La sombra del presidente

17 Septiembre, 2020

Por LEÓN VALENCIA

Exclusivo para La Nueva Prensa.

Este es un fragmento del quinto capítulo de la más reciente novela de León Valencia, una historia en clave sobre las complejas relaciones de dos hombres: uno que llega a lo más alto del poder en Colombia y el otro que termina extraditado a otro país por haber traficado con diversos bienes ilegales y legales durante años, y haber conformado grupos paramilitares en el departamento de Córdoba.

María Consuelo removió a Ferraro para despertarlo. La lla­maba dormido. Amanecía y en el jardín los pájaros estaban en concierto. Los cantos se oían con entera nitidez porque habían dejado la ventana entreabierta para que entrara el aire de la noche. Era una vieja costumbre. Pocos días después de ocupar la habitación, a su regreso de la luna de miel, ha­bían puesto un anjeo para dejarla abierta, pero evitar que entraran los bichos. Lo hacían casi todas las noches. No les importaba que entrara un hilo de luz de las bombillas de la calle. No les importaba despertar a la misma hora de los pájaros.

—Me llamabas. ¿Qué soñabas?

Carlo Ferraro se incorporó, algo sudoroso y recalentado por el mal sueño.

—No sé bien. Déjame pensar.

Se quedaron en silencio. Pasados unos minutos el viejo pareció regresar de un lugar muy antiguo:

—Algo de nuestra boda, creo, estabas muy hermosa, con tu embarazo incipiente, pero vestida de blanco, conversabas con tus amigas en un lugar del patio.

Carlo Ferraro volvió de Coveñas, más liviano, más libre, des­pués de la muerte del capitán Castrillón. Se puso en la tarea de organizar la boda con María Consuelo Ramírez, la Conchi, antes de que se le notara la barriga. Buscó a Gerardo Romero, el cura español que había casado a sus padres. Le gustaba mu­cho esa romántica historia y quería que la vieja abrazara de nuevo al sacerdote que la había salvado de una vida desgracia­da en las sabanas de Córdoba. Lo encontró en una parroquia del centro de Bolívar, ya entrado en años, pero con la misma audacia de su juventud.

El matrimonio se celebró en La Casona con la banda 19 de marzo de Laguneta. Tenía el doble propósito de celebrar la boda y sacar a su madre del luto riguroso que había llevado desde la muerte de su marido. Decidió que haría una fiesta, lo más parecida a un Festival del Porro en San Pelayo. Soledad Rojano había mencionado muchas veces ese festival. Carlo comprobó que era cierta su participación en esas fiestas cuan­do, al iniciar la parranda, la vio salir a bailar al ritmo de María Barilla, uno de los porros más mentados.

Les abrió las puertas de la casa a los vecinos del barrio, los mismos que lo habían acompañado en los funerales de su pa­dre; invitó a sus amigos en Cartagena, el principal de todos: Rodolfo Armenteros; trajo a varios conocidos y cercanos de Coveñas; dispuso el patio, el jardín y los balcones, para que la gente se moviera por toda la casa. Le dijo a María Consuelo que, en vez de sentar la gente a comer en una mesa, repartie­ran porciones durante la noche, cada dos horas. Al principio pescado frito y arroz de coco, después posta negra, a la media noche, un caldo de sábalo, en la mañana, si aguantaban los invitados, chicharrones de cerdo y patacones.

Aguantaron hasta que brilló el sol y hasta el atardecer; has­ta que agotaron las reservas de ron, de whisky, de ginebra y de vino de los Ferraro, que no eran pocas; hasta que consumie­ron el último pocillo de caldo de sábalo y el último patacón oyendo vallenatos en un picó, porque los músicos empacaron sus instrumentos al amanecer cuando agotaron todas sus energías en una larga jornada, con apenas pequeños descan­sos, donde renovaban los ánimos tomando ron y recibiendo abrazos de los borrachos de la fiesta.

Dos días después salieron hacia Italia. Hicieron su primera parada en Nápoles. Estuvieron en el hotel donde Alonzo Fe­rraro le enseñó a Soledad Rojano a fermentar el limoncello. La terraza no correspondía a los recuerdos de la madre, segura­mente había sido remodelada varias veces, pero el brebaje de limón era el mismo que doña Soledad preparaba cada cierto tiempo en la lejana Cartagena. Luego se fueron hacia Pompe­ya para que María Consuelo conociera esa ciudad mítica calcinada por el fuego del volcán Vesubio. Después, salieron hacia Ravello para que la Conchi entrara en relación con los Caruso y por las noches asistiera a los conciertos, en el extraño teatro al aire libre, donde los músicos tocan sus instrumentos al lado del abismo, de espaldas a un mar azul, que se despliega mil doscientos metros abajo, al pie de una montaña rocosa que, en la cima, alberga a uno de los pueblos más bellos de la costa amalfitana. Regresaron a Colombia dos meses después, cuando el embarazo afloraba por todos los costados.

Nació Antonio y a los dos años vino Aldo. Fueron muy buenos tiempos para los Ferraro. La Casona tenía un nuevo aire. Soledad Rojano volvió a sonreír con las locuras de los niños que corrían por los balcones arrancándoles las flores a las buganvilias, bajaban atropelladamente al patio mientras María Consuelo les gritaba que cuidado, que se iban a matar por esas escaleras, pasaban horas enteras en el jardín reco­giendo las frutas que se desprendían maduras de los árboles y volvían embarrados hasta las orejas para meterse a jugar con el agua en la tina inmensa que habían construido en el primer piso imitando los baños que los romanos habían llevado a toda Europa en las épocas de expansión del imperio.

Carlo Ferraro quería estar más tiempo en la casa. Le dijo a Alfredo que dejara en manos de un dependiente su tienda en la ciudad amurallada y se fuera a conducir los negocios en el Magdalena, en el Cesar y en La Guajira; puso a Armenteros al frente del tráfico de mercaderías en Coveñas; y estableció su centro de operaciones en Cartagena. Salía a media mañana para atender los negocios desde el viejo hotel en Bocagrande, regresaba a la casa para almorzar a la una de la tarde y hacía una larga siesta. A las cuatro, salía de nuevo a pasar revista a los compromisos del día siguiente. Volvía a La Casona al em­pezar la noche para cenar y mirar todas las maniobras que hacía María Consuelo para dormir a sus hijos.

Los encuentros con Gregorio Echeverri no eran frecuen­tes. Echeverri se había traslado a Bogotá y viajaba muy poco a la finca en Montería. Las labores en el Senado le consumían mucho tiempo y en el tiempo restante, es decir, en los fines de semana, se dedicaba a estrechar los lazos con su electorado en Antioquia y en el Eje Cafetero. No obstante, en esos años, afianzaron su amistad. Echeverri le encargó al mayordomo de la finca en Córdoba que les prestara una atención especial a los abuelos de Carlos Rojano. Debía pasar dos o tres veces por semana por la casa de los Rojano. Debía estar pendiente de su salud y garantizar que los trabajadores cumplieran de verdad con sus labores. Debía ayudarles a vender y a comprar ganado sin cobrarles un peso de comisión. Por esas responsabilidades recibía un salario adicional. Rojano, que no había podido convencerlos de que se fueran a vivir a Cartagena, sintió un alivio enorme con la protección que les daba Echeverri. Él podía pagar eso y mucho más, pero no era lo mismo, la pre­sencia del mayordomo de la finca de los Echeverri en la ha­cienda de los Rojano inspiraba respeto, incluso temor.

La muerte de los abuelos unió, aún más, a Carlos Rojano y a Gregorio Echeverri. Echeverri acudió a los dos entierros. Dejó todos sus compromisos en Bogotá y en Medellín y se fue a acompañar a su amigo. Estuvo en las ceremonias, lo acompa­ñó al cementerio y luego se quedó dos noches en los velorios. Eso nunca lo olvidó Rojano. En esas noches se contaron bas­tantes cosas. La costa estaba cambiando —le dijo Rojano— y eso favorecía los negocios, pero era también motivo de preo­cupación.

—Hay mucho dinero, Gregorio, mucho, la cocaína, la marihuana y el contrabando están en auge, la cantidad de dólares que está entrando es enorme, eso está generando nuevos gustos y nuevos negocios. Mi padre vendía cantidades importantes de ron, aguardiente y cigarrillos; el whisky, la gi­nebra y el vino tenían un mercado muy pequeño; lo compra­ban algunas personas con algo de mundo y de dinero. Ahora el Old Parr, un whisky que no tiene mayor atractivo en otros países se vende por montones, no sé por qué les gusta tanto, pero es lo que se consume en todas las fiestas; las mujeres han empezado a tomar ginebras y algunas personas de gusto deli­cado, o quizás para alardear, compran vinos de reservas espe­ciales. Debo decir que en poco tiempo he triplicado las ven­tas. Mi negocio es normal, Gregorio, le estoy agregando algunos quesos y jamones, algunas joyas por encargo especial, nada más. Pero quienes hacen la gran fiesta son los que co­mercian con carros de alta gama, o con veleros, lanchas y aeronaves, o los que, ahora, están montando cadenas de tiendas y restaurantes y les reciben dólares a los mafiosos. Con esos dólares importan toda clase de productos, aprovechando la apertura económica que está en curso. Después, les devuel­ven el dinero en pesos, solo el sesenta o setenta por ciento de lo que recibieron en dólares. Los mafiosos, quedan felices legalizando su fortuna, y los empresarios también, multipli­cando sus ganancias. Esa es la prosperidad que se ve en Ba­rranquilla, una ciudad que está dando un salto en comercio, en construcción, en infraestructura, en deporte, han forma­do un equipo de fútbol que gana campeonatos, le están qui­tando el monopolio a los equipos de Medellín y a los de Cali. La compra y venta de ganado es otro filón de los negocios para lavar dinero fácil, porque las transacciones no pasan por los bancos, todas se hacen con dinero en rama. Por el lado de la música también están lavando mucha plata: el vallenato se ha convertido en una gran industria, dicen que el festival mueve cien mil personas o más y no se sabe cuántos millones de dólares. Solo en el proceso de selección de los concursan­tes, en las diferentes categorías, participan diez mil músicos entre profesionales y aficionados. Los compositores y los in­térpretes más famosos del vallenato se inventaron la fórmula de vivir en Valledupar, o en la región, y producir los discos en sus propias disqueras. Salen a giras y a conciertos, pero vuel­ven a la tierra. No ocurre eso en otros géneros musicales. Los ídolos se van a vivir a Bogotá o al exterior. Los nuevos ricos multiplican sus fiestas y parrandas y les pagan grandes sumas de dinero a los conjuntos vallenatos que, en la mitad de las interpretaciones, cantan sus nombres y hazañas. Leí que eso mismo ocurrió con el son cubano y la salsa en los años sesen­ta y setenta en Nueva York, Caracas y otras capitales. Gente recién enriquecida les podía pagar a grandes orquestas su participación en las bodas, los cumpleaños y los bautizos. Ya sabíamos que eso había pasado en tu tierra, pero más al estilo de los paisas: menos bullicioso, menos abierto y público, un poco más censurado por las élites tradicionales. Acuérdate del furor de las cirugías plásticas; todo el combo de jugadores argentinos que jugaba en el América de Cali, o en el Nacio­nal, o en Millonarios, los casinos, los caballos de paso, los Por­sche, Jaguar y Hummer, las disqueras y el tráfico de obras de arte.

Echeverri asentía, pero no hacía comentarios. Se limitaba a hablar sobre su experiencia en el Senado. Le dijo que no le gustaba Bogotá, su gente era ladina e hipócrita.

—A los políticos bogotanos les encantan los cocteles, les gusta tomar el whisky con bastante hielo en las noches y en medio de los tragos hacen los acuerdos que luego reflejan en el Congreso y en los ministerios. Muchas veces pierdo mi tiem­po estudiando y escribiendo las ponencias y las propuestas de ley. No se preocupan por la calidad o la pertinencia de las propuestas. Uno se esfuerza por explicarles el sentido de los proyectos y la importancia que tienen para el país y, ellos, sim­plemente dicen: “Creo, doctor Echeverrri, que no hay am­biente para esa ley”. Algunas veces dicen que sí hay ambiente. Es cuando ya han hablado de ella en la noche y están en la idea de aprobarla, con algunas modificaciones, claro está.

Había un tema vedado en la conversación: la muerte de sus padres. Era un acuerdo tácito. Rojano no quería que Eche­verri supiera la verdad del asesinato de Alonzo Ferraro, tam­poco los verdaderos autores de la muerte de Pastor Echeverri. Gregorio no había quedado muy convencido de la versión de Rojano sobre el asesinato de su padre, pero no quería ahon­dar en esos acontecimientos. Muchos años después, en la cár­cel del distrito de Columbia, Carlos Rojano, cambió de opi­nión, pensó que hablaría de eso si alguna vez encontraba a Echeverri.

Las relaciones entre Echeverri y Rojano pasaron de la amistad al compromiso cuando Gregorio Echeverri ganó la gobernación. Antes de la posesión se fue hasta Coveñas. Le avisó el día anterior. Un poco misterioso, Echeverri le dijo a Rojano por teléfono que quería hablar cosas importantes con él y que iría al día siguiente hasta Coveñas.

—Carlos, quiero que me acompañes en este etapa de mi vida: voy a mostrarle a Colombia cómo se gobierna, voy a po­ner mano dura en el territorio más complicado del país, voy a meterme en muchos problemas, y necesito que, desde afuera, me ayudes a tomar decisiones, que recojas información confi­dencial, difícil de obtener por medios convencionales, para entender lo que de verdad está ocurriendo en el departamen­to, ya sabes, en Colombia siempre hay dos mundos: uno visible y otro escondido, uno legal y otro ilegal, uno en la superficie y otro en los bajos fondos, quiero que develes lo que está ocul­to, puedes hacer esto junto a tu amigo Armenteros, lo puedo pagar, lo debo pagar, para que sea un pacto, no una ayuda esporádica y desinteresada.

Carlos Rojano había conocido a Rodolfo Armenteros en los tiempos de su padre. Armenteros era amigo del Cachaco Ramírez. Por él lo conoció. Supo después de labios de la Con­chi que era policía. Un policía extraño, le dijo, anda siempre de civil y, según me cuenta mi padre, se ocupa de recoger in­formación en toda la ciudad sobre negocios turbios, crímenes y delincuentes. Cuando murió el Cachaco Ramírez se encargó de averiguar las circunstancias de su muerte. Alonzo Ferraro le dio la misión. Le dijo que al parecer había muerto en un accidente, pero lo mejor era investigar y aclarar lo ocurrido.