Mentiras, cianuro y ADN

28 Noviembre, 2018

Por GONZALO GUILLÉN

No existen explicaciones más rápidas, completas, abundantes y convincentes que las de un mentiroso profesional. Pero, también es cierto, más rápido cae un mentiroso que un cojo.

Pocas veces, además, ha venido mejor el viejo refrán español para definir a un desvergonzado: “tiene más cara que espaldas”. Ese es el abogado Néstor Humberto Martínez Neira.

Con Jorge Enrique Pizano ya muerto, testigo estelar de la corrupción de Odebrecht y el Grupo Aval, el fiscal Martínez Neira tiene ahora la tranquilidad de poder decir sin inconvenientes todas las mentiras que se le vengan a la cabeza –más de las que acostumbra–. Los muertos no pueden defenderse. Están muertos. Por esa razón, se tomó más de una hora para traducir a su idioma –la desvergüenza– los videos, los audios y los documentos con los que el difunto, al saber que iba a morir, lo acusó y dejó en claro que, al menos desde 2013, no confiaba en él ni –mucho menos– lo consideraba su amigo.

Martínez Neira subió al estrado en condición solamente, así dijo, de “ciudadano”, para asumir su mínima defensa frente a tanta conspiración en su contra. Sus bramidos y señalamientos con el dedo índice, con el que apuntaba en el salón buscando blancos, como si fuera una ametralladora, oscilaron entre la cursilería de la zarzuela y las maromas del circo.

Llevó unos papeles en los que leía pedacitos de textos para indicar todo lo contrario de lo que dicen las páginas completas. Y le pedía a un esbirro, al que acomodó debajo de él (algo así como el apuntador en una obra de teatro), decirle qué número le correspondía a esa nueva mentira que acababa de poner al descubierto: “17”, “18”, “25”… iba diciendo el coime invisible con voz inaudible para el público.

A los periodistas que investigamos sus corruptelas y las denunciamos de manera pública, nos llamó “pirómanos que actúan contra el estado de derecho”.

Varias veces le pidió al asistente que mantuvo oculto debajo de sus piernas poner unos videos que no se vieron y entonces él los explicó verbalmente para luego concluir que todos los habíamos visto a todo color y estábamos de acuerdo con que probaban su inocencia y la existencia de una trama inmisericorde para aniquilarlo e impedir que le siga prestando sus invaluables servicios al país.

Con la tranquilidad de saber que el testigo en su contra Jorge Enrique Pizano está muerto, repitió una y otra vez que fue su amigo del alma, al que quiso como a nadie más, aunque todos los audios, videos y documentos que dejó angustiosamente el difunto muestran de manera dramática otra cosa: que lo despreciaba, le temía y conocía con exactitud su redomada mala fe. Por eso lo grabó: porque con seguridad –como ocurrió– era perfectamente capaz de retorcer la verdad como un trapo mojado para hacer escurrir toda la cochambre que los hunden a él y a su cliente, amigo y cómplice de años: el usurero Luis Carlos Sarmiento Angulo.

¿Cómo se ha enterado todo el mundo de lo que hasta ahora se sabe de los negocios corruptos entre el Grupo Aval y Odebrecht? ¿Cómo? Muy sencillo: el impecable Fiscal General de la Nación se los ha dicho de manera generosa y ahora vienen a decir que son investigaciones propias, ¿no se acuerdan?, ¿lo van a negar? No sean canallas. Nadie ha investigado nada, excepto él y su equipo de fiscales probos, sabios, abnegados, fieles e insomnes. Todos sus malquerientes son instrumentos ciegos de unos poderes ocultos que prometió identificar en su intervención, pero se le olvidó hacerlo. La campaña de desprestigio contra él –se inventó– ha costado más de un millón de dólares. Estamos frente a la infamia más grande de la historia. De la que él y la “institucionalidad” son las únicas víctimas y quieren que no se defienda el “Señor Fiscal General de la Nación”, dijo refiriéndose a sí mismo con el odioso yo mayestático de los emperadores, los zares y los mandarines (y los malandrines).

Toda la intervención de Martínez Neira giró alrededor de su dicha secreta por tener muerto en buena hora al gran testigo en su contra. Al que, en un allanamiento ilícito a su casa, practicado días después del sepelio, le “encontró” un kilogramo de cianuro en cuyo tarro no hay huellas digitales de nadie, ni del vendedor, ni del mismo Pizano, pero sí la marca más clara de él: su ADN. Lo que quiere decir que abrió el frasco con los dientes y aun así su cadáver no mostró rastros del veneno cuando fue examinado por las lumbreras más aplaudidas del Instituto de Medicina Legal, de incuestionable reputación mundial y del que es jefe supremo Néstor Humberto Martínez Neira.

De pronto, Martínez contuvo las lágrimas, bajó la cabeza y se le quebró la voz al contarnos que al hijo muerto del testigo también muerto él lo quiso como a un hijo, como al hijo que le firma las facturas de cobro para que los honorarios de la oficina de ambos –a la que le cambian en nombre cada mes, más o menos– se los paguen a empresas fantasmas que poseen en el exterior, con cuentas en paraísos fiscales y en los mismos Estados Unidos, como tuve oportunidad de denunciarlo de manera formal y pormenorizada en Washington, ante el despacho del Fiscal General de ese país.

         Martínez Neira recordó varias veces que se había declarado impedido en el caso impune de Odebrecht y el Grupo Aval por haber sido el abogado de ambos en las corruptelas conjuntas. Aun así, llevó consigo toda la documentación que cuando él quiere saca y mete a su antojo de los expedientes a los que no tiene acceso.

         Les pidió a sus malquerientes algo de “cultura jurídica” para saber que “Brasil no extradita a sus ciudadanos”, lo que es una mentira más de Martínez Neira. No extradita es a quienes tienen hijos brasileños. Pero la acusación contra él no es por no pedirle a Brasil que extradite a los pícaros de Odebrecht sino por haberles permitido que se fueran de Colombia.

         Una vez concluyó la hora de mentiras, gritos y amenazas de Martínez Neira, tomó la palabra, entre otros, uno de los esbirros que había preparado para respaldarlo, de apellido Zabaraín, quien, si no se encontraba borracho entonces estaba sufriendo en ese momento un derrame cerebral, a juzgar por la manera como volteaba los ojos, sacaba la lengua hasta la raíz cuando intentaba hilvanar algunas palabras y se agarraba del atril para no desplomarse como un bulto de papas sobre el suelo sagrado del recinto de la democracia.

         Al final, a los tres ponentes les impidieron cerrar el debate y responder las calumnias e insultos con los que los cubrieron el Fiscal General y sus esbirros. Aconteció que un sujeto con pinta de ´fletero´ tomó de pronto la conducción de la sesión, la cerró a las patadas y se marchó.

         Una vez más, Néstor Humberto Martínez Neira hizo gárgaras con el Código Penal y se fue por las ramas a dormir. Como Tarzán, el rey de la selva.