Quisiera ser bosquimano

08 Julio, 2020

Por ADRIANA ARJONA

En medio del encierro, sumergidos como estamos en el temor al contagio, viendo tantas personas pasando necesidades hasta el punto de exponer la vida para robar gasolina de un camión que explota en sus frágiles cuerpos, recuerdo a los bosquimanos y quisiera ser uno de ellos.

Dicen que no hay más de cien mil bosquimanos en el mundo. Bosquimano viene del afrikáans boschjesman, lo cual significa hombre del bosque. Los que conocí viven en una enorme y solitaria planicie de Tanzania. La tribu era pequeña, no más de 20 personas entre ancianos, hombres, mujeres y niños. Había un bebé que lloraba a mares cuando yo lo cargaba. No puedo recordar una vida más sencilla. Ignoro si eran felices, pero se les veía en paz.

Sé poco sobre ellos. Solo puedo hablar del pedazo de vida que con esa gente compartí y que hoy recuerdo con cierta envidia. El día empieza temprano para los bosquimanos. Pero no con los afanes de nosotros: levantarse con el despertador, hacer desayuno, arreglarse, maquillarse, mirar si las raíces aguantan un poco más o si la tintura no puede pasar de esta noche. Con el último sorbo de café, dejar todo medio arreglado antes de ponerse a trabajar desde casa. Los bosquimanos son nómadas, así que no tienen casa, pero tienen demarcados los espacios de ellos y ellas. Las mujeres, dentro del cerco casi simbólico que han levantado con unas enclenques varitas que han recogido en el bosque. Hombres aquí, mujeres allá. En medio de este encierro, y aún sin él, pienso en eso de no tener casa y no querer tenerla. No tener casa, no pagar el impuesto predial, ni la valorización, ni preocuparse por cuánto subió el avalúo catastral este año.

Los bosquimanos no tienen casas ni cosas, son un estorbo. Los nómadas saben que no es inteligente llenarse de un peso innecesario que después tendrán que cargar. Poseen apenas lo justo y necesario. El trapo que visten, arco y flechas. A ellos no les interesa tener, ni comprar. No saben lo que es un día sin IVA y no harían fila desde las 6 A.M para comprarse un televisor de 72 pulgadas, menos aún si entienden que se podrían contagiar de un virus mortal.

Lo más envidiable de los bosquimanos, tal vez, es que no tienen televisión, así que no tienen idea de lo que es el Coronavirus, no se enteran de que hay que usar tapabocas, lavarse las manos quinientas veces al día y echarse alcohol en los zapatos antes de entrar a la casa. Ellos tienen la dicha de no saber que el presidente del país más importante del mundo es Trump, ese que cada día vomita en público una sarta de sandeces, como proponer inyectarse lejía para detener la enfermedad, y después intentar convencer a su pueblo de que lo malinterpretaron y que aunque el virus se ha llevado más de cien mil norteamericanos todo está bajo control.

Los bosquimanos no tienen internet así que no pueden consultar el sentido de la vida en Google, ni echarse el I Ching en el oráculo virtual, ni pierden tiempo viendo animalitos tiernos en Instagram. Si algo han de hacer con los animalitos es cazarlos. Y solo los necesarios. Después de fumar marihuana a las seis de la mañana, niños a partir de los seis o siete años incluidos, los bosquimanos salen a cazar. Las mujeres se quedan dentro de su circulito haciendo pequeños huecos con el dedo índice a ver si algún insecto entra y después no puede salir. Ese va directo a la panza. Pura proteína. Ellas comen sin estresarse por si subieron 200 gramos, un kilo o varios. No se pesan, no se miran en el espejo, no existe ese tipo de esclavitud; esclavitud que se agrava con el encierro, sin ir al gimnasio, sin la clase de yoga, sin el entrenador personal, toca empezar a contar calorías, ¿o será mejor la dieta del atún y la piña?

Los hombres, de piernas larguísimas, caminan dando unas zancadas inimaginables. Mientras ellos caminan rápido, aunque sin afán, uno trota y jadea. El jefe de la tribu se detiene. Ha visto algo. Le hace señas a sus compañeros. Arco y flecha. Tira y no le da al primer intento, pero sí al segundo. Un par de hombres van por la presa, la cuelgan de las patas traseras y le hacen un tajo en el cuello. Otros sueltan del árbol el impala que habían dejado desangrando unos días antes. Lo cortan en varios trozos y se los echan al hombro. De vuelta a donde está la tribu.

En cosa de minutos, el impala ha desaparecido. Un anciano le ha quitado la piel y la limpia con destreza; otros dos hombres cortan la carne y se la entregan a las mujeres, que la porcionan; alguien más se encarga de separar los tendones, serán usados para los arcos; los niños también ayudan. No dejan ni un grano de basura.

En el encierro he pensado cada vez más en la basura. Somos expertos en producirla y, desde hace un tiempo, en separarla. Bolsa blanca para esto, bolsa negra para lo otro, y luego ver que algunos trabajadores de la compañía de aseo las meten todas –blancas y negras– en el mismo camión, que va a parar a un lugar que nadie quiere ver pero está a punto de estallar como Hiroshima.

Bolsas blancas y negras para la basura. Pieles blancas y negras en nuestros cuerpos. Hay pieles de otros bellos colores también. Pero por alguna razón, algunos blancos creen ser mejores, más puros, con más derechos que los de piel negra. Parecen olvidar que todos los seres humanos venimos del mismo lugar, y que aunque por fuera somos diferentes, nuestros esqueletos son todos iguales. Los bosquimanos son negros, largos, bellos. No parece importarles el color de la piel de nadie. Las mujeres, de pelo muy corto, me tocaban mis crespos largos y se reían. Nada más.

Hoy quisiera tanto ser bosquimano. No saber nada del mundo, ni de los contagiados, ni de los muertos, ni de los que niegan la evidencia, ni de los que roban las ayudas en medio de la tragedia. No quiero saber que se vienen tiempos tan difíciles, cada vez más difíciles, y que son tantos los que sufren, tantos los que no pueden cuidarse ni quedarse en casa porque no tienen casa. No tienen casas ni cosas y, a diferencia de los bosquimanos, no saben ni pueden vivir sin ellas.