S.

20 Enero, 2021

Por SIMÓN VILLEGAS RESTREPO

Ahora seré yo el que intente un retrato de S. No importa decir o no su nombre conocido. Además dice en su novela, que es un manual de pintura y caligrafía más útil que cualquier manual de estilo: «S. es una inicial vacía que sólo yo puedo llenar con lo que sabré y con lo que inventaré (…). Cualquier nombre que empiece por esa inicial puede ser el nombre de S. Todos son sabidos y todos inventados pero ningún nombre le será dado a S.: es la posibilidad de todos ellos la que hace imposible la elección de uno». Así que tampoco le daré un nombre. Bien puede llamarse Sócrates, Spinoza o Simón. S. soy yo. Y es también él. Lo somos todos. Es la letra del Ser, universal, vacío y lleno de significado (otra palabra para S.) como una mera S, letra que, siendo menos que todas las palabras, demuestra ahora que es más que todas.

     Los retratos siempre deben tratar de no ser una mera repetición del clisé visual, esa imagen que ya todos conocen e identifican de alguien y que está sobre la tela blanca (o sobre la pantalla blanca) antes de que el pintor (o el periodista) empiece su trabajo. Los retratos pueden volverse todos iguales, hechos a medida del modelo que ya tenemos en la cabeza, meras repeticiones de lo mismo que vienen a hacer que la palabra clisé tenga relación con su otra acepción, a saber, la conjugación en primera persona en pretérito del verbo clisar, que significa reproducir con planchas de metal lo que está ya en un molde, sea uno de grabado, sea una composición de imprenta de las que se usaban para imprimir las miles de copias de un periódico, iguales siempre como los clisés de los están llenas sus páginas.

     De la prensa viene también la imagen que me formé de S. por muchos años. A pesar de que sabía quién era, no lo leía debido a su mala prensa, inevitable en casi todos los escritores, especialmente cuando son buenos. Así le pasaba a Fernando Pessoa, como se ve cuando Ricardo Reis, su heterónimo que S. convierte en un personaje, lee los obituarios de su creador, llenos de tópicos y palabras usadas con imprecisión. La mala prensa de S., que incluye el comité Nobel, lo llena de elogios pero solo acierta a señalarlo como una lúcida conciencia de «nuestra época», cegada (palabra elegida con falsa sutileza para encubrir la mediocridad de la lectura) por los mecanismos de poder, como el autor de parábolas que nos iluminan «otros caminos posibles y deseables por los que transitar en sociedad» (palabras que tomo de la biografía que viene en la contraportada de sus libros).

     La mala prensa reduce a S. a la mera prensa (no a la que, por supuesto, se hace en este medio llamado La Nueva Prensa, que por algo es nueva y de la que suponemos, como no se reproduce en miles de copias que vienen de una plancha, que tampoco reproduce los mencionados clisés): a la actualidad, la política, la historia, a un «nosotros» que nunca se molestan en aclarar los críticos culturales ni las profesoras, como aquella que me puso a leer a S. en el colegio y que se encargó de que lo despreciara sin siquiera acabara su libro sobre los ciegos. Ella era una gran lectora de toda la mala prensa sobre S.

     Nunca habría leído a S. si solo lo hubiera conocido por su mala prensa. Y otro habría sido el acontecimiento más importante del año que pasó. Porque lo fue a pesar de que hubiera tenido coronavirus o hubiera regresado a mi ciudad después de casi seis años, en apariencia hechos más dignos de contar que haber empezado a leer a un escritor. Esa dignidad injustificada es otro juicio de mala prensa, que cree que solo en lo ruidoso y tumultoso pasa algo que sea «noticia».

     Contra los periodistas, los críticos culturales de oficio, mi profesora del colegio y los escritores de contraportadas, hay una fuerza imbatible que puede llevarnos a leer algo: las palabras honestas de los amigos, cuyo amor nos inspira la amistad con un escritor. En mi caso, las de Estefanía Uribe Wolff, magnífica escritora que, además de eso por lo que ya es conocida y elogiada en la prensa mala, buena y nueva, se dedica desde finales de 2017 a ser mi mejor amiga y a enseñarme la puntuación con mucho de lo que a ella le enseñó S., quien sin duda la entiende mejor que casi todos los escritores.

     Con S. ha cambiado mi visión de la puntuación, pero también de la literatura y la vida, si es que las tres cosas son tan diferentes. Por eso conocer su estilo fue el mayor acontecimiento del año. Porque no es solo un asunto formal o estético, como suele decirse con gran imprecisión. Es una fuerza creadora de la que van naciendo historias e ideas, observaciones y descripciones, con la que se va formando una voz libre para fabulaciones que sobrepasan todo esquema y modelo. Por eso sus novelas no caben en ninguna reseña de su «trama» y esquivan cualquier interpretación simplona de contraportada.

     Una libertad como la de S. es la que me ha dado también Estefanía desde que la conozco. Ser su amigo ha sido no amarrarme a las maneras establecidas, ni a las tradiciones, ni a las reglas del colegio o la universidad, ni a la filosofía. Ha sido una risa que no cesa. Me ha enseñado a ser amigo de todo sin guardar lo que llaman lealtad, valor que viene del vasallaje, como ella también ha señalado. Y ese regalo suyo, dado en la cotidianidad de conversaciones a la distancia y milagrosas visitas a su casa, es el que me ha vuelto dar S. en sus libros, uno de los cuales, el del ya mencionado Ricardo Reis, me regaló Estefanía por mi cumpleaños. En ese libro, y en todos los que le he leído, la libertad se regala y riega sobre ella misma, en un movimiento semejante al de las olas o al de las frases desbordadas de S., con las que describe el mar que ve Ricardo Reis cuando llega a Lisboa.

     También vi ese mar cuando leí a S. Desde sus palabras me hizo ver un horizonte que no acababa, el oleaje de un pensamiento que se escribe más allá de la muerte, bien sea la suya, ocurrida hace ya casi once años, bien sea la nuestra que aún no ocurre, bien sea la de sus libros, que no acaban con el punto final.

     Por esta conclusión constato que yo también he fracasado en mi proyecto de hacer un retrato de S., así como fracasó en su pintura de S. el propio H., narrador de la novela que me inspiró esta columna (H. es una letra a la que también puede seguir cualquier nombre, como Homero). Como yo nunca conocí a S. «en persona», ni lo vi de perfil como para decir que esto es un perfil, como yo solo conozco a S. en su versión infinita, necesitaría un horizonte menos grande para hacer su retrato, uno que sí me quepa en un cuadro o columna: tal vez el horizonte de mi sonrisa agradecida, que se traza cuando lo leo y, como cuando estoy con Estefanía, me empieza una risa que no cesa.

*Puesto que la realidad impone sus inevitables referencias, y bien puede perderse uno si no sabe en qué calle o ciudad está, no sobra decir, al final de esta columna, que todo el tiempo me referí a Saramago.