Por la emancipación del futuro. Un homenaje a Dylan Cruz, a la Primera Línea y a Francia Márquez

16 Junio, 2022

Por MATEO ROMO

Aunque la más torpe araña pueda avergonzar al mejor de los arquitectos, este, a diferencia de ella, imagina y luego crea, erige la edificación primero en su mente y luego en el mundo. Esta capacidad de intercalar imaginación con resultado es propia del proceso de trabajo, y hay que decir que ninguna telaraña fue primero concepto y después estructura de seda.

El trabajo, pues, expresa nuestra humanidad; en él tienen lugar tres dimensiones de la acción, en cuanto interacción social y comunicación, actividad orientada a un fin y autoexpresión práctica, con la potencia de autorrealizarnos, en la medida que entre el creador y lo creado se puede configurar una contextura espiritual que supone la trasformación simultánea del mundo y de quien lo interviene desde su inmensidad íntima.

El sistema económico dominante, sin embargo, preconiza el divorcio entre el trabajador y el producto de su fuerza de trabajo, en un contexto de enajenación, explotación, consumismo y productivismo. Se trata de la perversión de una de las cuestiones fundamentales de la vida activa. Pero el tema no acaba ahí. En un Estado inconstitucional como el colombiano, según el grupo poblacional de que se trate, las condiciones pueden ser peores. Ese es el caso de los jóvenes, que se mueven entre dos experiencias generalizadas: sobreexplotación y mala remuneración o desempleo. En cualquiera de ambos casos, dadas las relaciones dominantes entre capital y derechos, sueños posibles como tener una casa, estudiar y ser profesional, pensionarse o contar con un buen sistema de salud adquieren la forma de ilusión irrealizable.

Bajo estas circunstancias, se esconde un hecho abominable: los jóvenes están desprovistos de futuro, dimensión fundamental del tiempo ordinario. Permanecen en un presente que se confunde patéticamente con el pasado, bajo la premisa de no hallarse o estar estancados, tras no notar una transición entre el que fueron ayer y el que son hoy; no hay, pues, percepción de progreso vital.

23 de noviembre de 2019: un estudiante de bachillerato le hace un homenaje a la Constitución ejerciendo su derecho fundamental a la protesta. Es consciente de que el futuro que nos ha arrebatado el sistema y el Estado solo puede ser recuperado si nos asumimos en el presente como labriegos de acciones, que siembran hoy bajo la ensoñación de recoger mañana frutos de dignidad. El padre del joven murió de hepatitis cuando su hijo tenía tres años. Fue muy querido por su abuelo y soñaba con ser psicólogo. Mientras se alistaba para ir a marchar, su madre pasaba otro día más en el Complejo Carcelario y Penitenciario de Jamundí, donde el hacinamiento y la mala alimentación hacen aún más tortuosa la claustrofobia que provoca estar tras las rejas.

4:00 p.m.: los manifestantes que se convocaron en la Plaza de Bolívar, en el centro de la capital, llegaron a la calle 19 con cuarta, luego de haber sido dispersados por el Escuadrón Móvil Antidisturbios (ESMAD), con bombas aturdidoras y gases lacrimógenos. Solo un cántico se oye al unísono: “¡Sin violencia, sin violencia!”. El joven manifestante recoge con su mano protegida por un guante una lacrimógena que hace segundos había sido disparada por el ESMAD y la lanza a la calle desierta, con la intención de que no le haga daño a nadie. En seguida, corre para reencontrarse con el grupo que lo esperaba en la esquina, pero justo entonces es impactado en la parte posterior de su cabeza por una munición de impacto tipo bean bag, disparada con una escopeta calibre 12, arma de alcance letal. El disparo le provocó un trauma penetrante en el cráneo.

Tras tres días de luchar por su vida, falleció el 25 de noviembre, en el Hospital San Ignacio, el mismo día que recibiría su diploma de bachiller. Salir a marchar por garantías para acceder a la educación superior es una proclama por el futuro. Ser asesinado a manos del Estado por exigir que les devuelva a los jóvenes una dimensión básica del tiempo ordinario solo trasmite un único mensaje: la esperanza no tiene cabida.

Dylan Cruz se convirtió en un símbolo de resistencia contra la opresión y el autoritarismo, en un recuerdo vivo sobre la importancia de caminar erguido, así el Estado nos quiera cabizbajos y tristes, enajenados y distraídos. Es, también, insignia del derecho que es precondición de los demás derechos: la digna rebeldía, el carnaval de la protesta, pero, al igual, emblema de la lucha por la recuperación de la dimensión arrebatada: el futuro. Dylan Cruz hace parte de la memoria colectiva de los marginados, patrimonio cultural inmaterial de la resistencia.

Melancolía, he ahí una de las principales emociones que insufla el poder político al privar de oportunidades a los jóvenes del país. Miedo, otra emoción que propicia para disuadir la sinergia de voluntades marchantes que exigen la aplicación del espíritu democrático y social de la Constitución; esto es, la garantía de un presente y futuro dignos. En vez de un Estado propiamente dicho, lo que parece existir en Colombia es un estado de naturaleza, en el cual reina el temor a morir de forma violenta, al tiempo que nos prometen seguridad y paz los mismos que promueven la inopia y la miseria, la guerra y el paraestado. La melancolía y el miedo generan la fractura vital de creer que la vida no tiene sentido, que hemos sido arrojados al mundo y que morir triturados por la mandíbula de la maquinaria es el destino generalizado.

La contradicción es fecunda. Sorprende que en ocasiones, cuando la tormenta es más bravía y la embarcación está golpeada, el timonel logre sortear los obstáculos tras hacer de la dificultad un detonante creativo para actuar con gallardía. Lo mismo han hecho los jóvenes plebeyos colombianos. Aunque la melancolía y el miedo arrecian, no pierden el horizonte; la brújula muestra el norte: el sentido de la vida es la lucha.

Si el canon es permanecer amilanados por la imposición del no-futuro, la resiliencia es un acto revolucionario, en la medida que, tras asumir la adversidad, es posible afirmar la capacidad de oponer al sinsentido de la existencia el poder del sueño diurno, amalgamando la conciencia existencialista con la potencia onírica del surrealismo. Imaginar es militancia poética. Quien imagina puede, por ejemplo, entrever el futuro, convencerse de que el mañana no necesariamente ha de ser nefasto, como enseñó Dylan Cruz. Dar sentido al sinsentido, qué poder más majestuoso. He aquí la importancia práctica de la esperanza, tras tomar cuerpo en la pléyade de los inconformes. La esperanza es el principio que tienen quienes ejercen el derecho a la protesta, cuyo árbol genealógico llega hasta el derecho natural a la trasformación del régimen, cuando este no garantiza la vida, la libertad, la igualdad ni la felicidad.

Como consecuencia del asesinato de Dylan, se conformó en Colombia la Primera Línea, grupo que encarna un símbolo de unión, de seguridad, protegiendo a los manifestantes, es decir, a quienes, en buena medida, abogan por la emancipación del futuro. Su nombre obedece a que están más cerca del ESMAD cuando este opta por ejercer terrorismo de Estado, valiéndose de un uso excesivo de la fuerza frente al pueblo llano.

Los grupos de Primera Línea surgieron en las manifestaciones de Hong Kong y Chile. Su naturaleza es defensiva; proteger a los manifestantes de la represión policial es su razón de ser. Para tal fin, se valen de guantes, gafas, cascos y escudos artesanales, por ejemplo, de una caneca de basura, con lo cual se propicia la resignificación quijotesca del plástico en fortín, por mor de la voluntad constituyente. En su mayoría, son jóvenes, pero hay gentes de toda edad. Sobresalen las madres, que, a decir verdad, siempre han sido primera línea; hacer frente al Estado, cuando mancilla la vida, sobremanera la de sus hijos, es un capítulo encomiable del amor filiar revolucionario.

Los integrantes de la Primera Línea carecen de entrenamiento militar; el instinto, la inteligencia colectiva y la creatividad son bases de formación sentimental que les dan pistas sobre cómo enfrentar los gases lacrimógenos, las bombas aturdidoras y a la policía misma, que no en pocas ocasiones hace uso de armamento letal. Cuando la marcha avanza sin complicaciones, es muy probable ver a un Primera Línea con su vestimenta típica, que cubre todo el cuerpo, salvo algo. Es, entonces, cuando se produce el manifiesto poético: la Primera Línea le muestra los ojos a un Estado que históricamente ha maquillado su rostro, aparentando lozanía, cuando, a carta cabal, está demacrado por la burocracia y la corrupción, la vileza y el desdén.

Durante la Revolución francesa, se conformaron los sans-culottes, grupo de militantes radicales del pueblo llano. Se trataba de gentes del común, sin nexo alguno con la aristocracia, la familia real o la burguesía, que, a pesar de no estar bien equipados, desempeñaron un papel protagónico en la lucha por los derechos. Pues bien, guardando las proporciones, los sans-culottes son Primera Línea prematuros, así como los Primera Línea son sans-culottes tardíos.

Eran la base social de los jacobinos, organismo popular que buscaba abolir definitivamente la monarquía en favor de la fundación de una república democrática. Constituyeron el ala radical de la revolución y propendían por el cumplimiento de las leyes (principalmente, la constitución). Tuvieron afinidad con conquistas políticas como el sufragio universal, el laicismo, el antimilitarismo y la soberanía popular. A diferencia de los sans-culottes, eran un grupo político, con capacidad no solo deliberativa, sino también decisoria. Se ubicaban a la izquierda de la Asamblea de la Convención Nacional (ente encargado de los asuntos legislativos y ejecutivos de la Primera República de Francia), en contraste a los moderados girondinos, que abogaban por los intereses de la alta burguesía.

Hoy por hoy tiene lugar un acontecimiento estelar en la historia social y política de Colombia: una mujer reúne, mutatis mutandis, la doble condición de ser sans-culotte y jacobina, en cuanto defensora de la causa de la emancipación del futuro por la que propenden colectivos como la Primera Línea, y persona con sensibilidad social y capacidad de incidencia real en el gobierno próximo: puede ir a la vanguardia para defender al pueblo llano tanto en las calles como en el gobierno.

Su programa de acción es bien conocido y, sobremanera, confiable, ya que, como dice el dicho, “Obras son amores”, y ella ha hecho una oda a la acción social, en clave feminista, anticolonialista, antirracista y anticapitalista, bajo la ética práctica del Ubuntú. En su programa hay, al igual, una búsqueda por la dignificación de la clase obrera del país, sobre todo, de quienes han sido históricamente marginados y humillados, como los jóvenes colombianos, con lo cual se proyecta la refundación democrática del mundo del trabajo, en aras de que este contribuya a la autorrealización e incida positivamente en los distintos proyectos de vida.

Las cartas están sobre la mesa: ¿apoyar el fascismo criollo o la democracia social? ¿La precariedad laboral o la dignificación del mundo del trabajo? ¿La regresión conservadora o emancipación del futuro?