Nuquí, de paso

10 Noviembre, 2020
  • A un año de la partida del cronista de la Colombia profunda, reproducimos este retrato del municipio chocoano a orillas del océano Pacífico, donde oscuros intereses pretenden arrasar la selva de la serranía del Baudó para construir el puerto de Tribugá; una obra que, so pretexto del mal llamado desarrollo, solo causaría irreversibles daños sociales y medioambientales. Allí, a finales de octubre pasado, fue asesinada la líder ambiental Juana Perea, férrea opositora al nefasto proyecto.


Por ALFREDO MOLADO BRAVO*

Fotos de Diego Arias Gaviria y César Muñoz Vargas.

Contrasta la vertiente del Pacífico con la del río Cauca en la cordillera Occidental. Está abierta al pasto para las vacas — ¡la ilusión de las vacas!— y por parches de café. La otra es una selva casi entera, por lo menos parece desde el avión que hace la línea Medellín a Nuquí. Digo desde el aire porque la madera fina ha sido explotada y exportada en su gran mayoría. Podrían ser contados los palos de níspero, choivá o guayacán que sobreviven. Pero el monte se conserva aún, a diferencia de las playas del golfo de Tribugá que han sido compradas, para decirlo de alguna manera, por paisas. Tampoco se ven las retroexcavadoras ni las dragas que sacan el oro de ríos y quebradas del río San Juan, que destrozan las orillas y que dejan agujeros donde se crían zancudos y donde no vuelve a nacer nada, ni los yarumos que crecen en la fachada de la catedral de Istmina. No falta mucho para que la terrible plaga de la minería llegue a estos lados del Chocó. Al fin, es una colonia del departamento de Antioquia. Desde el aire también, la sombra del Satena pasa afanosa sobre un mar sereno y azul a donde vienen las ballenas a parir en la ensenada de Utría y regresan al sur con sus ballenatos. Aquí vienen barcos pescadores de Buenaventura o de Japón a llevarse todo lo que se mueva en el mar y a destrozar el resto con sus redes de arrastre. Salen también lanchas rápidas con dos motores de 200 caballos cada uno, a llevar cargamentos de  cocaína para preñar con ellos trasatlánticos en altamar. Los nativos se defienden con el tiempo verbal y hablan en pasado. Pero el mar es grande, la coca mucha y corrompida la autoridad.

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Nuquí es uno de los tantos pueblitos nativos del golfo, hay otros muchos, más pequeños como Coquí, Joví, Panguí, Arusí, que han vivido de la pesca, del arroz y del plátano.  Hubo una época en que el blanco no se veía, aunque los viejos habían oído de ellos por sus abuelos. Son pueblitos sin pretensión. Los negros viajaban a veces a Panamá o negociaban con Buenaventura, pero en general después de trabajar, se sentaban a mirar el mar. Les gusta mirar el mar. No sé si eran felices, pero miraban el mar. Ya no. Ahora no tienen dónde sentarse a mirarlo. Hoy los que no se han ido a rebuscarse a Buenaventura, Pereira o Cali, son empleados de los hotelitos -llamadas cabañas- que los paisas han construido a lo largo del litoral. De las ciudades atestadas de gente, asfixiadas de humo, violentas, secas, llegaron a Nuquí unos pocos a buscar a qué sabía el aire. Unos enamorados que se embargaron en una goleta sin rumbo; unos hippies a chinchorrearse y a fumarse un cacho sin darle razón a nadie; un amante de los pájaros o de las ballenas o de las palmeras con isla —que son muchas en esa gran bahía— o, en fin, de los cangrejos ermitaños. Alguno también en busca de ranas venenosas de colores exóticos que, como la estrella de la tarde, no hay que tocar.

Los secretos vuelan con el viento. A los primeros llegaron a visitarlos los segundos y luego los terceros. Así, poco a poco, se fueron conociendo estas playas solitarias y bellas.  Los niños negros que temían a los espíritus malignos, creyeron cuando vieron a los blancos que eran los mismos diablos. Olían feo, eran blanditos y colorados; no se les entendía lo que hablaban y caminaban como patos. Pagaban por dormir en las casas de los negros; compraban pescado y tocaban un instrumento muy raro, el radio: una caja que hablaba y que cantaba. Después pagaron muy barato una casa y construyeron un hotel. Cada día llegaban más y más. Los llamaban paisas. Unos compraron lotes a la orilla del mar; otros abrieron tiendas para vender telas, ollas, cuchillos, mosquiteros, zapatos, perfumes. Los nativos quedaban deslumbrados con el mundo del que los blancos huían. Compraban cosas para parecerse a los blancos, para ser como ellos. Un día los blancos construyeron una pista de aterrizaje y los negros conocieron el avión. Más tarde, llevaron una planta eléctrica para producir luz y otro, una película sobre la guerra. La gente del pueblo quería más y más cosas, y los blancos se las cambiaban por tierra, por playas, por agua, por trabajo. Los niños negros salían al aeropuerto a pedir dulces porque no los conocían y después monedas para comprar dulces.

Los blancos compraron tierras —parcelas con playa y agua dulce—y los negros, que no sabían de títulos ni de plata, las vendieron. Vendieron por cualquier cosa, por lo que se les dio, porque no conocían el dinero. O mejor, no sabían contarlo. Y se gastaron los cuatro pesos en biche y en un equipo de sonido. Sin más. La fiesta duró poco y entonces supieron en carne viva que, de hecho, habían perdido el paraíso y tendrían que seguir viviendo el infierno del desempleo, la provocación del consumo y el despotismo de los nuevos dueños. Los tiempos en que bajaban cocos de las palmeras, perseguían venados por la playa y miraban pasar barcos. Ahora, en las madrugadas pescan para venderles a los turistas pargos, lebranchos, lisas y cangrejos. Y en la tarde, lavan baños  en las cabañas.

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Del desastre total los ha salvado la Ley 70 del 94 que les garantiza el derecho a sus territorios ancestrales. Ha sido una lucha larga y difícil a punto de corromperse y negociarse con la misma lógica que sirvió para perder la tierra. El gobierno está empeñado en construir el puerto de aguas profundas en Tribugá y claro, en abrir una gran autopista que comunique el Pacífico con Pereira y Medellín. No basta con los dos puertos ampliados que el Valle tiene en Buenaventura ni con el que quiere construir también en Bahía Málaga, —otra salacuna de ballenatos—ni con el que amplían en Tumaco. No, cada capital, al estilo de las metrópolis quiere tener su propio puerto. Todas estas obras deben ser consultadas por ley con las comunidades, pero las comunidades tienen representantes y los representantes intereses. El gobierno y las empresas que están detrás de los negocios saben las humanas debilidades de los representantes y les ventean el billete; los invitan a restaurantes, los halagan, los empalagan y los compran. No hablo solo de personajes como el senador Martínez de Buenaventura o de Odín Sánchez de Quibdó, sino de la cadena de intrigantes negociadores fáciles de comprar que tienen en venta las tierras, las aguas y la vida del Pacífico. No sucede con todos. Hay representantes dignos y fuertes que no logran ser corrompidos ni bajan la cabeza para que se las corten. Pero son pocos. Los tratan como traidores porque no alcahuetean los negocios y las prebendas políticas.

Hoy todo el beso del mar les es ajeno. Es de blancos, unos paisas, otros vallunos y algún bogotano. Los nativos no tienen ya nada qué vender y nada pueden comprar con su trabajo. Lo que antes cultivaban, ahora tienen que comprarlo. Muchos se han ido para las ciudades, para Buenaventura, para Cali, para Medellín a buscar trabajo. Sus mujeres son sirvientas o putas. La mayoría no regresará a sus pueblos, que ya no son de los negros que crecieron comiendo cangrejo y mirando el mar, porque a los negros les gusta mirar al mar. Y soñar.

Hay cosas que no hay que tocar

Yo no me pierdo andando por esas aguas porque hay sol, él me guía. Sin sol cualquiera se pierde. Uno conoce por dónde anda desde que el sol salga. En Medellín ustedes no se pierden. Si yo le pido que me lleve a un sitio usted no se pierde; usted va derechito y hasta de noche, porque los carros tienen bombillos. Aquí uno no se pierde porque tiene años de monte.

Aquí hay muchos ríos, muchos. Nacen en sus cabeceras, pero se van juntando, se van muriendo unas aguas en otras. Como si dijéramos: ellos tienen patas, huellas, que han caminado desde donde nacen, pero cuando se juntan, una pata va borrando otra pata. El Guachalito chiquito se muere en el Guachalito grande, desembocan juntos en el mar por la misma boca. Uno va hasta el Baudó por esas patas. Yo camino medio día buscando un animal para traer, si no lo encuentro, me devuelvo en el medio día que me queda. No necesito reloj. Para nosotros, indios, coger un río para salir es como ustedes coger una calle. Lo mismito. Yo sé, porque yo camino este monte solo desde que tenía nueve años, pero antes lo caminé con mi abuelo que fue el que me enseñó a usar el sol como reloj y los ríos como calles. Disgustamos una vez porque yo quería llevar mi perrito, yo no lo quería dejar. Él decía que el perrito era muy chiquito y hasta se lo podían comer los animales. Me ofendió. Pero convino cuando me vio llorando. Entonces dijo: cuando salga el animal de la madriguera, metemos el perrito chiquito para que huela, y si matamos un animal, lo untamos de sangre para que aprenda a buscarlo. Él enjabonaba a mi perro con sangre de los animales. Así aprendió a cazar animales. Él era de Cupica, debajo de Bahía Solano, pero se vino detrás de una mujer. Se enamoró de una morena de aquí. Él era moreno mezclado de indio y negro. Indio con negro, mezcla igualito. Mi abuelo jodió a mi abuela por ahí en el monte y se quedó a vivir aquí. Él tenía una cocotera grande. Toda esta playa de aquí para allá y de allá para arriba. Para nosotros los cocos eran tan grandes como si hubieran nacido en un palo de totumo. Había totumos también y de ellos sacábamos cucharas para comer.

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Con la caña hacíamos biche y nos divertíamos con tambores hechos con cuero de venado; con caña de millo se hacían flautas y con las dos juntas le salíamos a la cumbancha. Los niños hacíamos maracas con pepas y todo el mundo bailaba y cantaba. Las fiestas se preparaban buscando venados. Ellos salen por la tardecita a la playa a jugar y a mirarse. Entonces uno se iba despacio por detrás y les saltaba a las patas y ellos, por apresurados, brincaban y se caían en el agua y ahí se morían ahogados.

Comíamos con sal. Era difícil sacarla; había que calentar agua de mar hasta que se fuera y entonces dejaba la sal. Quedaba como si fuera azúcar morena. El azúcar de nosotros era la caña, era el dulce. Hacíamos cocadas mezclando coco con dulce de caña. Sobraba mucho coco. Lo llevábamos para Buenaventura a vela; si el viento soplaba, gastábamos cuatro días; si no le daba la gana, ocho días. O más, hasta que él quisiera soplar. Por eso llevábamos mujeres, para no estar ahí quietos y sin hacer nada. Ayudaban a cocinar porque uno manejando la vela no podía hacer comida y el mar alborota el hambre. Y si llovía, menos se podía pensar en comida porque ¿quién podía velar y mantener la candela viva? Ya ahora se llevan es por gusto, ya hay mecheras. Antes había era fósforos. Si se mojaban con agua de mar o agua de lluvia, ¿sabe cómo se podían prender?, rascándoselos en los dientes. Así prendían, estuvieran secos o mojados. Tenían sí que ser fósforos de Buenaventura, porque los de Panamá no prendían ni en una tabla seca.

Mi abuelo no se vino solo, se trajo a su papá que era negro del San Juan. Feo, muy feo era. En el San Juan todos son feos, los bonitos son los de por aquí. Él se llamaba Salvador y allá se casó con su gente y tenía familia allá; y aquí se casó y tenía familia aquí. De ahí salió mi abuela Sebastiana, que nació en Termales. Tuvo descendencia: mi tía Sofía, mi tío Nicolás, mi tía Mariana; mi tía Ernestina y mi mamá, Agueda. En el San Juan dejó muchos hijos pero de esos no se lleva cuenta aquí. Él manejaba siete mujeres al tiempo. A cada una le daba su parte, porque partes sí tenía. Tuvo un montón de hijos, unos aquí y por ahí en todas partes. No usaba pantalón sino un calzoncillo de indio hecho de gachao; se ponía una tira aquí y se la cerraba acá, quedaban las verijas guindadas. Así trabajaba. Y hacía zapatos con palo y con ellos caminaba muy feo, parecía una tortuga. Cuando a mí me pusieron zapatos para ir a la escuela, no pude volver en muchos días porque se me hicieron moretones y ampollas.

Mi abuelo Faustino, cuando ya estaba viejo se fue para el monte, hizo su rancho, sembró caña y sembró plátano. Yo le iba a llevar sal porque en el monte no se da, es solo en el mar. Y un día se lo había llevado el diablo. No lo encontré. Él tenía un pleito con el diablo. Se agarraba con él todas las noches. Le daba fuete y peleaba a groserías. Por la mañana yo lo veía volver a la casa aruñado y bañado como un perro después de andar con perra, porque la pelea terminaba dentro del agua. Cuando el perro ladraba era porque el diablo entraba, entonces él se liaba a pelear. Mi abuelo decía: si el muñeco olió a pescado es porque el diablo está por llegar. El diablo huele a pescado podrido. El diablo se vengó de mi abuelo. Un día él vio que un árbol lechero o higuerón que vivía al lado del rancho había amanecido inclinado y dijo: «eso es aquel que me lo va a echar encima», y dijo: «pues le voy a quitar ese gusto». Hizo una barbacoa alta, cogió el hacha y comenzó a hacerle la cuña. Por un lado grande y por la otra chiquita para que no se le cayera encima del rancho. Dele por aquí diez y por aquí una. A dos bocas. Cuando de golpe, el viento. Sopló y sopló hasta que tumbó el lechero con todo y barbacoa. Cayó como si se hubiera derrumbado el cielo. Yo dije, ¡ahí quedó! ¿Con qué lo recojo? Pero no. Él fue saliendo de entre la ramazón como un cangrejo sale del hoyo. Primero una mano, después la otra, después un ojo, después una pata. Salió aporreado. Pero llegó a la casa reventado por dentro. Pidió que le llevara los santos oleos y al ratico se fue muriendo.

Yo me crié en el monte con él. No conocía blanco. Vi uno que venía lejos en la playa y yo no sabía qué cosa era; si era mono o era qué. Me cogió el miedo por las corvas y no podía correr y ni siquiera andar a paso chiquito. Mi abuelo me había dicho que los blancos eran gente, pero eran gente mala. Me dijo: el blanco no se puede tocar con la mano. El indio también se le esconde.

Esto se dañó por la coca. Ese fue el daño que los blancos trajeron. Aquí esa mata no se conocía, como no se conocía un guerrillero ni un paraco. Nada de eso se conocía. Todo eso lo trajeron ellos. Por aquí la palabra mafioso no se oía. Después de traer los males, llegaron otros a comprar las tierras. Llegaban a mirar tierras y a preguntar cuánto valía esta playa o esa otra. Nosotros no sabíamos de plata. La plata la conocimos cuando aprendimos a contar la que nos dieron los blancos por las tierras. La única plata que conocíamos era la que nos daban por un racimo de plátanos para comprar una caja de fósforos. No conocíamos los billetes, sólo contábamos monedas. No la conocíamos porque uno le daba al lanchero cien cocos y le decía tráigame tanta pólvora, tanta tela, tanto cordel. Por las manos de uno no pasaba la plata. Plata lo que se llama plata, comenzó a saberse contar cuando los blancos turistas llegaron a negociar playas. Porque sólo compran playas. La gente de aquí no sabía qué hacer con esa plata. Se la tomaba. Se acostumbraron al whisky y dejaron el biche. Los turistas no sólo compraban tierra sino también pescado porque no sabían pescar. Y frutas, porque no sabían cultivar nada. Les gustaba solo el sol. Y nosotros tuvimos que irnos retirando de las playas hacia los montes. No nos quedamos ni con un par de palmas de coco. Antes la tierra valía por las palmas de coco que tuviera, porque ella precio no tenía. Eso fue costumbre blanca. Ellos vieron que para lo único que necesitábamos plata era para los velorios y cuando alguien se moría, llegaban a prestarnos plata para hacer un velorio que valiera la pena. Y así les quedaba la tierra en sus manos porque esa deuda había que pagarla con playas. Eso también lo hizo un negro de aquí. Se quedó con mucha tierra y la negoció con los turistas. Los hijos nuestros, los nietos, ya no se aguantan aquí, se van a trabajar por allá, haciendo cosas que no deben hacerse. Han matado a muchos. A otros ni sabemos si los han ahogado, si están en Panamá, o más allá presos, sufriendo en cárceles. Los muchachos miran esos relojes de oro, esas cadenas y como aquí no hay oro se deslumbran, y se van a buscar con qué comprarlas. Todos quieren tener ahora un teléfono celular. Para eso los muchachos se venden. Las muchachas también. Les hacen vueltas a la mafia y ahí quedan enredados en ese turbión. Los más tímidos se van al Baudó a raspar, a traer, a mover la coca por aquí. Hay algunos que se le miden a llevarla en goletas de vela hasta los barcos.

Aquí no hay oro. Escasito. Un día, la mujer de un viejo llamado Aquilino se metió al monte a hacer sus necesidades. Los hombres no necesitamos monte, hacemos donde nos coja el afán. Pero a ellas les gusta esconderse y yo creo que no es para que no las vean sino para ver. A ellas les gusta mirar, espiar encurrujadas. También les gusta jugar con palitos mientras tanto. Ella estaba en esas, jugando con las hormigas a no dejarlas pasar para donde van, a cambiarles el camino para que se pierdan. Y jugando con ellas vio que algo brillaba y se puso a escarbar en vez de molestar a los animalitos. Esculque y mire, esculque y mire. Le salían como escamas de pescado, pero de oro. Y escarbe, hasta que fue haciendo hueco. Esas escamas eran como mensajeras de un copón que había en el fondo. Un copón como ese que traen los obispos cuando vienen. Grandes, brillantes y con pelas azules. Llamó al marido porque le dio miedo. ¿Qué tal que fuera del obispo? «Que obispo ni que nada», dijo él cuando vio la joya. La alzó y la metió entre la cántara que siempre uno lleva por ahí para cargar un plátano, un coco, un pescado para la casa. No es bueno llegar a la casa sin nada. Pues el hombre escondió su copón, sus escamitas y se fue a la playa con su mujer a ver qué goleta pasaba para Buenaventura. Y allá, sin que nadie supiera qué llevaba, se fue. No volvió, compró casa, y vive ahí, mirando el mar que es lo que a uno de negro le gusta. Uno mira el mar tanto porque fue por ahí que lo trajeron. Cogió mujeres. Muchas mujeres, porque eso también nos gusta a nosotros los negros y la propia, la del copón, terminó cocinándole a la nuevas, a las que iban pasando y también a las que se quedaban. Pero después tuvo su venganza. Fue a donde una bruja que había por allá en el Baudó. Se echó el viaje a pie, sola. La bruja la oyó. Le dijo: «pues mira, consigue un búho, y hazle esto y lo otro, y dale un caldo al negro así y ponle cosas de estas y cosas de aquellas y hiérvelo tres veces. Y se lo das cuando tú tengas la mensual». Así lo hizo, sin saber qué le iba a pasar al hombre. Y le pasó lo que le pasó: menstruó él también. Todos los meses menstruaba. Puntual como la campana de una iglesia. Las mujeres le hicieron asco, los hijos no volvieron a verlo. Olía a mujer. Y con ninguna podía. En la calle se le quitaban; nadie lo saludaba ni le preguntaba cómo había amanecido. Se volvió loco poquito a poquito.

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Hay cosas que no se cogen ni se tocan. Un día vino un señor de por allá del extranjero. Un hombre grande y gordo. Quería ver ranas. Quería estudiarlas, sacarles fotografías, y llevarse unas. Me contrató para que lo llevara. Ese hombre tan gordo y tan grande por estos caminos de suba-suba, baje-baje. Caminaba una hora y se sentaba, después media y se sentaba a descansar la otra media, después un rato y descansaba la hora. Duramos una semana en llegar. Yo me preguntaba cómo será entonces la devuelta. Porque no comía lo nuestro; llevaba galletas y frutas secas y pastillas de quien sabe qué. Bueno, el caso fue que llegamos a donde viven las ranas esas. Ranitas. Unas rojas, otras amarillas, otras azules. Le habíamos dicho que se podían mirar pero no tocar. Haga de cuenta míster que son muchachas bonitas. De ojo no más. Pero él, empeñado. Porfiado. Las miraba y las miraba. Las volteaba para mirarles la panza. Un día, como si les hubiera cogido ya confianza, tocó una roja. La más brava. Pues cuando amaneció, estaba muerto el míster. Muerto. Se murió muerto. Lo volteé para un lado y para ese lado se quedaba. Lo volteé para el otro y apenas si se le oía el bajío que echaba. ¿Y para traerlo? Era masa grande como un negro grande, de esos del Sipi que son como tres en uno. Tocó venir a llevar gente para alzarlo. Varios fuimos. El míster cuando llegamos a llevarlo había engordado. Estaba más gordo que cuando lo dejé y yo no me demoré sino lo que tenía que demorarme. Conté y me traje los negros más fuertes, pero como la gente es curiosa, se vino medio pueblo detrás de nosotros a mirar cómo se inflaba el gringo. A mirar cómo era un muerto blanco. Y a reírse. Porque fulleros somos. Le hicimos una camareta como para cargar una danta de siete arrobas y ahí lo trajimos. Una ranita así, chiquitica que son, matar a un hombre tan grande y tan gordo. ¡No se explica eso! Son raras porque se les ve el corazón, chiquito pero que late, como la cabeza de una hormiga. Se les ve palpitar, no por fuera del cuerito sino pasa que el cuerito ahí es como pálido. Desde ese día, ese cuento trajo mucha gente. Al gringo se lo llevó la Policía y lo mandó para su país. Y de allá comenzaron otros a venir y a mirar ranitas. Ya no volvieron a tocarlas. Escarmentaron. Se volvió un pasadero de gringos a mirar ranitas. A los colombianos no les gusta eso. Les gusta es echarse a la playa a quemarse el cuero. Llegan blancos y regresan rojos. Como las ranitas. Hay cosas que no hay que tocar.

*El texto tiene Creative Commons. Crónica originalmente publicada en el libro Nowhere de la Fundación Más Arte Más Acción. Corrección de estilo: César Muñoz Vargas.