Mercedes de La Memoria

21 Junio, 2021

Por SIMÓN VILLEGAS RESTREPO

Conocí a mi bisabuela. Era La Mamita, pero la llamaban Mercedes. Inspirada en ella misma, le puso así a la segunda casa de El Molino, la finca que heredó de su papá. Era una casa a borde de carretera, a la que podía llegarse en carro, a diferencia de la otra casa, la primera, metida entre montañas y construida más de cien años antes, en una época en la que eran los carros los que aún no llegaban a la historia humana. Cuando nos bajábamos del carro leíamos siempre el nombre de la finca en la fachada de la casa, escrito con letra cursiva gigante y roja, de extremo a extremo de la pared: «Las Mercedes». Era un plural llamativo. Era como si hubiera muchas Mercedes, aunque nosotros solo pudiéramos pensar en mi bisabuela, quien, a su vez, era ya otro plural, la multiplicación inesperada de favores o gracias, de mercedes como aquellas con las que nos recibía la casa después de un viaje largo, del que yo llegaba mareado y con náuseas, aunque hubiera dormido en las piernas de mi abuela todo el rato, a merced de sus caricias.

     La Mamita se ponía su ruana azul y se sentaba en el patio. Veía a las vacas pastar en la montaña de enfrente. Todas se paraban de lado, cada una a una altura distinta, distribuidas de manera uniforme, como si supieran que modelaban para el futuro cuadro del recuerdo. Después de contemplarlas, La Mamita se iba a saludarlas. Caminaba despacio, sin cansarse, con las manos atrás. La acompañaba el mayordomo o «el agregado», según le decía. Se metía por debajo del cerco, sin esperar a que se lo abrieran, y se sentaba en la manga. En tantos años de haber vivido en el campo se había acostumbrado a hablarles a las vacas para que no se aburrieran. Les leía las noticias, les ponía radio o las invitaba a rezar el rosario, que pensaba que a Dios poco le importaba si respondían con mugidos o avemarías. Las cosas de la finca eran su vida. Caminaba largos senderos, cuidaba las plantas, cultivaba, cosechaba, se subía a árboles, ponía cercos, recogía leña, resucitaba pollos, se metía a quebradas, preparaba grandes comilonas navideñas y dirigía la vacada de doce hijos, incontables sobrinos, varios mayordomos y decenas de «allegados». Nada era difícil para ella, a diferencia de lo que era para su esposo José Manuel, mi bisabuelo, de quien ella se burlaba diciendo —igual que mi abuela lo haría conmigo— que «lo embestía la boñiga». Él prefería irse a leer. Miraba de lejos.

     Solo en sus últimos años La Mamita dejó de hacer cosas de finca, cuando ya no pudo volver. Entonces dejó todo en manos de mi abuela, incluida su ruana azul. Ahora era ella la que se la ponía tan pronto llegábamos a Las Mercedes. Empezaba a interpretar a su mamá con los mismos gestos y la misma lentitud, con el mismo placer tranquilo, con las manos también atrás cuando caminaba. Con los años adquirió sus rasgos físicos. También se dejó el pelo corto y encaneció con el mismo tono gris. Hasta las arrugas se le formaron con igual extensión y profundidad. Iba encarnando su recuerdo, a tal punto que un día fuimos a un pueblo al que mi abuela no había ido en muchos años y un hombre se le acercó y le dijo: «Doña Mercedes, ¿cómo está?».

     Mi abuela nos contaba de La Mamita a mi hermano y a mí. En la finca, después de comer, reunidos en el patio, montaba un teatro para nosotros. Actuaba viejas anécdotas. Se paraba. Movía el cuerpo. Hacía caras. Y cuando nos quedábamos a dormir en su casa, ya acostados y en la oscuridad nos iba sugiriendo con su voz viejos actos de la vida de La Mamita, que íbamos imaginando como un sueño que precedía al sueño. A veces incluso iba hasta lo anterior a su nacimiento y nos relataba la niñez de mi bisabuela, como si le hubiera tocado. Pero no solo actuaba y contaba las historias con su voz: también las escribía. Con los dos dedos índices, sentada en un computador que apenas si sabía usar, mi abuela nos escribió a mi hermano y a mí un libro sobre su niñez, que empezaba en la historia de sus padres. Era un libro preciso y rico, lleno de diálogos fieles y vivos, como si los hubiera grabado con grabadora, según suele decir Fernando Vallejo para criticar a los narradores de tercera persona, tan omniscientes y tan memoriosos, con lo que desconoce que en la Memoria nada muere y que guarda incluso recuerdos ajenos, palabras que otros dijeron y que no oímos, acontecimientos que no vivimos —como el enamoramiento de mis bisabuelos—, pero cuyas consecuencias encarnamos y de los cuales somos su signo.

     A la busca de un pasado que amaba, mi abuela nos inspiraba a amarlo también. Sembraba en nosotros recuerdos que no teníamos. Así conocimos a mi bisabuela, e incluso le decíamos La Mamita. Hablábamos de las cosas vividas por otros. Aprendíamos a vivirlas y verlas por medio de mi abuela. No era una ilusión. Mi abuela nos devolvía una vieja verdad de la piel: esa que nos habían dejado las pocas veces que, bebés, nos alcanzaron a llevar adonde La Mamita para que nos cargara. Y al encarnar un solo personaje, mi abuela se iba también pluralizando, como el nombre de su mamá, de modo que en todas las Mercedes conocíamos a todas las Lucías que hubo antes de que fuera nuestra abuela.

     Mi abuela nos regalaba su memoria, su corazón y sus dolores.

      Le recibíamos el regalo. Era nuestra memoria ajena. Nos enseñaba que llevamos en nosotros un pasado más grande que nuestro tiempo, una vida superior a la vida que podemos descubrir en todos sus detalles con un poco de esfuerzo en la fabulación. Sabía también que de ese milagro está hecha la literatura, aunque poco hubiera leído ella, que solo soportaba algunos pasajes de Tomás Carrasquilla, Gregorio Gutiérrez González y Rafael Arango Villegas.

       Por mi abuela aprendí que el pensamiento —literario o filosófico, vacuno— nace en la Memoria y que entender una cosa es intimar con el tiempo que atestigua. Porque así como mi abuela volvía siempre a hablar de La Mamita, también al final del pensar, después de una carretera de muchas curvas lógicas y de mareos conceptuales, nos espera la Memoria como una casa lista para darnos sus mercedes.