -con las naturales diferencias individuales- sólo puede defenderse mediante la fuerza que da la unión de los líderes contrarios al partido que sostiene a estos individuos desajustados emocionalmente. Existe el mal entre los seres humanos más allá del concepto moral, es el mal dentro de una personalidad que, una vez llegado al poder político tiene la potencia de generar un caos macro social profundo. La historia nos advierte de lo anterior a través de hechos irrefutables como lo sucedido en la Segunda Guerra Mundial donde confluyeron personalidades con alteraciones capaces de invadir el terreno de lo socio político. Nunca más el mundo se puede permitir que subjetividades como Hitler, Mussolini, o Stalin, lleguen a comandar un país. El asalto la semana pasada al Capitolio de los Estados Unidos por una turba enardecida incitados por Trump, que dejó cinco muertos y que ha podido derivar en una tragedia enorme, sigue el mismo patrón que han estudiado los psicólogos y sociólogos alrededor del comportamiento de los humanos en grupo. En grupo, los humanos se confunden entre sí como si fueran un solo individuo, desaparece la crítica personal, el límite del sujeto para confundirse en un solo propósito y un solo sentimiento grupal que no se detendrá hasta llegar a las últimas consecuencias. Tenemos en la filogenética la estructura de la horda caracterizada por la ausencia de la reflexión, nos volvemos una manada de animales atacando una presa; retrocedemos de donde venimos hace tantos millones de años.

Contrario a lo que se podría pensar detener las incitaciones de un líder trastornado –el que pervirtió el encanto de las palabras, del arte de hacer soñar con un mundo mejor- no menoscaba la democracia; la defiende, porque la preserva de lo fáctico de quienes son incapaces de resolver con el argumento, lo racional, las diferentes posiciones ante un fenómeno dado. Un país no puede estar dirigido por una personalidad que permite que la emoción le domine la razón. Y, el uso de razón lo debe defender el resto del pueblo o los representantes en el poder político.  Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.