En librerías se encuentra Gabo y Mercedes: una despedida de Rodrigo García, hijo del escritor, libro originalmente escrito en inglés y cuya edición en español comentamos aquí.
La edición es impecable, cuidada con esmero y arte en todos los aspectos: papel, tipografía, diagramación, etc.; ( faltó por ahí un punto pero el mínimo error exalta la perfección del conjunto). Trae fotografías desconocidas del escritor y su familia, de Mercedes Barcha, la esposa, de hijos y nietos, de la casa familiar en ciudad de México, donde el escritor vivió largo tiempo antes de morir a las dos y treinta y seis minutos de la tarde del 17 de abril de 2014. Hay una fotografía suya, espléndida, donde se le ve durmiendo la siesta, arropado con una placida ruana paramuna, sumido en un sueño profundo, parecido a la muerte.
Y es de la muerte, justamente, que nos habla este libro, donde se relatan con lujo de detalles las últimas horas de Gabriel García Márquez, y de Mercedes, “alias El Cocodrilo Sagrado, La Madre Santa, la Jefa Máxima”. El adiós definitivo de esta pareja legendaria que compartió la vida “durante cincuenta y siete años y veintiocho días antes de este momento”, en que el escritor “se va de la casa y jamás regresará”, como dice el autor, “conmovido hasta los huesos”.
La generación que siguió a la de Gabriel García Márquez, -la mía- , que creció bajo su sombra y sucumbió al embrujo mítico del escritor que iluminó su adolescencia y alegró e iluminó al país, tan amargo y oscuro siempre; esperábamos con ansiedad la novela próxima, leíamos reportajes, crónicas, artículos, el escritor era tema obligado en las conversaciones cotidianas, sobrias o etílicas del país. El texto de Rodrigo García viene a suplir con creces el vacío que dejó en lectores y admiradores el final del maestro, del que muy poco se pudo saber. Miles de personas - y las primeras páginas de los periódicos del mundo-, lo despidieron con biografías y grandes titulares. “Es un claro recordatorio de que nuestro padre también le pertenecía en gran medida a otras personas”, dice el autor.
El texto que empieza a circular, generoso y preciso, desborda límites y se convierte en acontecimiento literario para todos los lectores que siguieron con devoción la trayectoria del genio colombiano, desde El Coronel no tiene quien le escriba y Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo, obras publicadas por primera vez en la revista Mito del poeta Jorge Gaitán Durán, luego La Hojarasca, en la colección Festival del Libro, que se vendía como pan caliente en las plazas de los pueblos y el autor todavía no era universalmente conocido.
Pareciera una crónica escrita por el mismo García Márquez, en cuanto a rigor y talento narrativo se refiere, pero es otra escritura, sin reminiscencias verbales de su estilo inconfundible. A ello se agrega el valor de estar contado por un testigo presencial de lo que cuenta. En sus páginas, naturalmente intensas, hay pena y humor, alegría y tristeza, nostalgia y resignación, música y fiesta, incluso no faltaron signos mágicos para despedir al mago de la ficción, a un chévere de la vida, que falleció el Jueves Santo, igual que Úrsula Iguarán, uno de sus grandes personajes. Ese día, cuenta el autor, vio un pequeño y perfecto arcoíris en la silla del comedor donde se sentaba su padre.
“Aquí nadie llora”, anota que dijo Mercedes, la madre, al grupo familiar que se disponía a salir hacia el Palacio de Bellas Artes, en ciudad de México, donde se realizaría el homenaje nacional a Gabriel García Márquez, con la presencia de los presidentes de México y Colombia.
Sus admiradores apenas pudimos saber, con infinita tristeza, que el hombre que dio al mundo obras tan maravillosas, colmadas de vida y poesía deslumbrante, perdió la memoria y se extravió para siempre en el olvido. Dado el estrecho vínculo con la sensible materia de que trata, situaciones complejas para un artista que asume contar la muerte del padre y de la madre, sorteando lugares comunes, vaguedades, retórica del sentimentalismo, hipérboles estridentes que el autor rebaza con maestría y equilibrio, de uno a otro lado del relato.
Rodrigo García narra como si fuera otro, y también él mismo; se distancia o se acerca, avanza o retrocede, conduciendo con firmeza el hilo interno del relato, según la exigencia de los tiempos verbales; lo hace a través de distintos planos, de saltos hacia atrás, un sutil engranaje narrativo, sustentado por la intimidad del dolor y del afecto; a veces regresa a la infancia, junto al padre entonces “extraviado en el laberinto de la narrativa”, - que para él fue trance-, o, poco después, en el apogeo de la gloria.
Dice que su padre poseía una capacidad de concentración casi budista, y fue dueño de una curiosidad sin límites. Escribe: “en los días posteriores a su muerte esperaba que me llamara a preguntarme: < ¿entonces, ¿ cómo fue mi muerte?>” .
“Desde mi punto de vista - dice el autor- es una de las vidas más venturosas y privilegiadas jamás vivida por un latinoamericano”.
Leía el libro sin parar, y llegué al episodio de Gabo cuando escribía Cien años de soledad, y tuvo que enfrentar el final del coronel Aureliano Buendía, ante lo cual no pudo menos que llorar junto a Mercedes, “ y los dos permanecieron en silencio con la triste noticia”, compartiendo la pena de aquella muerte literaria tan cierta como la muerte verdadera. Pude comprender algo de esta circunstancia, puesto que coincidió con mi reciente relectura de El Quijote, y tenía muy fresco el sentimiento de tristeza que nos embarga con la muerte del caballero andante; aunque sean personajes imaginarios, es la ficción la condición que más comparten con nosotros.
Los capítulos del libro de Rodrigo García son autónomos, partes totales, cerrados en sí mismos; en uno de ellos el autor se encuentra de repente, solo, en un pequeño cuarto del tanatorio con su padre muerto, instantes antes de que su cuerpo ruede hacia el interior del crematorio. El pasaje, bello, fuerte, encierra una suerte de monologo y catarsis: en aquel momento el hijo se convierte en padre de su padre y este en hijo de su hijo, liberando mutuamente el propio peso; “ la culpa de encontrar algo de satisfacción al sentirme intelectualmente más capaz que él”. Y agrega: “ No me di cuenta hasta bien entrados los cuarenta que mi decisión de vivir y trabajar en Los Ángeles y en inglés fue una decisión deliberada, aunque inconsciente, para hacer mi propio camino lejos de la esfera de influencia del éxito de mi padre”.
Es una hermosa ofrenda filial este libro, en memoria del gran escritor.