Maradona y la literatura

26 Noviembre, 2020

Por PAUL BRITO

En uno de mis recuerdos de niñez voy corriendo a toda velocidad con el balón en los pies. Al fondo me espera el arquero. He dejado a los demás atrás, pero por alguna razón la pelota no acaba de engarzarse en mis pies y mis pies no terminan de acoplarse al suelo. Quizá estoy pensando demasiado y nunca he sabido hacer dos cosas a la vez. Como un jugador rival, mi mente se interpone entre la pelota y yo. La mente es un puente, pero muchas veces es una barrera. El caso es que me caigo, sin que nadie me roce. Mi reacción es desamarrarme los cordones y amarrarlos de nuevo cuando se acercan mis compañeros. He recurrido a una ficción para encubrir mi falla.

     Segundo recuerdo. Junio de 1986. Mi padre y yo volvemos a casa en un taxi. Acabamos de ver en un bar el partido Argentina-Inglaterra. Volvemos contentos, satisfechos. El taxista comienza a despotricar contra Maradona. Dice que es un tramposo, que así no se vale ganar un partido ni mucho menos un mundial. Mi papá, sin anteponer sus credenciales como exfutbolista y comentarista profesional de fútbol, defiende serenamente a Maradona: “La mano hace parte del juego. El ojo y la mente también. Hay que ser muy ingenuo para pensar que el fútbol es solo cuestión de pies”.

     Hoy, treinta y pico años después, trato de entender el alegato de mi padre a través de la literatura y la filosofía, que son los campos donde entreno a diario. En su cuento “La muerte y la brújula”, Borges expresa aquella idea de que la realidad puede prescindir de la obligación de ser interesante, pero las hipótesis no. Cualquier escritor sabe, además, que la realidad tampoco tiene la obligación de ser verosímil y, en cambio, la literatura sí, porque no soporta más simulacro que ella misma. El fútbol se rige por reglas parecidas, porque tampoco es la vida “pero es un gran simulador”, decía Jorge Valdano, el filósofo del fútbol, justo el mayor cómplice de Maradona en aquel Mundial del 86: su primer lector.

     El fútbol no calca la realidad, la regatea. Al igual que la literatura y la filosofía, aspira a contener las ficciones más verosímiles y las hipótesis más interesantes. Maradona no trató de negar la mano después del partido, incluso la agrandó a una ficción mayor como única forma de justificarla e incrustarla en la Historia: “Lo marqué un poco con la cabeza y un poco con la mano de Dios”, dijo con convicción. El hecho de que en el fútbol no se pueda jugar con las manos no quiere decir que no puedan usarse. En la literatura sucede algo similar: el hecho de que un cuento o una novela no puedan valerse de recursos visuales no significa que no se puedan crear imágenes a partir de las palabras.

     En el fútbol los pies suplantan a las manos y no al contrario. Todo el cuerpo aspira a ser una extremidad prensil. Messi ha convertido sus pies en unos tentáculos que amarran la pelota y a ningún árbitro se le ha ocurrido sonar el silbato por ello. En lugar de anular la mano, el jugador convierte su cuerpo en una extensión de ella. En el caso de Maradona, la mano ni siquiera reemplazó al pie sino a la cabeza. Y ya sabemos que toda ficción debe pasar por ella.

     Como el escritor no puede apoyarse en imágenes explícitas y unánimes, crea un mundo de siluetas en el interior del lector y pone a andar el fantasma sin cara de don Quijote por los caminos del mundo. Todo el planeta reconoce al Caballero de la Triste Figura no porque conozca al verdadero don Quijote, sino porque cada quien proyecta en la realidad la imagen personal que tiene de él, una figura maciza que nadie puede rectificar ni cambiar por un espejismo definitivo. En el fútbol Johan Cruyff sería una suerte de Cervantes: creó un género nuevo y desarrolló él mismo todas sus posibilidades.

     El fútbol vive una condición paralela a la literatura con las imágenes: como las manos son la herramienta más inmediata para apresar el balón, están prohibidas en el juego. Y están prohibidas (“juego de manos, juego de villanos”, decía mi abuela) no tanto por invocar los pies sino para exhortar el alma y alimentar el juego con la imaginación. Cuando alguien como Maradona convierte todo su cuerpo en una garra, entonces ya nadie puede decir que una parte de su cuerpo es más mano que otra.

     El poeta Antonio Deltoro afirmaba que el fútbol representa “la venganza del pie sobre la mano”. Me gusta pensar también que el fútbol es la venganza del presente sobre el pasado, porque alguien que mete un golazo será un poco más feliz el resto de su vida, aunque solo lo haya sido en esos momentos puntuales. La venganza del entrenador y del escritor es, en cambio, la del pasado contra el presente, porque todos los goles que erraron sirvieron de ensayos para consumarlos luego por medio de los personajes de una novela o los jugadores de un equipo.

     Un gran jugador sabe que debe dominar el balón para controlar el mundo. El entrenador asume el método contrario: domina el entorno para controlar el balón. Un escritor es un jugador imperfecto que ha terminado volviéndose entrenador y jugando mejor sin el balón: de tanto pensar en lo que pudo haber hecho y en las circunstancias que lo afectaron, termina siendo un experto en probabilidades y efectos atrasados, un maestro del ‘hubiera’ y de lo que podría pasar en el siguiente partido.

     Un delantero juega a fuego rápido: está lleno de futuro inmediato, de promesas instantáneas. Es una probabilidad inflamable, un signo abierto que solo se clausura con el gol. Los goles son la forma de fijar su mutabilidad y naturaleza potencial, la puntuación de su pensamiento y sus soluciones de continuidad; los goles son las pausas de su imaginación, el punto seguido de su prosa. Las personas que no nacimos para meter goles cargamos en cambio con el peso del pasado. El jugador se libera de él: sabe leer y escribir el partido al mismo tiempo; si lo hiciera de forma sucesiva, le restaría fluidez o naturalidad y no lograría encajar sus movimientos con los del equipo. Mientras los textos se juegan en pasado y por eso son editables, los partidos solo pueden jugarse en un presente irrevocable.

     Mi papá siempre me aconsejaba cabecear hacia abajo, como única forma de asegurar el gol. La mente debe estar atada al suelo, me decía. La cabeza no puede flotar mientras la bola rueda. La cabeza es el mismo balón: debe elevarse por momentos, pero siempre seguir rodando en el suelo.

     Una vez me topé en un parqueadero subterráneo de Barcelona con Pep Guardiola, que en ese entonces era jugador. Caminaba hacia su vehículo con la cabeza pensativa en la penumbra del parqueadero. Si un jugador tiene que apuntar su frente al suelo, un futuro entrenador aprende a vivir anticipándose días e incluso años a los partidos, como una forma de nivelar el suelo con la cabeza y el pasado con el presente. Por algo Valdano afirmaba que Guardiola era el único entrenador con el balón en los pies.

     De niño Messi se quedó encerrado en un cuarto justo antes de la final de un torneo. El trofeo era una bicicleta. Messi rompió la ventana y salió a ganar. Un futuro entrenador o un futuro escritor se hubiera quedado encerrado rumiando de impotencia e imaginando lo que pudo haber hecho en el campo para ganarse la bicicleta y, una vez afuera, seguiría encerrado toda la vida en ese cuarto mirando el partido por la ventana. Messi nunca se ha bajado de la bicicleta. Entendió que el fútbol es la consumación del movimiento. Lo comprendió tanto que ya no solo vive en constante movimiento sino que muta en un mismo partido: de ser un 10 pasa a ser un 9 y viceversa.

     Ya en sus tiempos de futbolista llamaban a Valdano ‘filósofo’ no propiamente para elogiarlo y, en la última época como jugador del Barcelona, los detractores de Guardiola lo llamaban ‘poeta’ despectivamente. Pero en el fondo sabían que el primero había logrado una síntesis entre la filosofía y el fútbol, y el segundo entre la poesía y el balón.

     Como el fútbol no es la vida sino una ficción que tiene la obligación de ser verosímil y sobre todo interesante, el valor principal del fútbol y de la literatura no es la verdad sino la estética. Sale al banquillo la realidad y entra la belleza. En la literatura y en el fútbol, incluso en la filosofía, la efectividad expresiva de un planteamiento es directamente proporcional a su valor estético. Un texto no se consuma si no es bello; un gol tampoco, porque todo gol es el final de una secuencia, el punto intensivo que la vuelve continua y la conecta con el comienzo de otra. El gol es una verdad estética, la luz del circuito: no cambia el mundo, pero alumbra algo en el interior de las personas. El gol existe solo en la cancha, pero pervive para siempre en la memoria.

     Recuerdo una vez en el Rodadero que mi papá me presentó a un futbolista argentino retirado que según mi padre jugaba como Maradona. Papá me hizo un recuento rápido de su carrera haciendo énfasis de sus hazañas, luego me presentó a un señor calvo, gordo, con un delantal sucio de comida. Era el dueño de un pequeño restaurante. Por supuesto, yo no podía compaginar la imagen de aquel héroe del balón que me había anunciado mi padre con aquel pobre mortal que daba de comer a la gente y hacía la siesta en una hamaca... Hasta que lo vi jugar esa misma tarde. El balón le seguía siendo fiel… Eso es el fútbol: un sentimiento que perdura, una emoción pegada al cuerpo y un cuerpo que no solo se vuelve la extensión de las manos sino también del corazón. Eso es también la literatura: un señor calvo y gordo que patea 34 veces una pelota sin dejar que toque el suelo. Yo las conté. A veces la literatura, como el fútbol, es elevar la vista y no devolverla al suelo.