La nostalgia es un derivado de la cultura

24 Noviembre, 2021

Por LUCERO MARTÍNEZ KASAB

Psicóloga, Magister en Filosofía

No nacimos nostálgicos como sí morenos o rubios. La nostalgia no nace con el ser humano como creemos y como aceptamos sufrirla cada vez que nos encontramos con una realidad apabullante que frustra la felicidad día tras día.  La nostalgia es el síntoma de la decadencia de un estado feliz que intenta mantenerse vivo por dentro. Es el humo negro del cabo de una vela que ardió íntegra con su flama libre avivada por la brisa. Es esa sensación avinagrada  mitad dolor, mitad felicidad que denuncia con su sabor a mar y a río lo que se va y lo que se queda. ¿Quién ha dicho, dónde está escrito, que el ser humano tiene que esperar horas, años, décadas para conseguir algo anhelado? ¿Por qué tiene qué esperar? 

    Porque se inventaron una cosa terrible quienes impusieron grilletes al deseo de coger la fruta que queremos comer: el control sobre los impulsos. ¿Por qué el hombre tiene que controlar sus impulsos? ¿Para diferenciarse, supuestamente, de los animales? Mejor hubiera sido el hombre tal y como la naturaleza lo hizo con impulsos como los tigres, los monos, los pájaros y no como ese engendro cultural que controla los ímpetus pero asesina de manera planificada seis millones de seres humanos, que secuestra y tortura, que recluta niños para la guerra, que sufre por un tiempo feliz ya pasado porque no le es permitido enamorarse cada vez que el corazón lo siente, como los animales, seres irracionales que  jamás cometerán las atrocidades que comete un ser humano.

     La nostalgia es el síntoma de la infelicidad humana como especie, es la condena de no volver a ser feliz nunca más porque aquella felicidad de correr desnudos por el mar que bordea la playa ya no la puedes sentir después de los cinco años. Porque ya no puedes bañarte bajo la lluvia si eres el gerente de una trasnacional. Porque solo puedes amar con locura una sola vez.  Porque no puedes reposarte sobre el verde pasto a mirar el cielo azul o las estrellas si ya tienes más de veinticinco tiernos años..., a partir del final de la adolescencia se acaban las experiencias hermosas y comienza la tristeza por decreto; ya no será nunca jamás posible vivir como lo manda el corazón. 

     ¿Acaso sufren de nostalgia los niños? ¿Añoran las tardes de juegos mientras la brisa corre en diciembre? ¿Recuerdan acaso aquel helado caído en la carrera loca por la ciudad de hierro? No. Porque viven día tras día la explosión de la existencia. Todas las felicidades -no digamos placeres, porque es una palabra proscrita- tienen fecha de vencimiento: a los dos años te quitan una, a los cinco otra, a los once una más, a los veinte otra y así, hasta acabar  restringiendo el corazón humano que se nutre de la felicidad de las cosas sencillas. A cada edad nos van dando, a cambio de la felicidad hurtada, el bagazo de la caña exprimida. El dulce de la vida se pierde entre los dientes del molino de metal de las obligaciones económicas, de las reglas sociales, de la previsión para la vejez, del mundo aburrido de los papeles, de todo lo estéril, de todo lo muerto. 

     Cómo no sentir nostalgia por la libertad de la desnudez, del espíritu que se expandía en la infancia, de la unión sincera con aquella persona que por primera vez despertó el ansia de desaparición dentro de otro ser. Porque los seres humanos necesitamos la pasión de amar que nos hace sentir realmente vivos pero, nos la han mandado a encarcelar como si fuera el más miserable  de los criminales. La pasión de amar a quien se quiera, cuando se quiera, es el derecho originario del ser humano porque con él nos reconciliamos con la Naturaleza. Regresamos a ella cada vez que amamos, nos disolvemos en el otro, porque el otro es el resto del universo fuera de nosotros.

     Por eso sentimos nostalgia de los amores idos,  porque ellos fueron el retorno concreto hacia la tierra, hacia los bosques, hacia el mar, de donde vinimos. Porque al amar no amamos solamente a una persona, amamos a todo el resto del universo personificado en ese ser. Sin embargo, la cultura entiende esa unión de otra forma, de una manera pecaminosa, reduciendo la felicidad a un placer localizado debajo de la cintura como si el placer sólo fuese en esa región y no en todo el cuerpo y en toda el alma.  

     Solo los artistas se resisten a vivir la vida dentro de una nostalgia perpetua inventándose, como magos, otras realidades arrojando felices al río los papeles que aseguran el pan de cada día porque prefieren asegurar, antes que la continuidad corpórea, la continuidad del espíritu. Solo los artistas luchan por continuar sintiendo felicidad hasta la muerte caminando las calles bajo la lluvia, jugando con la pintura, con el barro, con las letras, con la música, inventando historias y sólo los artistas comprenden el significado existencial de ser y a la vez desaparecer cuando se ama a quien se quiera tomándolo como la razón fundamental de la vida.

     Llegará el día en que otras generaciones nos compadecerán al observar el modo en que hoy nos esclavizamos, libremente, porque no hay un mandato natural para sacrificar la felicidad tan tontamente. Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.