Álvaro Uribe Vélez era la figura más importante de la política nacional en lo que iba del siglo XXI. Era.
Durante más de 20 años, el expresidente y exsenador impuso la agenda política y económica del Estado, decidió el ritmo al que debía marchar el país entero y escogió tanto a sus enemigos como a sus sucesores. Incluso, cuando un presidente-heredero no cumplió sus órdenes y firmó un acuerdo de paz con las guerrillas de las Farc, Uribe lo obligó a cambiar lo acordado y, aún así, ha hecho todo lo posible por evitar que el Estado cumpla con lo firmado.
Todo lo que hizo fue entendido, excusado, perdonado y celebrado como parte de su supuesto —y nunca bien probado— inmenso amor por la patria y de su plan para salvar al país de las manos de quienes mostró como sus enemigos. Sus deseos fueron directrices de gobierno y sus intereses personales se convirtieron en política pública.
Pero ya no. Hoy Uribe es un alma en pena que reparte propaganda política acompañado de su gigantesco grupo de escoltas y unas decenas de fieles, muchos de estos contratados para la ocasión. Sus antiguos aliados políticos, que antes hacían cola para que los recibiera aunque fuera en una pesebrera de su hacienda, ahora lo evitan como si tuviera una enfermedad infecto-contagiosa.
Hoy los movimientos sociales son los que inciden de manera más decisiva en la vida política. Sus temas, dinámicas y narrativas cada día ganan más consenso, importancia y visibilidad, incluso sin medios de comunicación poderosos que les hagan eco.
Para empezar, los movimientos feministas y de población LGTBIQ+, han cuestionado y puesto en la picota pública al machismo y al patriarcado. Han conseguido que la sociedad entera se pregunte acerca de las identidades y relaciones de género, y de los derechos sexuales y reproductivos. Han logrado que hoy se conozcan más y se condenen los comportamientos y delitos que se cometen contra algunas personas a causa de su género y/o orientación sexual. Así, el hombre blanco, hetero-patriarcal y mero macho que Uribe representa, ha sido arrinconado por las luchas, derrotas y victorias de estos movimientos sociales.
Otro tanto está ocurriendo con la movilización —especialmente de jóvenes de los sectores populares— que durante casi dos años se ha tomado las calles de las principales ciudades de Colombia. Este movimiento social ha demostrado que en materia de seguridad, paz y convivencia, Uribe también se equivocó y es parte de un pasado indeseable, pues ninguna de las tres se construye sobre la base del aumento de pie de fuerza, ni de la estrecha connivencia entre civiles y militares para derrotar un supuesto enemigo interno; ha demostrado que esa estrategia solo conduce a más violencia, a construir una sociedad inviable y un Estado fallido.
Algo similar pasa con los movimientos de defensa y promoción de derechos humanos. Con su persistencia y agudeza lograron hacer evidente que la vigencia de estos derechos —proclamados en nuestra Constitución Política— es esencial en una democracia y en el Estado Social de Derecho. Contrariando a la política uribista de total impunidad para militantes y terceros que han cometido delitos de lesa humanidad, el movimiento de derechos humanos ha ayudado a descubrir la verdad de algunos crímenes de guerra y a establecer la responsabilidad institucional e individual en ellos.
Los movimientos de indígenas y afrodescendientes que durante años han defendido sus territorios —comunidades, tierras y modos de relacionarse con el medio en el que existen— hoy son reconocidos como actores con incidencia en la política pública, en la conciencia de la gente y están derrotando la imagen negativa que el uribismo les creó.
Estos movimientos sociales, pacíficos y pacifistas, son producidos por un país que no necesita ni soporta más a Uribe Vélez ni a sus seguidores. La persecución, el encarcelamiento y el asesinato sistemáticos que han sufrido dirigentes y activistas de esos movimientos no los extingue, tal vez los debilita pero de manera temporal, porque una mayoría del país ya se cansó del uribato y de su corrupción y violencia desmedidas.
Como resultado de su propia historia, Uribe y sus áulicos hoy son sacados a punta de silbidos y abucheos de casi todos los barrios y ciudades que visitan. Van para atrás y van sin freno. Y caerán. Van pa’l estanco.
*Profesor universitario, experto en justicia comunitaria y resolución de conflictos.