La longevidad

13 Septiembre, 2022

Por ADRIANA ARJONA

Durante unas deliciosas vacaciones en familia, mi sobrino de 17 años me preguntó si me gustaría vivir para siempre. Sin dudarlo, le respondí que no, ni loca.

Él no podía entender por qué. Mi sobrino es curioso y positivo, se fascina con los avances de la ciencia, tiene argumentos acerca de todos los temas filosóficos imaginables. En fin, es un entusiasta amante de la vida y estaba en verdad sorprendido con el rotundo “no” que le di ante la posibilidad de ser inextinguible.

Le expliqué que me alegra tener la experiencia de vivir, pero jamás he soñado siquiera con ser longeva. De hecho, es a lo que más le temo. Me da terror vivir demasiado tiempo. Es, desde mi perspectiva, lo más indeseable. Si rechazo la idea de una existencia demasiado prolongada, vivir para siempre me resulta lo más parecido al infierno.

Esto no quiere decir que esté en contra de los ancianos o de los que sí desean cumplir la mayor cantidad de años posible. Mi deseo, contrario a la longevidad, no pretende ser una cruzada contra la Tercera Edad. Esto lo digo porque muchas personas mayores, cuando oyen mi deseo de morir relativamente joven, se sienten interpeladas y se lo toman de manera personal, lo asumen como una amenaza contra su propia existencia o como si yo estuviera cargando una pancarta que reza: “muerte a los viejos”. No, nada de eso. Por mí, que cada cual viva cuanto quiera y pueda. A mí que me dejen igualmente tranquila con mi deseo de no estar por estos lares demasiado tiempo.

Mi sobrino no podía entender la pereza que me da la longevidad y empezó a darme ejemplos de personas famosas y también de familiares cercanos que han vivido muchísimos años y han disfrutado cada segundo. Le expliqué, entonces, que mi deseo profundo de no ser longeva está relacionado, en parte, con el dolor físico. Tuve un accidente en moto a los 19 que me dejó una lesión importante en la columna cervical, me operaron hace unos años, tengo varias piezas de titanio en mi cuello, y el dolor ha sido mi fiel compañero desde el día en que aquel policía imbécil, y sin licencia para conducir, decidió meterse en contravía para parquear frente al CAI en el que hacía turno.

Sumado a ese eterno dolor, he comprendido que envejecer implica empezar a sentir el cuerpo. Sentirlo, o mejor dicho, sufrirlo. Cada día aparece una nueva molestia. En la muñeca, la rodilla, la cadera, la cintura, el codo, de nuevo en la muñeca. No son dolores insoportables y muchos de ellos desaparecen con la misma rapidez con la que llegaron, pero al otro día hay una nueva incomodidad. Sé que las molestias físicas no son lo único que llega con los años, obvio. La vida es bella, sin duda. Pero después de los 45, a veces mucho antes, el cuerpo empieza a manifestarse y no hay conversación entre los congéneres que no termine en la narración de alguna dolencia, en recomendaciones de médicos, terapias, parches, plasmas, plantas, mambe, gotas de CBD, yagé, expertos que hablan con los ángeles y curan cosas que ni los médicos, o brujos que encuentran entierros en las macetas de la casa y adiós a todos los males.

Después de echarle toda esta diatriba sobre el dolor físico a mi sobrino, él me dijo con su sonrisa arrebatada: “Ok, imagina entonces que puedes vivir para siempre, estando de manera permanente en tu mejor edad, es decir, siempre tendrás 25 años, nunca te enfermarás, nada ni nadie podrá hacerte daño, y jamás sentirás dolor. ¿Aceptarías vivir para siempre de esta manera?”.

Mi padre, cercano a cumplir 80, entró en la conversación y dijo que en esas condiciones él sí querría vivir para siempre. Mi madre igual. Entonces mi sobrino me miró con cara de “no hay forma de decir que no”.  

Lo pensé por un momento tras el cual le aseguré que me mantenía firme mi negativa. “Que pereza”, le dije, “no quiero estar cuando falte el agua. Eso va a ser una puta pesadilla y no falta mucho para que suceda. ¿Por qué querría vivir esa desgracia?”. “Pues para ver qué pasa”, me dijo mi sobrino, “yo quiero verlo todo. Todo lo que pasa, lo que inventamos, los planetas a los que viajaremos, todo”, dijo con una exaltación en realidad envidiable. No me convenció.

Al volver de vacaciones vi el noticiero CM& del jueves 8 de septiembre, cuya emisión arrancó diciendo: “La noticia más importante de Colombia hoy: murió la Reina Isabel II a los 96 años”. Me costó la redacción del enunciado (¿por qué sería la noticia más importante de Colombia la muerte de una monarca inglesa?), y después me detuve en los 96 años. Una vez más pensé: ¡qué pereza! Qué tremenda aburrición vivir tanto tiempo. Sobre todo usando trajes de colores tan horripilantes.

Además, la vida entera de la señora Isabel nos deja saber que no hay mucho que esperar de un planeta repleto de gente que prefirió ver el documental sobre las intimidades de la familia real, Royal Family, el cual tuvo 350 millones de espectadores, bastante menos que los que se interesaron por ver la llegada del hombre a la Luna.

A través de la señora Isabel II hemos visto un mundo en el que siguen en pie las monarquías, ¡cuesta creerlo! Reyes y reinas que acceden a su cargo de manera vitalicia y cuyo poder, en un principio, se creía era entregado de manera directa por parte de los dioses; ahora los dioses son ellos, las monárquicas celebridades. Las Familias Reales se mantienen ahí, inamovibles, conformando un extraño símbolo de unidad nacional y tradiciones históricas, que aparentemente solo aportan material para la revista HOLA, seguramente con muchos más lectores que The Lancet.

La señora con corona es el resumen de lo alrevesado que está el mundo: personas que se vuelven famosas por hacer nada; pueblos que lloran durante años la muerte de una princesa, pero no derraman una lágrima por los abusos cometidos en las colonias; el despilfarro de dinero para mantener unas vidas de excesos fotografiadas por paparazzis, imágenes que la gente después compra para darse cuenta de que los ricos también tienen arrugas y panzas; reverencias y genuflexiones absurdas, ni qué decir de los que deben arrastrarse por el suelo sin hacer contacto visual, como sucede con el rey de Tailandia; bodas reales que en solo seguridad, como en el caso del matrimonio entre el príncipe Harry y Megan Merkel, consumen 36.5 millones de euros (para darse una idea del absurdo, Colombia compró 9'984.000 de vacunas de AstraZeneca contra el Covid-19 por 59 millones de dólares). En fin, sobrino, ¿alguna duda de por qué no quiero ser testigo de estos y otros absurdos Ad Infinitum y sin agua?

Me quedo con los atardeceres en compañía de mi gran amor. Me quedo con la mano pequeña de mi hija entrelazada con la mía. Me quedo con unos vinos en familia, con los libros, con el bálsamo delicioso que puede ser una buena película. Me quedo con la sonrisa de mi sobrino. No se necesita más que una vida (no tan larga) para disfrutar de esos pequeños placeres.