La búsqueda de Diana López Zuleta en el silencio del desierto

03 Julio, 2020
  • La periodista y escritora presenta su libro Lo que no borró el desierto, descripción de un tiempo de violencia e impunidad en una zona donde impera el poder machista, del más fuerte. Seguido al prólogo de Margarita Rosa de Francisco, ejecuta una narración del tiempo y del lugar en que le correspondió vivir. Un testimonio del valor frente a la resignación.


Por CÉSAR MUÑOZ VARGAS

Fotos César Muñoz Vargas

@177segundos

En la gran escena de su historia de no ficción hay asesinos, cómplices, fariseos, militares pusilánimes, policías aprensivos, fiscales ―unos íntegros, otros corruptos en los linderos del patrón―, sabuesos investigadores y hasta un párroco vitalicio y alcahueta. Diana López Zuleta se enfrentó no solo al victimario, sino a los recuerdos, al dolor, al desdén, al silencio, a la hipocresía y a su propio miedo. Se enfrentó a los febreros que le arrebataron a su padre, a su abuela y a su tío. Para escribir la historia, se enfrentó a la angustia de hacerlo.

El relato no está en el expediente por lustros empolvado en los confines guajiros y que se fue robusteciendo en los últimos años, luego de Diana haber llamado la atención del aparato judicial con el ánimo de evitar una impunidad más. El relato está en la memoria, en el vestido rosado de la muñeca Barbie que todavía conserva, en el blanco de la niña de tres años, en el negro de la niña de diez. Está en la valentía de una mujer que, como en el Viaje a la semilla de Alejo Carpentier, desandó los pasos de su estirpe y de su pueblo para recogerlos en una escritura honesta y pasar de la muerte a la vida. Y la vida en riesgo.

Con todo en contra, Diana López inició un largo recorrido en dos sentidos: el proceso judicial que llevaría a la condena del asesino de su padre; y sus conflictos íntimos, sus dudas y el rechazo de su propia familia. Esta le pedía dejar las cosas tal cual habían estado durante casi dos décadas: inmersas en la resignación, el mutismo y el olvido. Pocas personas, una de ellas el periodista Gonzalo Guillén, la alentaron. Él ―asegura― le enseñó el camino de la valentía y le recomendó no amilanarse ante el verdugo: «Así escondas la cabeza en la tierra, como el avestruz, la realidad es grave y dolorosa». Ella, entonces, se constituyó en parte civil del proceso contra el exgobernador de La Guajira, Juan Francisco Gómez Cerchar, para no dar marcha atrás.

La vi llegar a las audiencias en el juzgado especializado de Bogotá, inerme y solo acompañada por su abogado defensor. En silencio. Su presencia a veces era imperceptible. Se acomodaba en las bancas detrás de su representante y se dedicaba a tomar apuntes. La presencia de la contraparte era aspaventosa y a veces hostil.  

La confrontación aparentaba ser muy desigual: la de uno de los políticos más influyentes de la región, siempre rodeado de su séquito, contra una joven periodista que, íngrima, buscaba justicia, buscaba verdad. Fue una de las cosas más difíciles que tuvo que soportar: el abandono y hasta el desprecio de su parentela de padre y madre por haber tenido la osadía de desafiar al potentado. Lo hizo y venció. Después de casi dos años de litigio, la juez dictó sentencia condenatoria de cuarenta años de prisión luego de establecer que Gómez Cerchar había sido el determinador de la muerte de Luis Gregorio López Peralta, el papá de Diana.

El duelo no terminaba. Había asuntos por esclarecer, por liberar, por confesar. Por eso Lo que no borró el desierto. Por eso ese viaje a la semilla, a la búsqueda de respuestas. Algunas de esas voces, que no llegaron en la etapa judicial, le decían: «¿Para qué te vas a poner a escribir un libro? A Kiko ya lo condenaron, deja eso así». Pero la historia había que contarla completa, como un resarcir de la memoria de López Peralta; y tal vez un ápice de consuelo para las víctimas que no han podido hablar. O un in memoriam de las voces apagadas.

Diana nació un 6 de Reyes. En un tiempo violento, como casi todos los tiempos de la Colombia republicana. En una región ―el Cesar y La Guajira― blanco de fusiles ilegales y legales, donde el ruido de las explosiones, de las balas, ha sido disimulado con sonidos de acordeón. Las muertes, las masacres, se celebraban con parranda, según se lo confesaron varias fuentes consultadas.

La música vallenata no tiene la culpa, pero Diana es un nombre de vallenato. En cantos vallenatos quedaron varias menciones a su padre y al victimario. ¡Vaya paradoja! Antes de todo, en el interior del país, solo se referenciaba a «el Kiko Gómez» por los saludos de Diomedes Díaz en los intermedios musicales de alegres paseos. López y Gómez tenían cosas en común propias de la idiosincrasia guajira. Fueron amigos hasta cuando chocaron sus distintas formas de ver y de ejercer la política.

Para poder contar su historia, la historia de la estela de violencia que arrasó familias enteras, Diana López Zuleta anduvo por juzgados, despachos oficiales, consultorios médicos, hoteles, cárceles, Bogotá, Medellín, Barranquilla, Valledupar. Entre miradas acechantes, estuvo en Barrancas, el lugar donde Luis López Peralta «nació, vivió y se quedó»… para siempre. Tres días antes de cumplir cuarenta años.

Los pasos la llevaron a su infancia, al bautizo, a las Navidades que precedían sus cumpleaños y a los cumpleaños que precedían los carnavales. La  llevaron a la casa en su pueblo La Paz; que en los tiempos aciagos, de eso ―de paz―, solo tenía el nombre. Periodo cuando solo la retahíla procaz de un loro llamado Vitolo rompía el silencio que llegó con los continuos duelos y se envelaba con el negro luto.

Diana hoy describe las tardes enteras de conversaciones con su madre durante las cuales reconstruyeron ese pasado. Para construir la memoria, hizo un engranaje con los recuerdos de cada una, con los recuerdos de sus hermanos, de sus primos, de sus amigos del colegio Santa Fe de Valledupar, en cuyas aulas se repetía el lapidario momento: cada vez que una madre, un padre, un familiar moría de forma natural, o era asesinado, el alumno recibía la orden de recoger cuadernos. Luego era llevado a la rectoría.

A Diana la sacaron del curso un día de septiembre, cuando murió el bisabuelo Lino. Y varios años después, en un febrero de carnaval, y cuando ya estaba estudiando periodismo en Barranquilla, la llamaron para avisarle de la muerte del tío Varo. Lo mataron los paramilitares, pero nunca se supo quién dio la orden.

Con la ayuda de sus pares repasó esas épocas; con el ímpetu de su deseo por hallar explicaciones revivió episodios lacerantes. El video de las exequias: su padre cercado en cirios y no apagando las velas de cumpleaños. El victimario cargando el ataúd. El cura intentando persuadir a los deudos de no descubrir quién lo hizo. El victimario pronunciando un discurso plagiado de las históricas alocuciones de Jorge Eliécer Gaitán. El silencio pétreo de una niña de diez que no salía de su shock y que rompió en llanto días después y durante muchos días de muchos años después. Aún al poner el punto en la última línea del libro.

Atar cabos y encarar al victimario en un pomposo encuentro de gobernadores y durante las tensas audiencias con la presidencia de una juez imperturbable. Atar cabos hasta los límites de la locura y arrostrar en su propia celda al presunto gatillero, quien en su tanatoagenda tenía meticulosamente relacionados los cientos de crímenes que sin empacho confesó haber cometido. Ese episodio es tal vez uno de los de mayor impacto en la obra. Estar ante la inminente posibilidad de que el sicario confiese.

Treinta y seis capítulos en los que la escritora maneja con destreza los tiempos y refiere honestamente episodios que la gente ―a pesar del decreciente interés de los medios― creía conocer por ser un litigio mediático. Treinta y seis capítulos que develan una investigación de filigrana y el trabajo concienzudo de eximia reportera. Se ha curtido en el oficio con el paso de sus vertiginosos años.

Sacó del encierro a monjas de clausura y las hizo confesar la que hubiera sido su vida al otro lado de los muros del convento. Visitó regiones infestadas de paramilitares. Se internó en bocas de lobos guerrilleros. Con una pregunta puso en evidencia el pánico que, el matón y jefe de matones alias Popeye, le tenía al expresidente Álvaro Uribe. En las páginas, Diana López cita su propio miedo cerval. Ha aprendido a vencerlo o a dominarlo o a convivir con él.

Son varias lecciones  tácitas. La del testimonio de una víctima valiente que habla no solo por ella, sino a nombre de miles. La de una periodista  que no cae en ambigüedades por temor o por cuidar un puesto o un estatus, y que llama por su nombre a personajes y circunstancias. La de una hija que busca justicia ―lo escribió y lo recalca― «no por odio, sino para vencer la resignación».

Si le preguntan su fecha de nacimiento dice inconsciente: «22 de febrero de 1997», el día que mataron a su papá. Entonces le pregunto qué le diría hoy la mujer que se liberó, al comprender que ha vivido a través de la sombra de la muerte de Luis López Peralta, a la niña que se quedó esperándolo en La Paz aquel sábado prometido para conocer el nuevo centro comercial. No sabe; responde con la mirada acuosa. Una de las cosas que más le ha había dolido era la impotencia de encontrarse libre al asesino. «Es traumatizante el hecho de que se justifique».

Se queda con las cavilaciones sobre el perdón. «El perdón no se pide, se otorga». Recuerda algunas palabras de Ingrid Betancourt: «El perdón es como cuando uno está ahogándose y tiene que salir a buscar aire…». Me ve a los ojos, se queda altiva, segura de que ha hecho lo correcto. Segura de que a través de un testimonio sin autocompasión revela al mundo la verdad que buscó y encontró. La verdad  sobre la sangre derramada que han querido ocultar en anaqueles con sumarios corroídos por la pátina del tiempo. Bajo la arena del desierto.