Una voz potente, fulgurante, traza el recorrido de las relaciones culturales y literarias entre Colombia y México. Es la de Juan Camilo Rincón (Bogotá, 1982), escritor y periodista cultural. ¿Por qué García Márquez escogió México para vivir? ¿Qué similitudes hay entre Comala, el pueblo de Pedro Páramo, de Juan Rulfo, y Macondo, de Cien años de soledad? ¿Por qué México fue tan importante para personalidades como el poeta Porfirio Barba Jacob, el fotógrafo Leo Matiz y el escritor Álvaro Mutis? En su libro Colombia y México: entre la sangre y la palabra (Editorial Palabra Libre), Rincón profundiza en esa explosión literaria en México —denominada “época de oro”— y en el aporte de Colombia a ese país.
“El arte siempre busca una manera de manifestarse, abriéndose paso entre las fisuras, y siendo fisura, a veces como voz calmada; en otras, como grito estridente”, dice en el libro. Investigado con la metodología y consistencia de un proyecto académico que le tomó diez años, pero escrito con la sagacidad de un ensayista, el libro recorre desde el descubrimiento de América hasta nuestros días. En Colombia y México, Juan Camilo Rincón recorrió hemerotecas y archivos públicos y privados. Leyó decenas de libros y cartas personales y realizó entrevistas a escritores colombianos y mexicanos como Juan Villoro, Elena Poniatowska, Margo Glantz, Juan Gustavo Cobo, Piedad Bonnett, Nahum Montt, entre otros.
Cuando era niño, Rincón tuvo muchos problemas para aprender a leer. Su madre lo llevó a una librería y le pidió que escogiera tres libros. Ese primer gesto de la madre, de permitirle seleccionar sus lecturas, le marcaría el camino que aún sigue como investigador y ensayista. Sin saber quiénes eran y guiándose solo por la portada, escogió libros de Borges y Cortázar. Aunque en un principio no comprendió los textos, hubo algo indefinido que le atrajo. Más tarde, Rincón dedicaría dos de sus investigaciones a esos autores que se volvieron sus predilectos. En 2014 publicó Ser colombiano es un acto de fe: Historias de Jorge Luis Borges y Colombia y, en 2015, Viaje al corazón de Cortázar. En 2018, Juan Camilo se ganó el Premio Distrital de Crónica Ciudad de Bogotá, otorgado por Idartes. Crónicas suyas seleccionadas entre las mejores han sido publicadas en antologías.
Juan Camilo Rincón acaba de publicar una segunda edición ampliada en México, cuya presentación será el 29 de agosto en Pachuca y el 4 de septiembre en ciudad de México.
Diana López Zuleta: En el libro dices que las guerras en Europa, las dos guerras mundiales y la guerra civil española hicieron que muchos escritores, intelectuales, científicos y artistas se desplazaran hacia América y que eso creó una especie de nuevo mestizaje, de enriquecimiento para la literatura. ¿Puedes describirnos algunos rasgos de ese acontecimiento?
Juan Camilo Rincón: En las primeras décadas del siglo XX las dos guerras mundiales, pero especialmente la Guerra civil española, una de las más importantes del siglo pasado, hicieron que mucha gente se movilizara hacia América. Los republicanos, los que lucharon contra Franco, eran en su mayoría intelectuales destacados y otro tipo de profesionales y personas involucradas con la cultura, principalmente. Ellos fueron recibidos con mucho cariño por Latinoamérica y particularmente por México, que se convirtió en una especie de centro muy grande de recepción de españoles. Muchos de los grandes maestros de la literatura joven que apoyaron la revolución liberal contra Franco hacían parte de la generación del 27: una extraordinaria colectividad de escritores como Lorca y Miguel Hernández (que murieron allá), además, los que sí alcanzaron a irse, como Jorge Guillén, Vicente Aleixandre y Rafael Alberti, entre otros. Ellos reconocieron en México y Argentina dos espacios de creación cultural muy valiosos, con la ventaja adicional de que se hablaba en la misma lengua, cosa que no sucedía, por ejemplo, con Estados Unidos. México los recibió incluso como parte de una política de Estado y allá llegó, por ejemplo, Luis Buñuel, gran representante del cine español, del surrealismo increíble; luego una segunda horda durante la Segunda Guerra Mundial, huyendo de los nazis. Así también arribaron Leonora Carrington, Max Aub y otros tantos. Además de esa apertura a los extranjeros, otro factor clave fue ese México como país prodigioso en términos culturales, con corrientes pictóricas como el indigenismo, el muralismo de Rivera, Siqueiros, Orozco, y una literatura y arte nuevos que atrajeron a muchos que querían aprender esa forma americana de crear, escribir, pintar, fotografiar desde lo que se aprendió en Europa. Fue un periodo muy rico para la creación desde las ideas nacionales pero mirando hacia afuera, con una intención, unas técnicas y unas formas de narrar más universales. Eso, claro, lo aprovecharon muchos latinoamericanos, especialmente los colombianos, que encontraron en México una tierra fértil para inventar, construir y publicar.
Cuando García Márquez escribía Cien años de soledad se la mostraba a sus amigos, tanto a los españoles en el exilio como a muchos de los mexicanos.
D.L.Z: Pareciera más lo que México aportaba a Colombia y al resto del mundo. ¿Qué pudo aportar Colombia a México?
J.C.R: Yo creo que hay una necesidad de retroalimentación. Uno no puede negar que en la década de los sesenta la influencia de García Márquez o de Álvaro Mutis en México es necesaria, porque hubo un diálogo con esas formas de escritura tanto en la poesía como en la novela, obviamente es menor en comparación con lo que aportaba México, pero creo que la conversación que tienen los dos países, la competencia y la fraternidad, ayuda a que haya creación, y también la lectura del otro, el entender al otro permite crear otras visiones, y México recibió y leyó a los colombianos, y eso permitió que entendiera otras visiones que nosotros tenemos que ellos no tienen.
D.L.Z: El libro puede verse como una matrioshka que contiene otras piezas y que, a su vez, está dentro de la literatura latinoamericana, etc. Has encontrado lo que le aportó México a Colombia y viceversa. ¿Qué le aportaron ambas a la literatura latinoamericana?
J.C.R: Yo creo que es esencial el concepto de diálogo. Los países que se encerraron —sobre todo literariamente—, que se dedicaron a escribirse y a leerse a ellos mismos, a pensarse desde su propia mirada y sin ver lo que ofrecía el mundo, no lograron crecer como lo hizo México. Ambas literaturas le dieron fuerza a las letras latinoamericanas al narrar de modos diferentes, pese a ser escritas en países tan parecidos cultural, política y socialmente. Nos revelaron cómo podíamos hablar de fantasmas, de conflictos civiles, de guerras, de familias, del campo, del hambre, lejos del costumbrismo y el regionalismo, y más cerca de una perspectiva narrativa universal, contando cómo lo que sucedía en un pueblo del norte de México o del interior de la costa colombiana podía ser tan humano como lo que vivía un descastado en la India o una mujer en Sudáfrica. Fue un ejercicio de narrarnos a nosotros mismos sin desdeñar el valor de una mirada cosmopolita y más diversa en términos narrativos, donde lo local o lo regional eran accesorios, pero no la base fundante.
D.L.Z: Qué significó para García Márquez y para Álvaro Mutis haber vivido en México, en particular, ¿cómo a García Márquez le ayudó a construir su gran obra?
J.C.R: García Márquez venía con la idea hace mucho tiempo, pero lo que él encuentra en México son influencias literarias que le llaman la atención, especialmente dice que cuando Álvaro Mutis subió a su casa y le entregó el paquete de “Lea esa vaina, carajo, para que aprenda”, y dentro del paquete estaba Pedro Páramo de Juan Rulfo, le abrió la cabeza, le dio las herramientas para construir una obra, que es cómo contarla. Uno puede tener la historia, pero necesita el cómo. Cuando García Márquez escribía la novela se la mostraba a sus amigos, tanto a los españoles en el exilio como a muchos de los mexicanos; se reunían de noche, se echaban un par de tragos y él les leía. Eso le ayudó muchísimo a mejorar la obra porque había retroalimentación. A veces tenía preguntas sobre la botánica y la salud, por ejemplo, qué planta curaba la gripe, qué decían los abuelos, y él no quería gastar tiempo en sentarse a investigar, sino que mientras escribía, ponía a unos jovencitos como Carlos Monsiváis o José Emilio Pacheco a que lo ayudaran.
D.L.Z: Después del fenómeno de García Márquez surgieron imitadores, escritores que querían copiar el estilo y las historias de realismo mágico. Margo Glantz invitaba a las escritoras a desprenderse del estilo garciamarquiano. ¿Cómo marcó ese fenómeno al país y a Latinoamérica en la literatura?
J.C.R: El boom es una idea creada en Estados Unidos para definir la literatura latinoamericana de la época, pero lo que hicieron fue encasillar a los escritores que se habían instalado en Europa. Por supuesto, dejaron a una cantidad de gente por fuera, entre esas, a las escritoras. A mí me gusta el boom como concepto que recoge, da fuerza y voz a la novelística de los años sesenta, donde creo que se da la ruptura literaria más grande. Acogió una serie de novelas de gran valor desde el Río Grande hasta la Patagonia, vinculadas al concepto occidental contemporáneo y que extendieron su radio de acción hasta Europa, Norteamérica, etc. Aquí en Colombia en los años sesenta y setenta publicaban grandes autoras como Marvel Moreno. La literatura se estaba moviendo más allá del boom y no había una sola manera de escribir. Luego vino la pelea de Padilla en Cuba, que puso en pugna a quienes apoyaban la revolución contra quienes rechazaban el régimen. Había núcleos de escritores instalados en diferentes ciudades, en México, en Argentina, en el Caribe y en España alrededor de Balcells. Esas distancias y las divergencias políticas hicieron mella en los autores del boom. Por otra parte, Margo cuenta que en México también sufrieron esa imposición del estilo garciamarquiano. Paco Ignacio Taibo II, uno de los representantes de la novela negra latinoamericana, afirma que todo el mundo quería hacer Maconditos; empezaron a crearse un montón de obras pos García Márquez desde que él ganó el Nobel y el realismo mágico se volvió casi que un canon. Entonces Europa quería consumir obras donde se creaban estos mundos imaginarios, como copias en serie de la misma historia y los mismos Buendía. No era fácil cambiar el chip de un mercado que esperaba más Macondos. Mucha de la literatura latinoamericana decidió irse hacia allá y empezó a repetir la fórmula, pero no le funcionó. En cambio, los nuevos escritores nacidos en las ciudades, que no conocían el mundo rural o el Caribe, empezaron a escribir otras cosas. Ahí empieza a tomar fuerza una literatura más urbana y aparece McOndo como una de las respuestas y expresiones de insatisfacción. Se rehusaban a hacer Comalas y Preciados, y aunque reconocieron el valor de esas obras, quisieron escribir algo diferente. En México aparece la literatura de la Onda, por ejemplo, creada por estos chicos y chicas hippies conectados con el rocanrol y la generación beat gringa, pero haciéndola desde los barrios de las capitales mexicanas. En Colombia vinieron también la poesía nadaísta, la obra de Caicedo, por un lado, y otras narraciones más regionales con personajes más locales, como las de Germán Espinosa o Sánchez Juliao, por el otro. En décadas más recientes cobra fuerza la novela negra, las protagonistas son las ciudades peligrosas y criminales donde reinan los delincuentes y la corrupción; el Caribe se aleja o se narra desde lo gótico y el terror, en algunos casos, por dar algunos ejemplos de la amplia diversidad de narrativas que conforman hoy una literatura que superó a García Márquez sin desconocer su legado.
La gran diferencia entre la ficción y la no ficción es la verdad, pero ¿qué carajos es la verdad?
D.L.Z: En la entrevista que le haces a Nahum Montt hay una respuesta impresionante por lo cruda, que te da él, pero también por lo cierta, y quería preguntarte cómo lo ves desde tu perspectiva. Montt dice: “Para mí, eso es Latinoamérica: nos estamos matando, hay un charco de sangre, se seca, lo trapeamos y seguimos bailando encima. Si me preguntan qué es Latinoamérica, es eso: un baile eterno sobre sangre seca”.
J.C.R: Esa frase es tremenda. Yo trato de hablar de dos tipos de sangre: hay un tema de sangre que es el de entendernos a nosotros como nación, se trata del mestizaje, del encuentro con las culturas, de la sangre como un concepto familiar y como vida; pero también esa sangre se derrama y se ve en el tema de la violencia, es algo que sigue estando presente. A nosotros nos pegó mucho la novela negra, pero hubo una literatura que no se desarrolló fuerte, no se hablaba tanto de la violencia porque estaba el narcotráfico. El narcotráfico no permitía que se hablara mal de ellos [los narcos] porque los mataban, entonces eran muy perseguidas las personas, siempre hubo un problema de poder narrar ciertas situaciones nuestras, y la ficción también sufrió ese castigo, y lo otro es que llegó la narconovela que comenzó a tratar de crear una forma literaria al respecto, que no es literaria, sino que comenzó a ser un tema que empezó a vender mucho.
D.L.Z: Ahora se habla de literatura de no ficción. Parece que se ha tomado conciencia de que el límite entre ficción y no ficción es más ancho y difuso de lo que se pensaba antes; que no hay ficción que, de alguna manera, no esté anclada en la realidad, y que tampoco hay no ficción que no esté “contaminada” de ficción. ¿Qué de bueno y de malo encuentras en este acercamiento entre ambas, en esa especie de mezcla? ¿Inciden en que haya tomado tanta fuerza la realidad virtual frente a la realidad, las fake news en los medios, la dualidad verdad y no verdad?
J.C.R: La gran diferencia entre la ficción y la no ficción es la verdad, pero ¿qué carajos es la verdad? Para mí la verdad puede ser distinta a la tuya a pesar de que en este momento estemos en el mismo sitio, en el mismo lugar y hayamos vivido lo mismo, porque siempre hay una capacidad subjetiva que representa todo, entonces es muy complicado. La no ficción tiene esa capacidad de poder utilizar ciertos elementos reales, utilizar diferentes puntos de vista para poder llegar a lo más cercano de lo que puede llegar a ser la verdad, o lo que mal llamamos objetividad —que no existe—. Lo que podemos hacer es tratar de poner la mayor cantidad de puntos de vista posibles, pero siempre cualquier texto va a estar contaminado. Hay una ventaja en toda esta conversación de ficción y no ficción y es que el periodismo está aprendiendo mucho de las herramientas de la literatura para volver los textos muchísimo mejores (utilizar los silencios para aumentar la trama, por ejemplo). Por otro lado, con el auge de las novelas testimoniales se han dado cuenta de que la realidad y la añoranza son herramientas muy importantes y que están permitiendo que la gente comience a querer recordar por medio de la literatura, o por medio del arte, el cine. Pero cuando comienzan a inventarse una situación que no es real, a meterle matices, eso se vuelve ficción.