Sin violencia

17 Febrero, 2021

Por RAMÓN MOLINARES SARMIENTO

Bien cocido, de grata y saludable lectura, escrita por un colombiano, es una novela excepcional porque expresiones como sicario, odio, muerte violenta, masacres… son desconocidas por los protagonistas: inmigrantes procedentes de Italia, China, Vietnam y otros países, que en Canadá se sienten unidos por estrechos lazos de amistad, solidaridad, gratitud y, en un caso particular, por un grandioso amor sin sosiego. Ninguno de ellos olvida la primera mano que le fue tendida en ese amable país.

La historia, primer premio en concurso de la Cámara de Comercio de Antioquia, se desenvuelve entre restaurantes, cocinas, cocineros, picadores de verduras y chefs que solo rivalizan por alcanzar el mayor punto en el sabor de la comida, “la mejor experiencia humana que se puede vivir diariamente sin hartarnos de ella”.

Intrigante es la actitud del chino Yu, quien, según sus colegas, nunca les facilita completa la receta de su sopa. Se sospecha que las ramitas, las verduritas, las hojitas que le faltan para obtener el delicioso sabor, las lleva escondidas el chinito en la mochila que carga sobre la espalda, de la que no se desprende ni para ir al baño.

De esta suerte son las molestias que se presentan en la cocina de El Templo del Sol, un restaurante que abrió el vietnamita Hai con la ayuda del inmigrante italiano Guido Panceta, dueño de Panceta Pasta Italiana, en donde se desempeñó como jefe de cocina durante varios años.

Tan agradecido se siente Hai con el italiano, que cundo decide regresar a Vietnam, después de tres décadas de ausencia, le vende el prestigioso Templo del Sol al hijo de Guido, no a Yu, quien pensaba que se lo dejaría por lo menos en administración.

En el primer capítulo de la novela, la asombrosamente bella descripción de una tormenta que azota la embarcación en que un grupo de vietnamitas huye del régimen de Ho Chi Min, me hizo pensar que el autor, Luis Molina Lora, podría ser un marinero, un experto en navegación; en los siguientes, la esmerada preparación de platos de la comida asiática y europea, particularmente de recetas italianas y francesas, me llevaron a conjeturar que el narrador, además de marinero, debería ser un chef o un inmigrante que habría laborado durante mucho tiempo como cocinero en hoteles de cinco estrellas.

Algunas páginas me produjeron la sensación de estar leyendo un sesudo ensayo sobre pintura, escultura, fotografía, artes visuales en general, lo que, a la larga, me permitió suponer que el autor, licenciado en literatura de la Universidad del Valle y doctorado en la misma disciplina en Toronto, no es marinero ni pintor ni cocinero sino un juicioso y disciplinado escritor que investiga a fondo sobre los oficios que desempeñan los personajes para mejor caracterizarlos, hacerlos visibles, memorables.

Inolvidables son el precavido, misterioso y un tanto egoísta Yu; el tierno y apacible Hai, quien comparte una bellísima relación fraterna con Pedacito de Mierda, como llama con cariño a su hermano menor, a quien durante treinta años cree haber perdido para siempre en medio de la tempestad que sorprendió al barco en que huían de Vietnam; inolvidable es el inquietante y polifacético Edward, que se la pasa viajando por todo el mundo en busca de sabores de plazas de mercado; e inolvidable es también, entre otros personajes, la señora Fiorella, que sueña con un hijo que no llega a causa de la esterilidad de Guido Panceta, su esposo. Este es el único conflicto espinoso de la historia que se nos cuenta.

Cualquiera diría, fuera de contexto, que hay algo de perversidad en la manera de sobreponerse a la esterilidad, pero la lectura de este episodio hace pensar que es el inmenso amor que siente por su esposa lo que lleva a Guido a sublimar el acto de procrear: crea unas circunstancias en las que es imposible que la señora Fiorella, a quien considera una santa, no copule con un extraño vendedor de enciclopedias. El hijo putativo es adorado por Guido y su compañera de toda la vida, pero ella vive sin sosiego a causa del remordimiento que le produjo haber engañado al esposo. Cuando muere, es Guido quien hereda el desasosiego; se siente culpable por no haberle confesado a su esposa que sabía que el hijo no era de él, lo que le hubiera permitido vivir en paz.

Los comensales de El Templo del Sol salen siempre con el sentido del gusto plenamente satisfecho, pero no pueden imaginar el placer estético que experimenta el chef cuando logra alcanzar el sabor que promete la receta más exigente.

Como el artista que se distancia del cuadro que pinta para observar mejor su creación, Hai se complace en examinar desde lejos las sensaciones que experimenta el comensal a medida que va percibiendo los distintos sabores y texturas, a veces crocantes, de los platos bellamente servidos.

La obra abunda en sabores, gustos, especias, aromas, hervores y verduleros asiáticos que no le venden sus productos a cualquier restaurante, pero, a la larga, después de todo eso junto, lo que nos queda claro es que lo bien cocido es la novela que comentamos; un texto que nos parece sometido de antemano a una rigurosa y original receta literaria, a un chef que no deja que otro meta las manos en lo que cuece. El narrador es como uno de esos severos directores de teatro que les marcan todos los desplazamientos a los actores y no les permite improvisar un gesto ni un parlamento que puedan malograr el placer estético que se espera de la obra.

De un cuentista suele decirse que antes de ponerse a escribir ya sabe cómo va a comenzar y terminar la historia, que sólo desconoce los pormenores intermedios; del novelista se piensa que sabe cómo comenzará la historia, pero no como ha de terminarla: en la novela los personajes tiene tiempo para envejecer, se enferman, se accidentan, se les salen de las manos al autor, que no puede prevenir el destino de cada uno de ellos.

Los tres primeros capítulos de la obra parecen noveletas, cuentos largos perfectamente concluidos; mas al avanzar en la lectura observamos que éstos y todos los siguientes están ligados como por finísimos hilos de algodón, provenientes de ovillos de diferentes colores, con los que se va conformando una obra literaria que podría convertirse en fuente de inspiración para uno de esos artistas que tejen cuadros que se exponen en galerías de arte textil.

Bien cocido nos deja la sensación de que el autor, riguroso investigador de artes y de oficios diversos, estuvo craneando durante mucho tiempo una visión totalizadora de la obra, elaborando un plano con cálculos impecables, del que después no podría distanciarse ni le permitiría a los actantes extraviarse, tomar un camino distinto del previsto.

Bien cocido es como una autopista mil veces recorrida por la mente del escritor, de modo que cuando se siente preparado para recorrerla con la pluma lo hace con tranquilidad, con placidez, porque conoce muy bien el punto de partida, los nudos que forman los viajeros en las encrucijadas y la manera de desenlazarlos para llegar felizmente al final, anunciado en esta ocasión  por el apetitoso olor que sale de la cocina de un restaurante de paso, de reposo.

El autor no le ha dejado ninguna puerta abierta al azar. Todo ha sido bien planeado desde el comienzo, todo muy bien cocido.