Septiembre sangriento en Chile

05 Noviembre, 2018

Por ENRIQUE SANTOS CALDERÓN*

Encaramado en el techo de la cancillería mexicana me tocó presenciar, el 11 de septiembre por la mañana, cómo dos aviones Hawker-Hunter de la Fuerza Aérea Chilena liquidaban con sus bombas de 50 kilos el experimento de socialismo democrático de Salvador Allende

         Yo había llegado a Chile el domingo por la noche para tomar parte en un seminario para periodistas latinoamericanos organizado por la Cepal. En el mismo avión de Avianca en que arribamos parte del grupo, viajaba la mujer de Allende, Hortensia Bussi, procedente de México. Mi primera sorpresa en Chile fue asomarme a la ventanilla del avión y ver a nadie menos que a Allende dirigiéndose a la parte delantera de la nave. En el aeropuerto había pequeñas manifestaciones en las que opositores y partidarios del régimen parecían milimétricamente repartidos.

         De ahí en adelante esos 10 días en Chile fueron una sucesión interminable de sorpresas. Santiago era una ciudad paralizada. El comercio y el transporte estaban en huelga, escaseaba el combustible y la falta de alimentos comenzaba a volverse dramática por el ya prolongado paro de camioneros. Esa noche fue imposible encontrar un restaurante abierto. El que abriera sus puertas se exponía a atentados terroristas por parte de la extrema derecha. Vimos varios locales con las ventanas y puertas destrozadas; las calles solitarias, llenas de vidrios, eran patrulladas por soldados que requisaban vehículos y personas.

         El cerco económico que le habían tendido la clase media y la pequeña burguesía propietaria al gobierno de la Universidad Popular, se estrechaba cada vez más. El clima de tensión política y de lucha de clases, se respiraba desde el primer momento en Chile. La gente hablaba de guerra civil, de divisiones en las Fuerzas Armadas y, sobre todo, de golpe militar. “De esta semana no pasa”, sostenían con insistencia los enemigos del pueblo. Y así fue.

Morir peleando

         El martes, poco antes de las ocho de la mañana, recibí en el hotel una llamada de Gloria Gaitán, quien trabajaba con la Presidencia de la República, en la que me informaba que los militares se habían movilizado contra el gobierno. Parecía que estaban unidos. Bajé rápidamente al lobby del hotel, donde me encontré con Manuel Mejido, colega de Excelsior, de México, quien también había recibido informes. Juntos tratábamos de llegar al sector del palacio de la Moneda. Imposible. Estaba acordonado.

         Mientras caminábamos por las calles, sin saber exactamente qué pasaba, oímos por la radio las últimas palabras de Allende al pueblo chileno, en las que anunciaba su decisión de morir peleando. De repente comenzamos a oír disparos. Intermitentes al comienzo, luego sostenidos y finalmente ráfagas cerradas. Había comenzado el intercambio de bala entre los francotiradores, apostados en los edificios públicos, y la tropa. La gente corría por todos lados, las mujeres lloraban. Comenzaron a aparecer, como salidos de la tierra, soldados armados hasta los dientes, apuntando para todos lados y gritando órdenes perentorias de evacuar el centro de la ciudad.

         En ese momento era difícil captar todo el significado de lo que ocurría. La única preocupación era correr por el costado de los edificios. Mejido sugirió que nos refugiáramos en las oficinas de la cancillería mexicana, situada a varias cuadras de la entrada de Providencia.

         Desde allí seguimos las primeras noticias en la radio y nos fuimos enterando de la decisión de los militares sublevados de ir hasta las últimas consecuencias. La dirección ideológica de los golpistas fue clara desde un comienzo. Los bandos militares, que se transmitían cada cinco minutos, no hablaban sino de “extirpar el cáncer marxista”.

El bombardeo definitivo

         Luego vino la orden de rendición al presidente Allende, el plazo perentorio para abandonar la Moneda y su rechazo enérgico a las exigencias militares. El abaleo se había generalizado en diferentes partes de la ciudad y, en dirección de la Moneda, alcanzaba a detectarse el sordo cañoneo de los tanques. De pronto aparecieron los dos bombardeos Hawker-Hunter que habrían de decidir la desigual batalla. Desde el último piso de la cancillería vimos cómo tomaban vuelo para luego bajar en picada detrás del cerro de San Cristóbal. El proceso se repitió varias veces. Se escuchaba la explosión de las bombas, los aviones ascendían nuevamente y segundos después se veían gigantescas columnas de humo. La Moneda ardía.

         El impacto del momento era tan brutal como desconcertante. El palacio presidencial estaba siendo bombardeado. No podía ser, estábamos en Chile. Aquí no sucedían estas cosas. La acción unificada de las Fuerzas Armadas contra el gobierno de la Unidad Popular, el ataque aéreo sobre la Moneda, el estado de sitio, el toque de queda, todo se produjo en vertiginosa sucesión. Imposible de asimilar en lo que ocurría minuto por minuto, pero perfectamente clara en sus implicaciones profundas: los militares habían dado el temido golpe, se había roto una tradición histórica del país y la vía chilena al socialismo había sido brutalmente cancelada.

         En estos momentos se produjo uno de los bandos militares más dramáticos: “El señor Allende (ya no le decían presidente) ha solicitado cinco minutos de cese de fuego para evacuar unas personas. No se le pueden conceder”. A partir de ese instante y durante varias horas la suerte de Allende fue un misterio en todo el país. Comenzó la ola de rumores que luego invadiría todos los aspectos de la situación chilena. Que había logrado escapar, que se había rendido, que estaba asilado en la embajada de Cuba. Luego se supo la verdad. A las seis de la tarde, la junta militar anunció escuetamente por radio y televisión que el cadáver del presidente había sido encontrado en la Moneda.

Los fusilamientos

         Las próximas 36 horas de toque de queda ininterrumpido fueron de forzoso enclaustramiento en el hotel Sheraton, donde los diecinueve periodistas del seminario que nunca se realizó quedamos incomunicados y dependiendo obligatoriamente de los boletines radiales y de televisión. Compartíamos la angustia común de estar viviendo un momento histórico y, sin embargo, de estar fuera de él.

         La radio y la televisión chilenas, que hasta entonces habían sido reflejo de las más diversas y enfrentadas opiniones, comenzaron a transmitir sucesivos bandos militares en los que se anunciaban, con un fondo de balazos y detonaciones, las drásticas medidas del nuevo gobierno militar.

         Las noticias comenzaron a hablar de allanamientos de fábricas, universidades, de diarios y partidos de izquierda, de “reducción y fusilamiento de extremistas”, de extranjeros peligrosos y dirigentes buscados. Lentamente se fue esbozando el tenebroso panorama. La junta hablaba de la “libertad recuperada”, de la “democracia rescatada”, cuando simultáneamente imponía la más estricta censura de prensa, disolvía los partidos políticos, clausuraba el Congreso, ejecutaba gente sin fórmula de juicio y derrocaba un gobierno que había sido libremente elegido.

         Los tres primeros días fueron un baño de sangre. Sobre eso ya no cabe duda alguna. Se fusiló gente en forma masiva en numerosos sectores de Santiago y el resto del país, las poblaciones (tugurios) donde había fuerte influencia de la izquierda fueron bombardeadas y cualquier conato de resistencia en las fábricas ocupadas por obreros, fue sangrientamente sofocado.

         Estos datos me fueron suministrados posteriormente, en conversaciones secretas con dirigentes medios de la Unidad Popular, cuyos nombres no revelo aquí por obvias razones. Además, la junta militar en ningún momento ocultó su propósito de “liquidar a los extremistas”. El problema es establecer a quién se considera extremista en un país donde una tercera parte de la población simpatiza con partidos marxistas. Imposible calcular el número de muertos en cifras precisas. Son, en todo caso, varios miles. Y si bien los 40 mil muertos de que hablan algunos sectores de la izquierda pueden ser exagerados, el número de doscientos que da la junta militar es francamente grotesco.

El mundo de Sheraton

         Durante los primeros días se respiraba, también en el Sheraton, un ambiente de tensión. Los “momios” (chilenos de derecha) destapaban champaña y aplaudían cada bando militar, mientras que el personal de servicio guardaba un amargo silencio. Hubo amagos de enfrentamiento entre partidarios y enemigos del gobierno. También entre los periodistas tuvimos apasionadas discusiones, que no impedían que todas las noches nos reuniéramos a confrontar las informaciones recibidas de nuestras respectivas fuentes. En algunos puntos –como el caso de los fusilamientos- coincidían los datos.

         Manuel Mejido, el mexicano, de quien me había separado ese martes por la tarde, logró hablar con la esposa de Allende y varias personas evacuadas de la Moneda a la embajada de México. Fue también el único periodista que pudo comunicarse en esos días con el exterior y convertirse en el autor de las mejores “chivas” que salieron de Chile esa semana.

         Durante el día, el hotel se dio una organización con disciplina militar: horarios únicos, menú fijo, suspendidos todos los servicios no esenciales, racionamiento estricto de todo. Las llamadas locales no podían exceder de tres minutos.

         Las primeras noches presenciamos desde el último piso del hotel el espectáculo de una ciudad en guerra. Se escuchaban detonaciones y abaleos por todas partes, pero sobre todo de los “cordones industriales” y de un sector llamado Vicuña Mackenna, donde existía una fuerte organización obrera. Era evidente que había zonas que aún resistían y resultaba impresionante pensar en el heroísmo suicida de las personas que combatían aisladamente contra la fuerza combinada de aviones, tanques y helicópteros con ametralladora.

         El jueves por la tarde logré trasladarme al centro en compañía del embajador Juan B. Fernández y del consejero Octavio Calle. Ellos deseaban ir a las oficinas de la embajada que, debido a su cercanía a la Moneda, fueron abaleadas. Fue un recorrido dramático por una ciudad devastada, donde todos los edificios céntricos mostraban el impacto de proyectiles. Aún se escuchaban disparos de francotiradores aislados. La tropa respondía y también disparaba al aire para hacer circular más rápidamente a la poca gente que tuvo acceso ese día al centro.

         No pudimos llegar a la embajada, aunque sí logramos un fugaz vistazo de la Moneda. Al otro día se permitió a la ciudadanía llegar hasta el palacio presidencial. Había que escarmentar a la gente. El sentido de la medida era obvio. Y su mensaje claro: esto le pasará a quien resista, del presidente para abajo. Los chilenos concurrieron por millares. Presenciaban boquiabiertos las cuatro paredes. Muchos se acercaban a llevarse, como recuerdo macabro, algún escombro del escenario donde había sido aplastado en sangre el más fascinante experimento democrático de América Latina.

*SOBRE EL AUTOR. Enrique Santos Calderón es miembro de la familia Santos y, por tanto, sobrino nieto de expresidente liberal Eduardo Santos, de quien heredó acciones de El Tiempo. Es nieto del columnista Enrique Santos Montejo "Calibán". Hijo del conservador de extrema derecha Enrique Santos Castillo y Clemencia Calderón. ​ Sus hermanos son Juan Manuel Santos –ex presidente de Colombia–, Luis Fernando Santos, ex directivo de El Tiempo, y Felipe Santos, empresario de espectáculos.​

Ingresó a El Tiempo el 1 de mayo de 1964, junto con otros dos principiantes: Daniel Samper Pizano y Luis Carlos Galán. Santos y Samper se desempeñaron como asistentes del director Roberto García-Peña, haciendo seguimiento de noticias locales e internacionales, ​ en tanto que Galán ofició como reportero. Fue editor de la sección internacional y en 1970 se hizo cargo del suplemento literario "Lecturas Dominicales".​ En diciembre de ese año publicó por primera vez su columna "Contraescape", la cual continuó escribiendo de manera ininterrumpida hasta abril de 1999, cuando asumió la codirección del periódico, junto con su primo Rafael Santos Calderón.​

Junto con otros intelectuales y periodistas que compartían su tendencia política de izquierda, entre los que se encontraban Gabriel García Márquez, Jaime Bateman Cayón, Antonio Caballero y Orlando Fals Borda, creó la Revista de izquierda Alternativa, el 18 de febrero de 1974.​ Esta publicación se destacó por su crítica directa al régimen bipartidista establecido por el Frente Nacional, y en especial contra los gobiernos de Alfonso López Michelsen y Julio César Turbay Ayala. Alternativa desapareció por problemas económicos 1980, por lo que Santos Calderón regresó a El Tiempo, de extrema derecha. ​

Posteriormente se fue a vivir a París y a su regreso a Colombia presidió el Comité de Solidaridad con los Presos Políticos,​ organización cercana al comunismo y dedicada a la defensa de los guerrilleros prisioneros y de personas vinculadas a grupos de izquierda.

En 1984 integró la Comisión de Paz del presidente Belisario Betancur, cuyos diálogos permitieron la creación de la Unión Patriótica, partido que luego fue exterminado por el narcotráfico, las Fuerzas Militares y el paramilitarismo. ​

Durante el gobierno de su hermano, Juan Manuel Santos, éste lo nombró como emisario especial para el inicio de los diálogos con las FARC que culminaron con el fin de esa organización como guerrilla para convertirse en partido político.