Las travesías: la lucha constante por hacerse un lugar en el mundo

16 Diciembre, 2021

Por DIEGO COTE

En septiembre de este año, se publicó Las Travesías, segunda novela de Gilmer Mesa. Como ya lo había hecho en La Cuadra (2016), el autor paisa trabaja una historia que le es cercana a partir de las herramientas de la ficción, para explorar los vínculos humanos, la violencia y el territorio.

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Desde el comienzo de Las Travesías, frente a esa selva tosca y eterna, que pareciera decidida a no dejarse domesticar, se puede sentir que en adelante nada va a ser gratis. No habrá buena acción o cuidado con el prójimo que libere a los personajes de una heredad basada en el sufrimiento propio y de los otros, en la que no se midieron consecuencias ni se tuvieron consideraciones.

“Esa tierra no era más que selva ruda que se regeneraba más rápido de lo que se tumbaba en la época en la que mi bisabuelo Cruz María García, cansado de los combates, aprovechó un breve receso de tensa calma en la guerra y se fue con su mujer, su cuñada y algunos compañeros hastiados como él a hacer fundos, para tener algo propio, un cacho de tierra en donde pasar el resto de su vida y tener propiedad con que tapar sus huesos cuando muriera”. (p.13)

La novela, que tuvo su origen en las historias familiares que Gilmer Mesa escuchaba de su madre, en especial en la de su tío Martín, reconstruye, como quien busca sus ayeres, el asentamiento de los García en Ituango, en un contexto de violencia y muerte del que, en gran medida gracias al tono y ritmo del narrador, pareciera imposible escapar. Y es que se trata de una exploración sin condescendencia ni timidez, en la que el autor paisa nos acerca a las complejidades y efectos de lo que significa vivir en el marco de estructuras extremadamente violentas como las que tienen que soportar los personajes del libro.

El transcurrir de la historia, de forma inevitable, va llevando al lector a escenas despiadadas como la brutalidad e indolencia de un hombre que es capaz de violar a su esposa en repetidas ocasiones, la deslealtad de un cura que señala y vende sin ningún reparo la existencia del otro o las prácticas sanguinarias que desde los primeros días de la violencia han existido en Colombia. Asimismo, no hay moralismo, porque en ese mismo contexto y bajo esa misma estructura de violencia y muerte, no hay ahorro en el detalle para narrar la ternura que habita al asesino, el cuidado y el sacrifico de una mujer por un hijo ajeno, aun cuando relega a los propios al olvido, y hasta el gesto de amor y dignidad que puede llegar a significar el pacto mutuo de dos hermanos que deciden matarse.

Se trata, entonces, de un relato que habla de frente sobre las contrariedades más singulares de las que están hechas las personas y sus vínculos, y en ese narrar al detalle, va descubriendo realidades que nos son comunes a todos, como el hecho mismo de que en una sociedad en la que predomina la lógica del más fuerte o el más vivo, en donde sentimientos como el cariño o la comprensión por el otro se convierten en algo estorboso en el acto de sobrevivir y evitar que se impongan sobre uno, son esos mismos afectos lo único que permite hacer más llevadera la existencia.

En el trasfondo de todo, como pasó en La Cuadra, en Las Travesías —no en vano las dos novelas de Mesa se titulan con el nombre de un lugar— está presente la cuestión del territorio, del significado que tiene nacer y vivir en un lugar específico, de los efectos que esto trae sobre la existencia, de las formas particulares en las que se dan los vínculos y los modos en los que se aprende a querer y a odiar, porque tanto en el barrio Aranjuez como en la vereda La Granja en Ituango, la existencia está arraigada al territorio, a sus límites y posibilidades: allí está la causa y el efecto de la violencia sobre la que hablan estas novelas, pero también su resistencia.

“Yo sé, mamá, que es solo tierra, pero es lo único que tenemos y soy parte de esta tierra, la tengo en los huesos, y si hemos abonado con sangre de la familia tanto tiempo este terruño, no es momento de cambiar de abono, una cosa es salvar a los muchachos y otra que mi hijo y yo nos dejemos sacar de la finca (…). Esa imagen me aparece ahora que escribo esto y me hace pensar que tal vez ahí está la explicación de mí vínculo acendrado con el barrio, uno es la tierra en que vio morir a los suyos, olvidarse de ella es hacer lo propio con ellos, no quererla es despreciar el afecto que trasciende su extinción, y el contacto con el suelo que custodia sus huesos nos recuerda que la muerta se llevó su organismo, pero no su amor” (pp.279 – 280).