La desacralización de la naturaleza

01 Agosto, 2021

Por LUCERO MARTÍNEZ KASAB

Psicóloga. Magíster en filosofía

A mi padre, Luis Fernando Martínez Espinosa.

Tuve un padre que creció rodeado de decenas de quebradas que desembocaban en el río Cauca, nos contaba lo feliz que era escuchando el concierto de los pájaros y otros animalitos al amanecer, respirando el aroma de los eucaliptos que acarician la neblina de la Cordillera Central colombiana. Nadar en las corrientes de esos ríos lo hizo fuerte, nunca lo vi resfriado, sus brazos podían lanzar dos niñas a la vez al aire para que se zambulleran jugando en esas aguas. Nos hablaba de un ave de ojos azules que habitaba en esa región al que los lugareños llamaban hermosamente “diostedé”; alimentaba con cariño genuino a los perritos callejeros que se le acercaban cuando darles de comer no era utilizado para ganar adeptos y abrazaba honestamente a los campesinos generosos que le ofrecían sancocho de gallina recién preparado.

Por él nadé desde niña en las aguas traslúcidas del mar en Neguanje cerca de Santa Marta y dormí en ese paraje del Génesis que es Cañaveral y en Pueblo Bello en las estribaciones de la Sierra Nevada que los aruhacos han cuidado durante siglos. Nos paseó en chalupa por debajo del entramado bosque de mangles en la Isla de Salamanca entre tantos sitios de ensueño en Colombia.  

Al ir y venir por la carretera que une a Barranquilla con Ciénaga conocíamos todas sus curvas y rectas sembradas de árboles y de playas que estremecían con sus vientos nuestro carro, mientras el mar nos esperaba con sus olas azules espumosas a las que nos lanzábamos en rauda carrera sin importar las ropas que lleváramos puestas. En una ocasión empezamos a ver que los mangles al borde de la autopista se iban secando en pequeñas zonas hasta que se amplió a kilómetros y kilómetros un espectáculo mortuorio de árboles marchitos, agua, caracoles y peces putrefactos como si hubiera caído una bomba nuclear.

Por entonces, uno de los primeros defensores del medio ambiente, Daniel Samper Pizano denunciaba en su columna periodística la primera gran tragedia ecológica en Colombia: los mangles morían porque la construcción de la carreta había cortado el flujo natural entre el agua dulce y la salada que permitía las condiciones biológicas ideales para el crecimiento de ese bosque tropical. Tras años de protestas de la prensa y de personas influyentes la concesión privada a cargo de esa vía abrió pequeños canales que reactivaron la circulación de las aguas, las plantas agradecidas reverdecieron.

Por el respeto heredado de mi padre hacia la naturaleza y por haberla disfrutado desde niña viendo los cardúmenes de peces de colores debajo de las aguas del río Guatapurí cerca de Valledupar, las langostas veloces en el mar de bahía Concha, las lechugas tiernas sacadas de la tierra en el páramo de Coconucos una de las materias preferidas en el colegio junto a la de español fue la geografía, la que casi nadie apreciaba. Cada vez que leo las noticias sobre el daño a la Naturaleza siento en carne propia el daño que la Modernidad le ha hecho a nuestro Planeta.

Europa, quitándose de encima la pobreza de su Edad Media a punta de la esclavización de los indígenas, de los afros y del saqueo de este mundo que se llamaría América, inicia un esplendor en las artes y las ciencias jalonado por las temerarias iniciativas individuales que afrontaron el miedo a buscar otra ruta comercial hacia Oriente. Acrecentado el ego por no haber sucumbido a los monstruos marinos de ultramar, repletos de riqueza para comprar lo que se les antojase y confrontadas las escrituras sagradas a través de la ciencia demostrando que era el Sol el centro de nuestra galaxia y no la Tierra, todo lo sacro se fue derrumbando. El ser humano se desprendió de la Naturaleza, ya no sería parte de ese todo; ella, sería un objeto de él, del humano, amo y dueño del mundo por ser un individuo pensante y libre de toda atadura.

Desacralizada la Naturaleza y menospreciada la colectividad humana los sujetos que comandaban la historia –como suele suceder- impondrán una visión del mundo donde lo importante será lo que se pueda medir, cuantificar, contar prevalentes sobre la noción de cualidad; se esforzarán por denostar el pasado y ponderar el futuro; el resultado es que estamos al borde de la aniquilación de las condiciones biológicas que permiten la vida humana y de las demás especies en este Planeta. Así como la construcción de la autopista de Barranquilla a Ciénaga cercenó la combinación química profunda del agua dulce con la salada causando la mortandad de la flora y la fauna en los bosques de mangles que bordean el mar, las minas de carbón, níquel, oro, esmeraldas y en general la depredación sobre la Naturaleza han ido acabando con la vida la Tierra.

Han sido más sabias las culturas ancestrales que se reconocen como un todo indivisible. Conservan intacto el sentimiento de lo sagrado que se manifiesta en el respeto por los antepasados, por la colectividad y por el medio ambiente. Para ellas, el individuo es la confluencia de esas tres partes que constituyen una unidad, practicando la obediencia de los principios trazados por su cultura. Su unión con el entorno parte de la convicción profunda de que cualquier acto individual por pequeño que sea tiene una repercusión cósmica, de tal manera que hay un cuidado desde cada quién por el lugar donde se nace, por la familia y por los procesos políticos.

Un filósofo boliviano proveniente de una cultura ancestral, Juan José Bautista, recientemente fallecido, dejó un legado de defensa del creer místico frente al secularismo que trajo la Modernidad. Lo místico como la unión de cada acto terrenal con algo Superior que se escapa a nuestra aprehensión corporal. Un respeto por lo Superior que la Modernidad ha negado íntimamente mientras exhibe unas creencias superficiales a través de religiones fachadas encubridoras de pequeñas y grandes traiciones con el cosmos que están destruyendo este mundo.

Sin embargo, la Modernidad, que se cree libre de ataduras tiene sus propios Superiores a los que les rinde un culto reverencial de manera individual y colectiva: el dinero, la competencia, la ganancia, la acumulación; engañándose al acudir a las iglesias ante un Dios al que supuestamente obedece en su mandato de benevolencia y concordia con el prójimo.  Nuestra cultura es formalista, vacía de contenido ético, como lo es nuestro gobierno que invoca a la virgen de Chiquinquirá ante los desastres ambientales cuando íntimamente ha desacralizado la vida humana y la Naturaleza.

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