Pura cháchara

10 Julio, 2020

Por MARTÍN CAPARRÓS

Gracias, Liniers!

     Hace unos días me fui del New York Times. Hoy empiezo a publicar en este espacio propio, chiquito, modesto, donde nadie me va a decir qué puedo escribir y qué no. Me parece que no hay nada más valioso –y, a veces, más difícil.

     Estamos, como siempre, en un momento raro. Más allá de la confusión momentánea del virus, los diarios tradicionales, ya digitalizados, siguen buscando sus maneras. La mayoría cae presa de la lógica del rating: una nota importa menos por lo que ve que por cuántos la miran. Muchos medios se someten a esa dictadura del número, donde los que definen qué vale la pena publicar son los miles o millones que cliquean o no sobre un título más o menos engañoso: el Periodismo Clic. Por algo la palabra clic significó, durante siglos, la comitiva de lameculos que festejaban todas las ocurrencias de algún jefe –y ese sentido sigue vivo en la clica centroamericana, otro nombre de la banda mara.

     Aquí, para lamer consumidores y anunciantes, las notas se vuelven cada vez más banales, cada vez más amarillas, cada vez más necesitadas de cariño; no pensadas para contar lo que creemos que debe ser contado sino la cantidad de lectores que las miran. Para lo cual abundan las preguntas en lugar de títulos, los títulos falaces, el chisme irrelevante, la sangre pegajosa: como si sus autores, que ahora llaman editores, asumieran que sus lectores son idiotas y que solo se interesarán por materiales ídem.

     Por eso hemos dicho, tantas veces, que importa escribir contra el público –o, por lo menos, contra esa idea desdeñosa del público que se hacen muchos editores. Porque esa idea es eficaz: crea lo que imagina. Cuanta más mierda se les dé a las moscas, más querrán las moscas comer mierda –digo, para mostrar que no he olvidado mi francés. Más se acostumbrarán, más la pedirán: mejor, entonces, podrán cagarlos los que siempre lo han hecho.

     Y que si alguna vez se dijo que hacer periodismo es contar lo que alguien no quiere que se sepa, ahora se puede suponer que hacer periodismo es contar lo que muchos no quieren saber. Escribir a favor del público, pero un público utópico, entendido como una legión de inteligencias exigentes, movilizadas. A favor de un público que quizá no exista, pero que solo puede llegar a existir si creemos que sí –y trabajamos para él.

     Muchos medios, muchos editores se debaten en este problema: ¿hacerlo bien o ganar plata? Y algunos de los más serios, de los mejor intencionados caen, creo, en una trampa para bisontes. Se ha difundido por el mundo –y, mucho, por Latinoamérica– cierto modelo de periodismo americano. Cada vez me apena más la influencia que alcanzó en nuestros países ese periodismo atildado, pasteurizado, tan seguro, tan satisfecho de sí mismo, tan bien afeitado que podríamos llamarlo Periodismo Gillette. Es ese periodismo que llega con ínfulas de superioridad moral porque les preguntan las cosas a dos o tres personas y balancean lo que dicen las unas y las otras y usan mucho la palabra fuente y, en general, escriben como si se aburrieran. Disculpe, señora Rosenberg, ¿usted qué opina del señor Hitler? Perdone, señor Hitler, ¿usted qué piensa de la señora Rosenberg?

     Es un periodismo paranoico, donde los medios más copetudos ya no confían en los periodistas que contratan y les hacen fuck-checking, la famosa verificación de datos. Durante siglos se supuso que los periodistas trabajaban de conseguir información correcta; ahora sus jefes no lo creen –no les creen– y ponen a alguien a controlarlos. Se quejan de que no tienen dinero, echan gente con ganas pero se gastan lo que dicen que no tienen en seguridad: en paranoia. Es, con perdón de las camareras de los hoteles, lo mismo que hacen algunas cadenas cuando las obligan a limpiar de a dos cada habitación, para garantizar que cada una, al estar sola, no se tiente y robe. La práctica paranoica es coherente con este mundo de hipercontrol construido a partir de los miedos. Sería lógico que el ejemplo del periodismo se difundiera: que, por ejemplo, en cirugía se impusiera el cut-checking, donde un colega más bisoño vuelve a abrir al paciente para ver si el primero no se olvidó una gasa sucia o un pedacito de tumor.

     Es, está claro, un periodismo elaborado en los Estados Unidos para ciertas características del pensamiento americano, con perdón del oxímoron. Un periodismo –¿un pensamiento?– que busca, básicamente, la verdad, porque cree que existe una verdad, porque viene de un país que cree en la verdad porque usa unos billetes que dicen que In God we trust, y quien confía en Dios se cree que existe la verdad: Una Verdad. Es la base de la conducta religiosa, contra los incrédulos que pensamos que no existe la verdad sino miradas, diversidad, conflicto. Que la verdad se aplica a hechos tan banales como dónde estaba usted ayer a las ocho menos cuarto –aquí o allá, no en tres lugares– o que si dijo digo no dijo diego, pero nunca a las cuestiones realmente complejas, las que importan, donde lo que hay, siempre, son relatos, visiones.

     (O se aplica, en su defecto, a las cuestiones definidas por la ley: si hay una ley que dice que no se puede conducir a más de 100 por hora, conducir a 104 contraviene esa ley. Si otra ley dice que las naranjas de una frutería son propiedad del dueño de la frutería, llevarse una naranja contraviene esa ley. Si otra dice que un funcionario público no debe obtener beneficios económicos de su puesto más allá de su sueldo, obtenerlos contraviene esa otra. Por lo cual el Periodismo Gillette se siente muy cómodo en ese terreno bien señalizado de la corrupción: hay una verdad visible, está muy claro cuándo algo es malo y cuándo no. En cambio, cuando ese mismo ministro decide gastar legítimamente la plata del Estado en una autopista en lugar de un hospital –tomar una decisión, hacer política–, ya no hay verdad; todo se vuelve cuestión de opiniones, de visiones del mundo: todo se complica.
     Es la causa principal de esa tendencia a presentar la política como un relato policial: quién roba, quién no roba, quién es el culpable. La información poli-poli se ha asentado porque permite juzgar sin pensar: ciñéndose a las leyes que todos decimos aceptar. Allí el Periodismo Gillette hace su agosto, y es una mirada que sí comparte con el resto de la sociedad: lo que alguna vez llamamos honestismo.)

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     Las escuelas de periodismo ofrecen el Periodismo Gillette como la forma canónica de hacerlo, igual que las escuelas de economía enseñan a sacar plusvalía y las de derecho a usar la ley en beneficio de los dueños. El P.G. sirve, antes que nada, para definir lo que es noticia: lo que pasa en el poder –político, más que nada, no vaya a ser– y sus alrededores. El P.G. decidió hace unas décadas que debía dedicarse a “fiscalizar el poder”, y se empeña en formar parte de él para vigilar sus errores y excesos. Honestista a fondo, se jacta sobre todo cuando consigue cargarse a un funcionario –sus gunners se van marcando ministros en las cachas– porque cree que esa es la mejor manera de purificar el sistema y conseguir que siga funcionando, pero se presenta como neutro: evita preguntarse si su trabajo no sirve, sobre todo, para mantener este sistema funcionando, y qué es este sistema, cómo y a quiénes beneficia, cómo y a quiénes condena.

     Gracias a esa política de mantenimiento del poder constituido, el Periodismo Gillette funciona en diálogo permanente con los demás poderes constituidos, los gobiernos que le cuentan sus cositas, los políticos que le entregan a sus compañeros en desgracia, los empresarios que le compran sus buenas voluntades, los riquísimos que –incluso– lo subvencionan para lavar sus conciencias y, sobre todo, para ayudar a que ese sistema que los hizo riquísimos no se desmorone.

     Sus medios y sus periodistas, mientras tanto, condenan a esos colegas que llaman activistas porque muestran “una ideología”. Así postulan que lo que ellos despliegan no es ideología: defender la economía de mercado y la propiedad privada y la delegación del poder no lo es; eso es pelear por la verdad, la libertad, la democracia, todo eso que no se puede cuestionar.

Pero, mientras tanto, el Periodismo Gillette y el Periodismo Clic –¿quién no oyó hacer clic a una gillette?–, ambos dos, están perdiendo el monopolio. Hasta hace unos años quien quisiera difundir una noticia, una opinión, dependía de ellos: ellos tenían el papel, las imprentas, los circuitos de distribución, la plata; sin ellos no había forma de circular palabra escrita. Ya no: ahora el intermediario diario no es indispensable. Puede seguir funcionando como garantía de cierto cuidado: si Juan Pepe publica sus palabras por ahí sueltas muchos podrían no creerle; en cambio, si Juan Pepe las publica en tal o cual medio, entonces sí. Pero para un periodista con algún recorrido esa legitimación no es indispensable; los medios, ahora, en general, se necesitan como gerencia de recursos: oficinas que recauden el dinero necesario para trabajar, para vivir de ellos. Nada que no se pueda reemplazar con cierto esfuerzo.

Así que muchos medios se preocupan. Están en crisis y, como mantienen algún poder de difusión, nos quieren convencer de que su crisis es la crisis del periodismo. Nada más falaz: en muchos lugares, de muchas formas, se está haciendo muy buen periodismo; a menudo, no se publica en los grandes periódicos. Yo acabo de salir de uno porque no quería seguir haciendo lo que tuve que hacer demasiadas veces en mi vida: pelearme con editores que ejercían su pequeño poder para tratar de mantenerme dentro de sus estrechísimos esquemas. Siempre me interesó, dentro de mis estrechísimas posibilidades, romper esos esquemas, buscar formas.

Así que ahora volveré a hacer algo que los periodistas sudacas conocemos bien: trabajar por nuestra cuenta y riesgo, invertir horas y esfuerzos en hacer lo que nos interesa más allá de que, en principio, no haya quien lo pague. Digo: trabajando en otras cosas para poder trabajar en las cosas que nos importan. Así trabajé tantos años; así se hace, todavía, mucho del mejor periodismo.

Ahora, entonces, quiero armarme un lugar donde no tenga excusas: donde pueda pensar y publicar lo que quiera, donde pueda acompañar y jalear esa búsqueda, aprender, participar. Cháchara, entonces, ahora: medio medio, un cuarto propio. Aquí publicaré/subiré, de ahora en más, lo que se me cante. Una columna, una crónica, un poema en arameo –ojalá un poema en arameo–, fotos propias y ajenas, un comentario breve, los dibujitos de un amigo, los desastres de Messi, un video si me atrevo, lo que pueda. Supongo que lo haré por lo menos una vez por semana; a veces será más. Y, cuando lea o vea por ahí cosas que me interesen, también lo registraré en la columna del costado, por si les interesa a otros. Y a veces, ojalá, invitaré a algún amigo.

Esta es su casa de usted, como dicen los mejicanos, porque es mi casa de mí: un lugar para andar a sus anchas, a nuestras anchas. Así que aquí nos veremos, espero, sin regularidad, sin garantías: cháchara, pura cháchara. Por alguna razón, la palabra cháchara se usa mucho unida a la palabra pura; es otro infundio que, de ahora en más, voy a tratar de desmentir.