Los relojes y la pandemia

12 Mayo, 2020

Por DIANA LÓPEZ ZULETA

El polvo flota veloz en un haz de luz evanescente. A lo lejos, oigo las carcajadas de un niño que se mece en una hamaca con su madre. Me asomo por la ventana y observo las montañas y la niebla y los edificios de ladrillos. Es sábado y los oficios de limpieza apenas comienzan.

      Las mesas de noche. Los estantes de libros. La impresora. El escritorio. El espejo. Aspiro el piso y sacudo el polvo. Abro el cajón de accesorios y limpio cada una de las cosas que ya no uso. Varios de los relojes han dejado de funcionar, sus baterías se han agotado. Tengo que llevarlos al relojero, pienso desprevenida, como si fuera una tarea inaplazable. ¿Para qué? ¿Los estás usando?, replica otra voz interior.

     Cuando comenzó el aislamiento llevaba la cuenta de los días. Es el día cinco, el dieciséis, el cuarenta. Ya no los cuento, tampoco reviso qué hora es. El tiempo pasa rápido pero el apremiado fin de la pandemia está lejos. El miedo aguarda titilante. Toda conciencia de alegría es efímera e incierta; lo inequívoco, tal vez, es el pasado y su forma de recordarlo por retazos.

     Camino como errabunda: de la habitación al baño, del baño a la cocina, de la cocina a la ventana de la sala, de la sala a la habitación. La rutina es predecible: levantarme, tomar pastillas, bañarme, desayunar al tiempo que leo noticias, trabajar frente al computador, cocinar, seguir trabajando, correr en la caminadora, comer, leer, dormir. Esto cambia cuando, debido a una condición crónica que padezco, comienzan los repentinos síntomas de debilitamiento: la respiración agitada, los latidos lentos, la presión por el piso, la falta de aliento.

     Vivo mientras espero ansiosa la noticia del descubrimiento de una vacuna o un tratamiento que salvaría nuestras vidas para volver a ser libre y dejar de mirar con recelo —no solo al otro— sino todo lo que toco, veo y huelo. Afuera, en todas partes, y pegada a las suelas de los zapatos, y en la ropa que llevamos, y en las rendijas, hay una amenaza que nos fustiga.

     Entre estas paredes uniformes, entre este maremágnum de pensamientos, el silencio es el grito más estruendoso. También es el más confortante. No extraño las fiestas, ni los lugares bulliciosos, ni la música que retumba en las discotecas. Echo de menos ir a mi pueblo, abrazar a mi mamá, sentarme sin miedo en cualquier bordillo. Ella suele preguntarme cuándo vuelven a abrir los aeropuertos. No hay respuesta, el cielo está detenido, como mis relojes.

     La pandemia ha dejado al descubierto los problemas que desde hace décadas los gobiernos han ignorado: la pobreza, el desempleo, el precario sistema de salud, la inestabilidad laboral. No se puede huir del virus con hambre y la dicotomía no está entre salvar la economía y evitar los contagios.

     El aislamiento ha sido un ensayo sobre cómo viviremos de ahora en adelante. Ya no hay direcciones físicas, sino enlaces para las reuniones. La conexión lenta es la nueva excusa para llegar tarde, pero la virtualidad —aunque dicen “llegó para quedarse”— no sustituye la relación frente a frente.    

     Vuelvo a mirar los cristales del reloj, las manecillas detenidas. 2:16. 3:42. 12:49. 8:37. Y pienso otra vez cómo todo se detiene, se abstrae. Las risas pospuestas. El impulso del llanto. La agenda llena de tareas. Mi cabeza que ya no da más. La aprensión constante. El susurro de preguntas en la mañana. El desasosiego centelleante de la noche. La certeza de otro día ido. ¿Cuándo termina la pandemia? ¿Cuándo?

     La muerte, lo único infalible, se acerca con los días, con los años, en el detenido tictac.