La rueda del pasado

08 Septiembre, 2021

Por DIANA LÓPEZ ZULETA

 Busco, entre las brumas de la ausencia, a la niña en bicicleta. A la niña con su bicicleta rosada, insignias de la Barbie, que sale eufórica a estrenarla en el parque del pueblo. Ella siente ganas de recorrer el mundo; siente esa dicha ingenua de quienes no conocen la noche. Esa niña soy yo.

Veo el borde de aquella época en que me doraba al sol; cuando no entendía el mecanismo de los relojes ni el ulular del tiempo. Cuando no sabía que, aunque todo llega a su final, el tiempo siempre nos envuelve en algo nuevo.

Llevo, incrustado en la piel, ese tiempo en que manejaba bicicleta, tratando de descubrir el pueblo, serpenteando el timón, deteniéndome en los árboles para recoger amigas imaginarias, riéndome sola, cantando, inventando historias, creyendo que veía castillos. Hace poco volví al pueblo y, mientras pedaleaba, comenzó a girar también la rueda del pasado, como esas cajas mágicas que, al giro de la manivela, nos muestran una bailarina de otro tiempo:

Veo a un anciano con bastón, camisa blanca y anteojos. Está de pie, en el vano de la puerta. Veo niños que juegan, a pies descalzos, en una calle polvorienta; niños que ríen liberados del tiempo, sin miedo a quemarse por el sol o ensuciarse los pies. Veo calles bulliciosas, gente contenta, con propósitos sencillos.

Siento el rugido de los buses en la carretera, la alegría de la gente conversando con la puerta abierta de la casa. Siento la tranquilidad de las mujeres sentadas en mecedores; una de ellas sostiene en las manos un plato hondo: come mientras ve pasar la vida en el andén.

Siento el olor de las almojábanas y los fritos que venden en las esquinas. Siento el aullido de aquella época. Todavía hay casas con viejos letreros: “Se vende boli, hielo, chicha”.

Un hombre ha montado una peluquería en el andén. Una niña hace piruetas en el pavimento: se para en dos manos. Otras adolescentes saltan la cuerda en plena calle. Cada casa tiene un árbol al que se aferran para que crezca y dé sombra.

Oigo parlantes con vallenato, carcajadas de hombres que tiran fichas de dominó, mototaxis que pitan, ladridos de perros flacuchentos. Recordé que mi miedo a los perros comenzó cuando, jugando con otros niños en la calle, uno salió de entre unas matas y me hizo caer. Oigo el borboteo de un río que, pese a los periodos de sequía, lucha por resistir.

Me impresionan los recientes grafitis con las iniciales de un grupo paramilitar. Están por todo el pueblo: en el cementerio, en los postes, en los parques, en las casas… Me detengo y pregunto si alguien sabe quién los hizo, si es una amenaza. Nadie sabe ni los han borrado.

En el mundo en que vivimos, obligados cada vez a hacer más cosas, manejar bicicleta transmite ingravidez, porque el tiempo es leve para los que no miran el reloj, para los que se sientan en el andén, contemplan la calle y solo se rigen por el azul o el negro del cielo. El pueblo ha crecido pero las tradiciones siguen siendo las mismas.

Busco, de frente, el sol. Me pierdo, detenida en el tiempo, en sus cambios de colores que se deshacen como cenizas. Entonces, me llega una certeza: quizá manejar bicicleta es solo un pretexto para regresar a la niña y ver, con el mismo asombro, cómo se oculta el sol.