Simón

22 Diciembre, 2020

Por SIMÓN VILLEGAS RESTREPO

Voy en un avión de vuelta a mi ciudad. No son unas vacaciones. No salgo de un tiempo para entrar a un tiempo especial, en el que las cosas se tomen un descanso, tal como ocurría cada vez que terminaba un semestre de la universidad e iba a Medellín. Me dirigía siempre a una vida entre paréntesis y encapsulada, ideal para el comentario reflexivo o poético, según ocurre siempre con los incisos de los textos en prosa o de las vidas prosaicas. Una cápsula como este avión, como estos pensamientos a los que les finjo el tiempo presente. Pero las cosas no ocurrían nunca en esa ciudad a la que iba, a la que voy. Había venido a Bogotá para que sucedieran aquí las cosas, que es mi manera genérica y precisa de llamar todo lo que pasa en una vida, aunque tal vez no sea tan preciso decir aquí, pues ya el avión se aleja y se pierde entre las nubes grisáceas y el infinito ennegrecido. Voy a las cosas nuevas. Y voy en una cosa.

     Adelante va un niño que conversa con una mujer. Ella susurra; él rompe el silencio que todos respetamos. Solo su voz impide que me quede dormido. Supongo que la mujer es su madre, así como que él tiene seis años. Es uno más de los actos de imaginación sin los que no habría ninguna certeza. No sé nada de quienes van adelante, pero me basta esa verdad de la costumbre. Solo que ahora, mientras me duermo, la realidad parece toda una suposición débil, la posibilidad de una ficción cuya idea pronto se abandona. Y por lo mismo, esta vez no me detengo ante la constatación habitual y sigo el hilo de lo imaginado: ahora también se llama Simón el niño.

     Simón tiene mi tiempo en esta ciudad. Nació cuando llegué con mi papá —¿por qué uso esta palabra para el mío, pero digo madre para la de Simón?— y ha vivido todo para que lo encontrara en este momento, cuando dejo Bogotá para no volver en muchos años. Atrás queda la ciudad: el tiempo es el cuerpo de Simón, pues el cuerpo, más que una extensión, es una duración, una espera y un ímpetu de no detenerse en el próximo instante. La ciudad desaparece, pero aquí se vienen estos años, en la voz de Simón que rompe el silencio y evita que me duerma. Claro que su tiempo es más largo que el mío, al menos más largo del que distingo en mi memoria vulgar. Él ha hecho infinito un tiempo que yo solo puedo medir en años. Él acaso en pasos, gateos y esfuerzos. 

     Primero se le duplicaron y reduplicaron las células para formar órganos y tejidos. Esto ocurrió en la época en que me preparaba para venir. Todo fue tomando un lugar. Nació el quince de enero, una semana después de la muerte de mi abuelo, el día en el que yo también traté de dejar mi vida en Medellín para venir por otra en Bogotá. Empezamos a ser Simón. Solo que el cuerpo de mi vida nueva se pareció mucho al que ya tenía. Simón se multiplicó a sí mismo desde la nada, fluida como las aguas donde nadaba el Espíritu. La procreación repite siempre la Creación. Yo lo hice, pero sin notarlo. Y también sin darme cuenta fuimos descubriendo, como Simón que éramos, ¿o Simones que éramos?, el aire y su invisibilidad, el agua y su fluidez, la tierra y su divisibilidad, el calor y su envolvimiento. Bogotá trajo también todo eso: solo que yo, a diferencia de Simón, no me asombré. Pero, de pronto, cuando Simón ya gateaba, éramos otros hechos de los elementos descubiertos, como yo de la lluvia bogotana siempre sucia.

     Luego Simón caminó. Conoció otras direcciones. Vio que las manos no debía ponerlas solo donde alcanzaban a caer, en el lugar más próximo. Los pies le fueron enseñando otra imaginación. Y así llegó, llegamos, a lugares de nuevas preguntas: a ese otro camino que fue la filosofía, desvío del plan original de ser periodista, descubierto porque ya había aprendido a caminar en la ciudad que abandono y de la que decía que no me iría. Hoy me voy por un nuevo camino, y ni siquiera necesito poner los pies sobre la tierra.

     Simón aprendió a volar. Ya no solo alzó las piernas y las puso adelante. Supo impulsar el cuerpo para que, completo, solo con su propia fuerza, se pusiera en un lugar que ya había calculado, donde había supuesto, imaginado, que podría caer. El brinco era el primer vuelo. Siguieron saltos y correrías, capas, disfraces y actos de libertad para desobedecer la ley de la gravedad y la ley de los papás, que a efectos prácticos son una sola ley que dicta no desafiar el vacío. Simón venció la ley. Y la prueba es que ahora me acompaña en este gran brinco sobre el vacío.

     Por fin me duermo. Esta es la parte más fingida de este texto que compuse con otras palabras en el avión. Simón ya no habla. Soy yo el que escribo. Lo hago desde el futuro de esa ensoñación con la que precedí el sueño en el viaje. Vuelvo a pensar que mi tiempo es un cuerpo de niño. Ese es el signo de mi regreso a Medellín. La vida empezó de nuevo en enero de 2015. En lo que conocí e hice en Bogotá cabe un Simón, otro Simón, uno que tal vez siga creciendo en Medellín. Y pienso que empieza otro posible Simón con una multiplicación, una proliferación, una replicación en la que constato, desde este cuerpo viejo y este cuerpo más joven que formé en Bogotá, desde Simón y Simón, desde este útero que vuela en la oscuridad, que una vida nueva siempre puede empezar en la vida.

     Con Simón vuelvo al final de mi adolescencia, cuando ir a Bogotá me parecía la única vía para alcanzar una verdad que la vida me velaba en Medellín. No buscaba la verdad, sino el sentimiento que Simón me despierta en el umbral del sueño: el de estar a punto de entender esa verdad. Esa. O una. O la verdad.

     Contra el sueño y contra el aterrizaje inminente, intento el tiempo presente para sostener el instante en el que late mi verdad latente.

     Tal vez presiento mi nuevo corazón.