La peste del olvido

17 Junio, 2021

Por GUILLERMO MALDONADO PÉREZ

     En librerías se encuentra Gabo y Mercedes: una despedida de Rodrigo García, hijo del escritor,  libro originalmente  escrito en inglés y    cuya   edición en  español   comentamos aquí.

      La edición es  impecable,  cuidada  con esmero  y arte en todos  los aspectos: papel, tipografía, diagramación, etc.; ( faltó por ahí un punto   pero  el mínimo  error  exalta  la   perfección  del conjunto).    Trae   fotografías   desconocidas del escritor y  su familia,  de Mercedes Barcha, la  esposa,    de  hijos y nietos, de  la casa familiar en  ciudad de México,  donde el escritor vivió  largo tiempo antes de  morir a las dos y treinta y seis minutos  de la tarde  del 17 de   abril de 2014. Hay   una  fotografía suya, espléndida,   donde se le ve   durmiendo    la siesta,  arropado   con   una  placida ruana paramuna,    sumido en un  sueño  profundo,   parecido a la muerte.  

   Y es  de la muerte, justamente,     que  nos  habla este libro, donde se   relatan con lujo de detalles    las últimas horas  de Gabriel García Márquez,  y   de Mercedes,  “alias El Cocodrilo Sagrado, La Madre Santa, la Jefa Máxima”. El adiós  definitivo  de  esta   pareja legendaria que compartió la  vida     “durante cincuenta y siete años y veintiocho días antes de este momento”, en que  el escritor “se va de la casa y jamás regresará”, como  dice el autor, “conmovido hasta los huesos”.

    La generación  que siguió  a la de Gabriel  García Márquez, -la mía- , que creció bajo su sombra y sucumbió al embrujo mítico del escritor que  iluminó  su  adolescencia y  alegró e iluminó al país, tan amargo y oscuro siempre;    esperábamos con ansiedad la novela próxima,    leíamos   reportajes,  crónicas,    artículos,    el escritor era  tema obligado  en  las conversaciones cotidianas, sobrias  o etílicas   del país.  El  texto   de Rodrigo García   viene  a suplir   con creces  el vacío  que  dejó en  lectores y admiradores el final del maestro,    del que muy  poco  se pudo  saber.  Miles de personas  - y  las primeras páginas de los periódicos del mundo-,  lo despidieron con biografías y grandes titulares.  “Es un claro recordatorio de que nuestro padre también le pertenecía en gran medida a otras personas”, dice el autor.  

    El texto  que empieza a circular,  generoso y preciso,  desborda límites y se convierte  en acontecimiento literario  para todos los lectores  que    siguieron   con devoción la   trayectoria del genio colombiano,  desde  El Coronel no tiene quien le escriba   y  Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo, obras publicadas por primera vez   en la revista Mito del poeta Jorge Gaitán Durán,  luego La Hojarasca,   en la colección  Festival del Libro,    que se vendía  como pan caliente en las plazas de  los pueblos  y el autor  todavía no era universalmente   conocido.

    Pareciera una crónica  escrita por el mismo García Márquez, en cuanto   a rigor y talento narrativo se refiere,     pero es otra escritura, sin   reminiscencias verbales de su estilo inconfundible.  A ello se  agrega  el  valor de estar contado por un testigo presencial de lo que cuenta. En sus   páginas,    naturalmente intensas,    hay  pena y   humor,   alegría y tristeza,    nostalgia y   resignación, música y  fiesta, incluso no faltaron signos  mágicos  para despedir   al  mago de la ficción, a un chévere  de la vida, que falleció  el  Jueves Santo, igual que  Úrsula Iguarán, uno de sus grandes personajes.  Ese día, cuenta el autor,  vio un  pequeño y  perfecto arcoíris  en la silla del comedor donde  se sentaba su padre. 

   “Aquí nadie llora”, anota  que  dijo  Mercedes, la madre,  al grupo familiar  que se disponía a salir  hacia el Palacio de Bellas Artes, en ciudad de México, donde se realizaría  el  homenaje nacional a Gabriel García Márquez, con la presencia de los presidentes de México y  Colombia.

    Sus admiradores apenas pudimos saber,   con infinita  tristeza, que el hombre que dio  al mundo  obras tan maravillosas, colmadas  de vida y poesía deslumbrante,     perdió   la memoria  y se  extravió para siempre en el olvido. Dado el estrecho vínculo  con  la sensible  materia de que trata,   situaciones  complejas para un artista que   asume contar la  muerte del padre  y de    la  madre, sorteando lugares  comunes,  vaguedades,  retórica  del sentimentalismo,     hipérboles estridentes  que el  autor  rebaza  con  maestría   y equilibrio,  de  uno a  otro lado del relato.    

    Rodrigo García narra como  si fuera otro, y también él mismo;  se  distancia o se acerca, avanza o retrocede,  conduciendo con firmeza   el hilo interno  del relato, según la exigencia  de   los tiempos verbales;  lo hace     a través de   distintos planos,  de  saltos hacia atrás,  un sutil engranaje narrativo, sustentado por la intimidad del  dolor y del afecto; a veces   regresa  a la infancia,    junto al padre entonces  “extraviado en el laberinto de   la narrativa”,  - que para él fue  trance-, o,  poco después,  en el  apogeo de la  gloria.       

    Dice que su padre poseía  una capacidad de concentración casi budista,    y fue dueño de una curiosidad sin límites.  Escribe: “en los días posteriores a su muerte esperaba que me llamara a preguntarme:  < ¿entonces, ¿ cómo fue mi muerte?>” . 

   “Desde mi punto de vista - dice el autor-  es una de las vidas más venturosas y privilegiadas jamás vivida por un latinoamericano”.

   Leía  el  libro sin parar,  y  llegué    al  episodio   de  Gabo cuando escribía   Cien años de soledad,  y tuvo que   enfrentar  el final  del   coronel Aureliano Buendía, ante lo cual    no pudo menos que  llorar  junto   a Mercedes,  “  y los dos permanecieron  en silencio con la triste noticia”, compartiendo  la pena de aquella muerte literaria tan cierta  como la muerte verdadera.     Pude   comprender  algo de esta circunstancia,  puesto  que coincidió  con mi reciente   relectura de El Quijote,  y tenía muy  fresco   el sentimiento de tristeza que nos embarga  con  la muerte del   caballero andante; aunque sean    personajes imaginarios,   es la ficción   la condición que  más comparten    con nosotros.   

     Los capítulos del libro de Rodrigo García  son autónomos, partes totales, cerrados en sí mismos; en uno de ellos  el autor se  encuentra   de repente, solo,  en un pequeño cuarto  del tanatorio con su padre muerto,  instantes   antes  de que su cuerpo ruede hacia el  interior del crematorio. El  pasaje, bello, fuerte,  encierra  una suerte de monologo y   catarsis:   en aquel momento  el hijo se convierte   en padre de su padre y este en hijo de su hijo, liberando mutuamente el propio peso;  “   la culpa de encontrar algo de satisfacción al sentirme intelectualmente más capaz que él”. Y agrega: “ No me di cuenta hasta bien entrados los cuarenta que  mi decisión de vivir y trabajar  en Los Ángeles y en inglés fue una decisión deliberada, aunque inconsciente, para hacer mi propio camino lejos de la esfera de influencia del éxito de mi padre”.

  Es una hermosa ofrenda   filial este  libro,   en  memoria del gran escritor.