Lo que guardamos

12 Febrero, 2020

Por ADRIANA ARJONA

Por una conversación reciente sobre festivales y premios me quedé pensando en el curioso acto de pedir y guardar autógrafos. Recordé que a los 8 años alguien me regaló una libreta con tapa dura para coleccionar firmas de famosos. A mí jamás se me hubiera ocurrido, pero ahí estaba yo, compilando rúbricas sin saber muy bien por qué ni para qué. Al cabo de un año tenía varias. Las más célebres, sin duda, eran las del Chavo del 8 y la Chilindrina, los había conocido durante el rodaje de un comercial de juguetes para niños. Respiré aliviada cuando el mensaje publicitario al fin salió al aire, sirvió para mitigar las dudas que tenían algunas niñas del colegio sobre si era cierto que había conocido a los populares personajes o si acaso yo había falsificado las firmas.
 
Los únicos autógrafos que pedí personalmente fueron esos dos: Chavo y Chilindrina. Todos los demás los pedía mi mamá en mi nombre, sin que yo estuviera presente siquiera. Algunas signaturas venían sobre trozos de papel mal rasgado, otras sobre servilletas medio arrugadas. Yo las recibía, a veces sin saber quién era el personaje ni por qué era famoso, y las pegaba cuidadosamente con Colbón en las páginas de la libreta como si se tratara de una de las tantas tareas que ponían en el colegio.
 
Tenía todos los autógrafos ahí, juntitos, a manera de colección. Una colección que alguien había decidido por mí al regalarme la libreta; una colección que mi madre asumió con el entusiasmo y poca vergüenza que nos caracteriza a las que tenemos hijos; una colección que yo simplemente cuidaba y guardaba. Con lo extrañas que son las colecciones. Con lo bellas que son las colecciones. Con lo graciosas, con lo enfermizas.
 
Esa no fue la única vez que alguien empezó una colección por mí. Ya siendo adulta, compré una caja china en un anticuario de Nueva York, era hermosa y no pude resistirme. La puse al lado de otras dos cajas que me había regalado una tía cuando yo era pequeña: una egipcia de piedra labrada y otra de sándalo hindú. Eran solo tres cajas. Tres cajas no conforman una colección, menos aún si uno no ha tenido la intención de hacer una. Sin embargo, alguien las vio y exclamó: “!Qué hermosa colección de cajas!”.
 
Al cabo de un tiempo tenía toda clase de alhajeros, bomboneras, estuches, tabaqueras, cofres, polveras y baulitos enviados por la dulce mujer que me recordaba en cada uno de sus viajes como la coleccionista de cajas. Al ver que tenía tantas, mi hija se emocionó y en sus clases de manualidades empezó a hacerme cajas de cerámica, cartón, plastilina, papel maché y porcelanicrom; mis compañeros de trabajo empezaron a regalarme cajas para mi cumpleaños; y algunos de mis amigos me dieron unas hechas con sus propias manos, la más memorable en forma de sirena.
 
Llegó un momento en que no sabía donde poner las cajas. No cabían en ninguna parte. Inicialmente ocupaban un humilde espacio de la biblioteca, pero poco a poco empezaron a conquistar un importante trozo de la sala. Las arañas parecían felices con el surtido. Limpiar el polvo era una verdadera pesadilla.
 
Sin quererlo, me había vuelto dueña de otra colección. Un día, alguien me dijo que si el número de cajas seguía creciendo estaría a un paso de convertirme en acumuladora, como esas que aparecen en los programas llorando cuando alguien quiere llevarse la montaña de pilas sulfatadas que ha crecido en medio de la sala. Me imaginé como una de esas mujeres de Hoarders del canal A&E: de 170 kilos, el pelo grasoso, la ropa raída y sucia, y todo mi ser sumergido en un océano de cajas. Me dio terror. Guardé las cajas en cajas, valga la redundancia, y las bajé al sótano.
 
De alguna manera la colección sigue viva. Está sepultada pero palpita. La siento latir. Y, a pesar del temor que me produce la acumulación de objetos que nunca quise coleccionar, las cajas están ahí y siento una inexplicable aprehensión por ellas. Es el mismo apego que experimentaba con los autógrafos que nunca quise pedir.

¿Cómo me deshice de los autógrafos? Intento recordar qué hice con ese acopio de firmas de famosos que al final de mi infancia había descuadernado la tapa dura de la libreta. Pienso en eso al tiempo que termino el libro Homer y Langley, en el que Doctorow narra la historia de los ‪hermanos Collyer‬, cuyos cadáveres fueron descubiertos en su mansión de la Quinta Avenida de Nueva York bajo un arrume de periódicos, máquinas de escribir, bicicletas, platos de tocadiscos, fragmentos de cristal y hasta un automóvil Ford Modelo T que el hermano mayor, el acumulador, había logrado meter en medio de la sala.
 
Homer, el hermano menor, que además era ciego, es quien cuenta en primera persona la manera en que él y su hermano se van encerrando en la mansión junto con ese sinnúmero de objetos que a cualquiera podría parecerle un vertedero. Pero Doctorow logra, con preciosismo y sin mofa, mostrar que no se trataba de un par de locos coleccionistas de basura. Vivir como lo hicieron fue la manera en que los Collyer lograron adaptarse a la muerte de los padres, a la gran depresión, al horror de la guerra, a la soledad, a la ruina, al desamor, a la ceguera.
 
“Siento que mis máquinas de escribir, mi mesa, mi silla tienen esa seguridad de un mundo sólido, donde los objetos ocupan espacio, donde no existe el vacío infinito del pensamiento insustancial que no conduce a ninguna parte más que a mí mismo”, dice el hermano ciego en algún momento. Lo que guardamos (como la colección de cajas en las que nunca guardé nada y, a la vez, guardé una cantidad de recuerdos y lazos) a veces cumple la función de sujetarnos a ese “mundo sólido”, real, conciso. Lo que guardamos recoge historias. Recoge, esconde, atesora, retiene. Pero el poder de las historias no está solo en lo que guardamos sino, también, en lo que soltamos. Porque no se trata del objeto sino de la memoria. Y lo que guarda la memoria del alma trasciende las cajas, los cajones, los féretros, las urnas.