LA MUERTE DEL “DUQUE” GALLONE, un asesino serial: De un infierno a otro con escala en la cárcel

26 Mayo, 2021

Por PÁJARO ROJO

Después de llevarse a tanta gente buena, a veces el virus se lleva gente horrible. Como le sucedió el domingo al ex subcomisario Carlos Enrique “El Duque” Gallone, uno de los más tenebrosos jefes de “brigadas” (grupos de tareas) de la Policía Federal de la dictadura, primero desde la ayudantía del Ministerio del Interior, a cargo del general Albano Hardindeguy, y luego desde la Superintendencia de Seguridad Federal, con base en el lóbrego edificio de la calle Moreno 1417. A una cuadra del Departamento Central de Policía, a menos de un kilómetro del obelisco y todavía a menos distancia del Congreso. Al que todos llamábamos por su antiguo nombre, Coordinación Federal. O, más bien por su apócope lunfa, “Coordina”.

En su tercer piso funcionó uno de los más diabólicos centros de concentración, tortura y exterminio de prisioneros detenidos-desaparecidos.

El nombre de Gallone salió a la luz cuando un oficial de aquella patota del Ministerio del Interior, el inspector Rodolfo Peregrino Fernández desertó y desde su exilio en Galicia vomitó todo lo mucho que sabía sobre su accionar ante Eduardo Luis Duhalde y Gustavo Roca, los abogados que encabezaban la Comisión Argentina por los Derechos Humanos (CADHU) en España.

Nunca quedó claro si Gallone participó del secuestro de Lucía Cullen, joven viuda de José Luis Nell e íntima del asesinado sacerdote Carlos Mugica, pero si que lo hizo en el del periodista Ernesto Luis Fosatti, quien, enamorado de Lucía, se puso a preguntar insistentemente por su paradero a altos oficiales del Ejército que habían sido sus compañeros en el Liceo Militar. Ninguno de los dos volvió a aparecer.

Su rostro se hizo famoso cuando en 1982, después de la Guerra de Malvinas, intento disolver una de las rondas de las Madres de Plaza de Mayo y el reportero gráfico Marcelo Ranea, de la agencia DyN, le tomó una serie de fotos mientras estrujaba a una de las madres, que había estallado en llanto. Una de las fotos se prestaba a un equívoco pues podía interpretarse que abrazaba a la desesperada mujer como consolándola. Y así fue como el inestimable auxilio de Clarín, la dictadura intentó popularizar la instantánea como símbolo de una imposible reconciliación entre víctimas y verdugos.

Gallone, que nunca se arrepintió de sus innumerables crímenes, si lo hizo de haberse prestado a esa maniobra.

Porque a partir de entonces, tal como le había sucedido a Alfredo Astiz tras rendirse en las islas Georgias, tuvo un rostro, lo que no le permitió zafar como si pudieron hacerlo varios miembros de las patotas como base en Moreno 1417, por ejemplo el architorturador apodado “Kung Fu” al que varios sobrevivientes identificaron como Juan Carlos Falcón, quien practicaba habitualmente sus golpes demoledores en los cuerpos de los prisioneros encapuchados, pero según el tribunal no lo pudieron demostrarlo fehacientemente. O el comisario Miguel Ángel Timarchi, que para colmo era tan o mas jefe que Gallone.

Eso fue en el año 2008, cuando se juzgó la “Masacre de Fátima”, el alevoso asesinato de 30 prisioneros detenidos-desaparecidos (veinte varones y diez muchachas) que fueron sacados de la “leonera” y los “tubos” (calabozos individuales) del tercer piso, molidos a golpes, drogados y llevados en un camión del Ejército la madrugada del viernes 20 de agosto a un descampado de la localidad de Fátima, en el partido de Pilar, donde fueron asesinados con un disparo de pistola en el occipucio y luego dinamitados de tal manera que aun hoy, 45 años después, no se ha podido establecer la identidad de nueve cadáveres.

El testimonio del cabo 1º Víctor Armando Luchina, que había sido parte de la custodia, la guardia del edificio fue determinante para que se lo condenara a prisión perpetua. Luchina dijo que a esos prisioneros se los denominaba en la jerga de los verdugos “R.A.F.” por las siglas de la Royal Air Force británica porque “estaban en el aire” y narró que alguna vez le ordenaron hacer una lista de ellos en lápiz, pues tras ser ingresados, los prisioneros solo debían identificarse ante sus captores y los demás reclusos con un número o arriesgarse a sufrir tremedas represalias que podían llegar a la ejecución in situ.

Once años más tarde, en un nuevo juicio que revisó todo lo que se conoció sobre la actuación de “las brigadas” de la SSF (que en aquellos primeros años de la dictadura dependían del Primer Cuerpo de Ejército, esto es del general Carlos Guillermo Suárez Mason, futuro vaciador de YPF) Gallone fue nuevamente condenado en un proceso en que se demostró que en la SSF era habitual violar a las cautivas (y en no pocas ocasiones, también a los cautivos) y ensayar todas las maneras de degradación y de causarles dolor, con el objetivo de destruirlos física y psíquicamente.

Un testimonio especialmente elocuente de lo que allí pasaba lo dio Carlos “Quique” Muñoz, publicado aqui. Muñoz puntualizó que era tal el sufrimiento que al despedirse de sus compañeros de infortunio, rescatado por en familiar que era alto oficial de la PFA tras doce días que le parecieron un siglo, un compañero le pidió que le trasmitiera a la dirección de Montoneros que de ser posible dinamitara ese infierno aunque fuera con ellos adentro.

Como haya sido, lo cierto es que una célula de policías federales dirigida por Rodolfo Walsh planeó y ejecutó la postura y detonación de un artefacto explosivo en el comedor del edificio pasado el mediodía del viernes 2 de julio de 1976, con un saldo de 23 muertos (veintidós policías y una visitante), decenas de heridos y considerables daños estructurales. Creyendo que el atentado había sido cometido por un “coreano”  (1) que recientemente había concluido su servicio militar pero que aún consideraba su credencial de policía,  y que estaba relacionado con un cura palotino, una patota asaltó el 4 de julio la parroquia de San Patricio, en el barrio de Belgrano, y ametralló a dos sacerdotes y tres seminaristas. Esa semana ingresaron a la morgue porteña 46 cadáveres (la mayoría de detenidos-desaparecidos vinculados a Montoneros) con balazos en distintas partes pero siempre en el cráneo, cuando el promedio usual era de dos o a lo sumo tres diarios, según pudo establecer la Conadep.

La horrenda masacre de Fátima ocurrió un mes y medio más tarde y siempre se la vinculó al ataque de Montoneros a la SSF, aunque la dictadura echó a rodar la versión de que había sido una vendetta por el asesinato el día antes del general Omar Actis, quien estaba a cargo de los preparativos para la celebración del Mundial de Fútbol de 1978 al frente del EAM 78 (Ente Autárquico Mundial 78).”

El proyecto de Actis “no incluía la construcción de nuevos estadios, sino la remodelación de lo mejor de la infraestructura existente, a un costo de 100 millones de dólares aproximadamente. El balance final del EAM declaró gastos por 521.494.931 millones de dólares y 9.642.360 de ingresos. El ejercicio mostró una pérdida de 511.852.571. Pero Juan Aleman (secretario de Hacienda en 1978), marcó que el costo real del Mundial fueron 700 millones (…) Cuatro años después, España ’82 costó 150 millones de dólares”.

 

La muerte de Actis permitió que se hiciera cargo del ente su vicepresidente, el vicealmirante Carlos Alberto Lacoste, un íntimo del jefe de la Armada, el almirante Emilio Eduardo Massera. Según un periodista de los servicios de inteligencia del Ejército, Eugenio Méndez, no cabe la menor duda de que el asesinato fue perpetrado por el “grupo de tareas” con base en la ESMA y que su instigador fue Lacoste. (2)

Una anécdota reveladora

En 1990 escribí toda una larga contratapa del diario Nuevo Sur (que ahora no tengo a mano) sobre El Duque Gallone. Tiempo después, estando al frente de la sección Policiales del diario, recibí la queja unánime de sus miembros, Ricardo Ragendorfer, Marta Dillon, Ariel Barlaro y Guillermo Villalobos sobre un quinto miembro de la sección, el más veterano, Florencio Monzón. Decían mis compañeros (Villalobos, ex montonero, había estado preso; Dillon es hija de una desaparecida) que no cabía duda de que Monzón era de la Policía Federal, y que no querían seguir trabajando con él. Así que fue a hablar con el director del diario, Eduardo Luis Duhalde, que me sorprendió al decirme que, si, era verdad, Monzón era policía, pero que también era un leal compañero peronista, al que le debía no pocos favores, al punto que posiblemente le debiera incluso la vida.

Aquí debo hacer un alto y puntualizar que ambas cosas eran ciertas, que Florencio Monzón había participado activamente de la resistencia peronista y que era policía. De lo primero no cabe duda, no sólo porque el mismísimo Perón le había escrito desde el exilio (entonces, Monzon utilizaba el “nom de guerre” de “Santiago) en el aciago marzo de 1956, sino también porque escribió dos libros muy interesantes sobre su experiencia militante, El peronismo del silencio y Llego carta de Perón, ambos publicados por Corregidor. De lo segundo tampoco (y no como Julio Troxler, que fue brevemente policía bonaerense antes de que intentaran fusilarlo aquel aciago 9 de junio de 1956) porque siempre asistió y terminó siendo el secretario privado del comisario Adrián Pelacchi, nombrado por el presidente Carlos Saúl Menem jefe de la Policía Federal con el claro objetivo de encubrir a los autores del atentado a la AMIA. Tras retirarse tres años después, Pelacchi fue Secretario de Seguridad Interior también nombrado por Menem, y por último el representante argentino en la central de Interpol en la ciudad francesa de Lyon, destino al que se llevó consigo a Monzón.

Volviendo a la charla con Duhalde, El Bueno, me dijo que si Monzón no estuviera en la redacción de ese diario, que era financiado por  el Partido Comunista y se imprimía en papel donado por la desfalleciente Unión Soviética, con toda seguridad la inteligencia policial hubiera infiltrado a alguien y no sabríamos quien era. En cambio, Monzón acordaba con él qué decirle a sus superiores, y le contaba a él de que se hablaba en la Plana Mayor de la repartición.

“Es mas, posiblemente hasta le debas la vida a Monzón”, dijo Duhalde, sorprendiéndome. Y me explicó que Monzón conocía a Gallone desde la juventud de ambos, cuando eran preceptores de un colegio del que era director el padre homónimo de Monzón. Cito de memoria: Resulta que en mi nota yo había escrito que Gallone había formado una nueva pareja con una bailarina, ex mujer de un actor que tenia larga fama de ser el dealer de la farándula, de los mas famosos capocómicos, vedettes e incluso grandes boxeadores. Y que se llevaba tan bien con este actor, que todas las mañanas llevaban a sus respectivos hijos a sus escuelas.

Eso lo había puesto rabioso, me dijo Duhalde, porque a ojos de “la familia policial” equivalía a señalar casi inequívocamente que también él, Gallone, debía participar de ese metier. “Te queria meter bala y fue Florencio quien, en combinación conmigo, salió a su encuentro en un bar de acá cerca y lo convenció de desistir”, me explicó.

En fin, hay una moraleja que se puede extraer de la anécdota y es que los sicarios como Gallone no les molesta tanto que se los acuse de torturadores y asesinos como de, por ejemplo, de estar involucrados en el tráfico de drogas ilícitas.

Muchos de los miembros de los grupos de tareas esnifaban antes de salir de cacería. Eran tiempos en que la cocaína estaba muchísimo menos difundida (un decomiso de 10 kilos iba a la tapa de los diarios, cuando el último cargamento trasvasado a un buque en puertos argentinos con destino a Europa fue de tres toneladas, 300 veces más grande) pero que los sicarios tuvieran acceso a ella era bastante lógico desde que su organizado en tiempos de la triple A, el comisario Alberto “Tubo” Villar, había arreglado con su amigo, el dictador de Bolivia, Hugo Banzer Suárez, una compra mensual que le permitía regular el mercado y hacer de los “dealers” o “camellos” confidentes, la mejor manera de monitorear y aprehender delincuentes, como habría de destacar el famoso bandolero Luis Alberto Valor.

Pero esa es otra historia.

NOTAS

 1) Váyase a saber por que. Los motivos para presentarse voluntariamente a cumplir el servicio militar obligatorio en la Policía Federal antes del sorteo (que entonces se hacía entre quienes tenían 20 años cumplidos) en el cual se podía quedar exceptuado si se sacaba un número bajo, eran varios, pero primaban el temor a sacar un número alto y ser destinados a la Armada, donde el S.M.O era de dos años, o una localidad lejana como Zapala o Cobunco si, como a la mayoría, le tocaba a Ejército. En cambio hacer el servicio como “coreano” implicaba hacerlo en una comisaría o dependencia de la Capital Federal, lo que le garantizaba a porteños y habitantes del conurbano, entre otras cosas, dormir en sus hogares.

2) En su libro “Almirante Lacoste: ¿Quién mató al general Actis?”, Buenos Aires, El Cid Editor, 1984.