Al otro lado de la pantalla, desde donde atiende a La Nueva Prensa, los ojos de Irene relumbran como espejos. Hay poética, no solo en su escritura, sino en su voz dulce, acompasada; también, la sonrisa y el sonrojo de su rostro al pronunciar "gracias". Tiene el don de la palabra: con ella seduce, acaricia, envuelve, lleva de la mano. Dos años después de la publicación de El infinito en un junco, todavía no lo cree: centenares de lectores en todo el mundo han acogido su libro, publicado en más de cincuenta países, y está siendo traducido —simultáneamente— a 35 idiomas. Con todo y las cifras —45 ediciones en España, más de 350 mil ejemplares vendidos en español y cerca de 100 mil en otras lenguas—, Irene no pierde el asombro con cada nuevo lector. Y dice “gracias”, una y otra vez, conmovida.
El infinito en un junco es la historia de los libros, pero también puede ser la historia de la humanidad contada a través de una de las invenciones más fecundas de que se tenga noticia. Irene recorre los vestigios como una investigadora arqueológica: la ambición de Alejandro Magno por reunir todos los libros existentes en una gran biblioteca, la lucha de las mujeres por la palabra, el invento del alfabeto…
El libro no está contado como un archivo histórico o una enumeración de datos, aunque para escribirlo haya consultado cientos de archivos históricos y documentos antiguos: es un relato que funciona como una novela por las tensiones narrativas, las ondulaciones de la voz, el ritmo y las digresiones, pero está clasificado como ensayo. Y quizá no por la erudición —que la tiene—, este libro podría ser un ensayo con narración de novela, o una novela con elementos de ensayo.
Vallejo escribe acerca del pasado sin dejar de incorporarlo al presente. Hace un repaso por la evolución que ha tenido el libro a lo largo de cinco mil años: desde la escritura en piedra —que, aunque duradera, como en templos y pirámides, era difícil de transportar—; las pieles de animales —costosa, puesto que la elaboración de un gran manuscrito en pergaminos podía causar la muerte de un rebaño entero—; las tablas de arcilla —demasiado frágiles para perdurar—; o el junco, que crecía a orillas del río Nilo, y originaron los libros de papel que conocemos hoy.
La investigación está soportada en cientos de fuentes sin estar necesariamente mencionadas en los habituales pies de páginas que suelen distraer al lector. Mantiene un tono reflexivo-narrativo, mezclado con recuerdos personales de la autora y escenas que va recreando de los antepasados.
Irene Vallejo nació en 1979 en Zaragoza, España. Es filóloga y Doctora en Clásicas. Con El infinito en un junco obtuvo el Premio Nacional de Ensayo 2020, el Premio El Ojo Crítico de Narrativa 2019, entre muchos otros. Una biblioteca en Barcelona lleva su nombre.
Diana López Zuleta: La mayor fuerza de tu libro radica en como está escrito. No sé si te lo han dicho, pero uno lo lee como si fuera tu propia voz narrándolo.
Irene Vallejo: Me alegro muchísimo que digas eso, y que lo hayas sentido así, porque es uno de los objetivos, es casi una paradoja el narrar esta historia de los libros como si la contase un narrador oral, como si en lugar de estar en un libro la hubiera extraído a una reunión alrededor del fuego, contando antiguas historias y aventuras del pasado, y tenía esa intención de jugar con los dos mundos y con las claves de la oralidad y de la escritura, y estar constantemente hibridando dos formas de contar que ha conocido la humanidad: la oral, que siempre intenta conseguir una musicalidad, un ritmo —la oralidad se basa principalmente en eso: estructuras sintácticas, estribillos, retornelos, construcciones esencialmente musicales—; y luego, la prosa escrita, que es mucho más cerebral y abstracta. También es un homenaje a las mujeres de la oralidad, porque tengo la intuición —y he intentado recoger testimonios en ese sentido— de que muchas mujeres, al no haber podido acceder a la educación a lo largo de muchos siglos, han sido las principales habitantes del mundo de la oralidad. Ellas hacen parte de una genealogía que han transmitido nuestros relatos, pero han quedado fuera del reconocimiento de la historia oficial.
D.L.Z: Cuentas que el primer autor del mundo que firma un texto con su nombre propio es, precisamente, una mujer, Enheduanna, 1500 años antes de Homero. A renglón seguido, relatas la exclusión que sufrieron las mujeres en la historia. El filósofo Demócrito decía: “Callar en público debía ser considerado el mejor adorno femenino”. Sin embargo, me llama la atención que en esa sociedad tan misógina hubo muchos relatos cuyos personajes eran diosas, pero en la intimidad las mujeres eran completamente silenciadas.
El origen de los relatos de nuestra civilización está en ese momento en que las mujeres se reunían a tejer y contar historias
I.V: Muchos de esos grandes relatos mitológicos proceden de la oralidad, es allí donde se forjan los imaginarios, las historias y las leyendas que después han elaborado los escritores en un periodo de escritura, y yo creo que en el mundo de la oralidad había más igualdad en el uso de la palabra, o el ejercicio del relato, en la medida en que no había estructuras tan complejas de poder asociadas al conocimiento, a los escribas, a todas estas ceremonias de la plasmación del texto, de la palabra y de las leyes. Yo pienso que en ese imaginario de los mitos que se centra generalmente en la familia, o que extrapola los conflictos sociales y familiares, tenemos las grandes sagas de la mitología, Medea, los grandes personajes antiguos, Helena de Troya, el personaje maravilloso de Antígona. Las mujeres están muy presentes en esa mitología y encarnan muchos de los grandes conflictos que viven las sociedades. Mientras los hombres se ocupaban de salir, cazar, a las tareas más activas, las mujeres se quedaban alrededor del telar, de las cuerdas, del cuidado, de los hijos, y ahí es donde surgieron las condiciones más idóneas para el relato. Allí nacen todas esas metáforas que saltan de la actividad a las que ellas se estaban dedicando al concepto de contar una historia, por eso, toda la terminología clásica —el nudo de un relato, el desenlace de una historia, el hilo, perder el hilo, cuando decimos que bordas un relato, un discurso— está muy relacionada con el hecho de coser, tejer, bordar, trenzar. “Texto” tiene la misma etimología de “textil”. Hay allí tantos términos que siempre he pensado que el origen de los relatos de nuestra civilización está en ese momento en que las mujeres se reunían a tejer y contar historias.
D.L.Z: El libro es, de alguna manera, un resarcimiento a esas mujeres.
I.V: El libro, en realidad, es una historia de la lucha por la palabra, por liberar la palabra y el conocimiento. Tiene dos dimensiones. Una, es la democratización del saber, porque la escritura y el conocimiento estaban en manos de unos pocos: los aristócratas, los reyes y los escribas —que pertenecen a castas muy privilegiadas—, y cómo vamos consiguiendo, a lo largo de los siglos, que personas de otra clase social puedan acceder a la escuela, a los libros, al saber y al conocimiento. Luego, está la lucha de las mujeres por acceder al mundo de la palabra, que es el mundo del poder, de la participación en la sociedad, porque sí se permitía que las mujeres contaran historias en casa, lo que no se permitía era que fueran profesionales en la literatura; sin embargo, en Roma tenían muy claro que eran las mujeres las que enseñaban a hablar, y todavía seguimos diciendo “lengua materna”, porque la madre nos enseña a hablar. Vamos viendo cómo al principio se establece un coto de privilegio, y cómo a lo largo de la historia —y con el esfuerzo de muchas personas, la mayoría de ellas anónimas—, se va liberando la palabra a través de los libros, las instituciones y los espacios donde los libros se expanden y se ponen al alcance de cada vez más personas. Para mí, El infinito en un junco es una historia épica, pero no la épica que nos cuentan habitualmente, que es la épica de la guerra, el combate, el conflicto, sino la épica del acceso al conocimiento y al relato, que durante mucho tiempo ha sido —y sigue siendo— vehículo de sabiduría y reflexión, incluso, es una parte esencial de la política —el relato, la narración—. Esta es una historia muy importante en la que generalmente no reparamos, porque estamos siempre contando la historia de las conquistas, las anexiones, los reyes, los imperios.
D.L.Z: La palabra escrita —y no solo la escrita—, ha estado sometida desde el principio a esas formas de poder, de saber-poder, que le imponen límites y la aniquilan; eso mismo pasa ya en Internet que nació prometiendo libertad sin límites para la palabra: las prohibiciones, la eliminación de contenidos, la censura por parte de gobiernos e incluso de individuos particulares —los dueños de las redes—, continúan con esa tradición. ¿Se trata de algo inherente a la palabra? ¿Es tan grande su poder intrínseco que no podrá deshacerse de la condena de ser controlada, perseguida?
I.V: Yo creo que la palabra es enormemente poderosa. Los sofistas griegos ya lo decían: la palabra es un pequeño tirano, es el más pequeño de todos los tiranos en tamaño, pero es enormemente poderosa porque nos transmite miedo, esperanza, alegría, nos puede aproximar, pero también nos puede impulsar a odiar; fortalece los vínculos o los destruye. En la medida en que nuestras sociedades se están volviendo cada vez más complejas, construimos más en función de relatos, de justificación, de afirmación, de identidades —porque al final las identidades son, en buena medida, relatos—, entonces, efectivamente, la palabra es poder, y por eso, a lo largo de la historia, se ha intentado limitar el acceso a la palabra, a la escritura y a los libros, y ese ha sido el argumento del principal drama histórico que hemos vivido, y lo he querido enfocar en El infinito en un junco. Estamos siempre pensando en el conflicto bélico, pero detrás hay siempre primero una configuración del enemigo, la creación de una serie de metáforas, de ideas, y eso parte del lenguaje. El primer paso es siempre el lenguaje, la palabra y el discurso, y de esto fueron muy conscientes los antiguos, que inventaron la oratoria y la retórica, y entendieron que así se controlaba el mundo. Uno de los mensajes de El infinito en un junco es que todos esos ataques a los libros —las hogueras, la destrucción, la censura— no son cosas de otros tiempos, no son acontecimientos superados de un pasado remoto; seguimos en el mismo campo de batalla porque al final la palabra tiene mucho que ver con la libertad y la democratización. Con todo el episodio de la Biblioteca de Alejandría, intento decir que la palabra siempre va a tener enemigos entre los soberanos, poderosos y totalitarios. Pero está también el otro peligro, que es menospreciar el valor de los libros, la transmisión escrita, el discurso de la prensa, las bibliotecas, los colegios, todo lo que verdaderamente sustenta el acceso de todos a la palabra. Hay un intento de llamar la atención sobre eso: nunca bajemos la guardia, nunca abandonemos esa defensa activa de la palabra, porque es, al final, quizá lo más poderoso que tenemos al alcance de todos.
D.L.Z: Cuentas que Sócrates se opuso a la escritura porque temía que los hombres confiaran el saber a los textos y abandonasen el esfuerzo de la reflexión. ¿Qué piensas de la forma de enseñar de antes, en la que predominaba la memoria, en relación con el presente, en el que consultar cualquier cosa en Internet toma segundos?
I.V: Ahí hay una paradoja que la ha encarnado muy bien el propio Sócrates. Él nunca quiso escribir, desconfiaba de los libros, decía: “No te responden, no debaten contigo, solo te dan una visión de los acontecimientos monolítica”. Él consideraba mucho más filosófico el diálogo que la lectura, pero si sus discípulos no hubieran escrito sus pensamientos y sus discursos, se habrían perdido en el olvido. Es cierto que las tecnologías nos han ayudado a conservar el saber y el conocimiento previo, y han evitado que tengamos que estar constantemente empezando de cero —volviendo a hacer una y otra vez los mismos descubrimientos que ya habían hecho nuestros antepasados—. En el mundo de la oralidad todo dependía de la memoria, y por eso la memoria era extraordinariamente valiosa. En la medida en que vamos teniendo apoyos —los libros, después la imprenta, la tecnología, las pantallas, los buscadores, Google, Internet, etc.— vamos relajando la memoria porque ya no es imprescindible la memoria para sobrevivir y almacenar el conocimiento, y conseguir que se conserve la sabiduría. Algo de razón tenía Sócrates, porque si tenemos la confianza de que siempre vamos a poder encontrar los datos que busquemos, no los aprendemos, no los interiorizamos y no los hacemos sabiduría nuestra; no es algo que poseemos, sino que sabemos dónde buscar. Internet y los ordenadores fortalecen más las conexiones entre los acontecimientos, los hechos y las ideas. Hay que intentar encontrar equilibrios. Pero también interpreto en clave de rechazo de las élites hacia las tecnologías que expanden el acceso al conocimiento. Así como hubo el mismo tipo de críticas contra la escritura, los libros y la imprenta, ahora existen contra Internet y las nuevas tecnologías. Siempre hay una especie de rechazo a todo aquello que amplía y abre las bases del conocimiento. Creo, en definitiva, que la capacidad de acercarse al conocimiento y de encontrar las respuestas a todas las preguntas no tiene parangón con ninguna otra época del pasado. A una persona de la Edad Media que se hacía preguntas sobre el mundo que le rodeaba —¿por qué el cielo es azul? ¿por qué el mar es salado?— nadie le iba a contestar, lo cual no era un estímulo para la inquietud, la curiosidad y el deseo de saber, porque se quedaba sin respuesta.
Siempre hay una especie de rechazo a todo aquello que amplía y abre las bases del conocimiento
D.L.Z: La escritura fue primero un auxiliar y un sucedáneo de la memoria, incluso Platón y Aristóteles, al parecer, todavía la tomaban en ese sentido. ¿Se sabe en qué consistía ese nuevo placer y si difiere mucho del placer moderno de leer?
I.V: Yo creo que tiene un núcleo equivalente universal que es la fascinación por las historias que ya existía en el mundo anterior a los libros; hay algo en un buen relato, mito o leyenda, que nos suspende inmediatamente todas nuestras preocupaciones del mundo en el que vivimos, y de repente entramos en otra dimensión, y eso es hermoso; es lo que cuenta el mito de Orfeo, que se supone que cuando cantaba, hasta las fieras se calmaban y las aguas del mar se amansaban, y toda la naturaleza quedaba como fascinada por aquellas palabras y melodías. En ese sentido, hay una cierta metáfora del arrebato, de sentirte arrebatado de tu mundo y de tu interior. Pero luego, las formas en que nos vamos aproximando a las historias —como quién nos abre las puertas hacia ellas, cómo leemos, en qué circunstancias, ¿en voz alta o en voz baja?, con qué rituales, cómo accedemos a ello, qué significado social tiene la lectura, a quién le está permitida, a quién le está prohibida— ha ido transformándose a lo largo de la historia, no se parece nada a la forma en que socialmente se reinterpreta el hecho de leer y de disfrutar de los libros y las historias a lo largo de los siglos, y ha cambiado mucho. Durante muchísimo tiempo el mundo de la oralidad estuvo muy vivo y, en realidad, los libros eran como una especie de partitura que solo conocían los especialistas —igual que ahora los solfeos solo lo conocen, sobre todo, los especialistas en música—. Luego, con el paso del tiempo, el libro y la lectura van cobrando protagonismo y se van convirtiendo en la forma principal de acceso a los relatos, aunque la oralidad nunca ha desaparecido del todo —tenemos la radio, los podcasts, los audiolibros, el audiovisual—, el foco ha ido pasando más a la lectura silenciosa, que fue también un descubrimiento. En ese sentido, la lectura ahora es un acto mucho más privado, más difícil de controlar socialmente y que tiene que ver más con la inquietud individual. En el mundo de la oralidad, eso no sucedía, porque las recitaciones eran un acto social y tenían que ver con las ideas compartidas.
D.L.Z: La imprenta, que fue inventada para reemplazar a los copistas medievales, apareció y continúa prolongándose en el tiempo, no solo para copiar textos, sino también artefactos materiales y tejidos vivos. Quizá, en un futuro no lejano, sean creados y producidos en serie cerebros con una única versión de la realidad. Todo esto está asociado a la palabra. Puede que la palabra se haya convertido en nuestra verdadera esencia. Quizá la palabra sea suplantada finalmente un día o fijada dentro de límites que no podrá traspasar, pero, ¿no sería eso el fin de lo humano, de nuestra especie?

Irene Vallejo, retratada por el fotógrafo James Rajotte.
I.V: Desde luego que si eso llegase a suceder sería otra fase totalmente distinta de la humanidad, pero por el momento, tengo mis dudas. Las máquinas serán capaces de construir textos gramaticalmente correctos, pero creo que en la literatura hay un componente que es esencialmente sabiduría, experiencia, una sensibilidad hacia el lenguaje que tiene que ver con haber vivido, y es muy difícil que las máquinas lleguen a construirlo. Una inteligencia artificial lo que hace es grabar muchas construcciones y, a partir de ahí, crea nuevos textos, pero no deja de ser una mera combinatoria de ideas y frases que se han introducido en su memoria. ¿Dónde está la capacidad de innovación de una máquina? ¿cómo puede una máquina hablar a las emociones de un ser humano? No digo que sea imposible, pero, por ahora, a las máquinas les está costando muchísimo acceder a los niveles más sofisticados del lenguaje: al humor, la ironía, a todo lo que no sea directa y nítidamente comunicativo. Habrá que esperar lo que nos trae el futuro, pero no creo que de inmediata y rápidamente pueda suplantar ni a los escritores ni a los traductores. Traducir tiene que ver con el arte, la intuición, el sentimiento, la emoción, la experiencia, la vida y la innovación, y las máquinas —al relacionar el lenguaje, el humor, los doble juegos, las elipsis, todas esas cosas tan maravillosas en el lenguaje literario— están teniendo graves dificultades. Y el subtexto —que se está diciendo una cosa, pero se está queriendo decir otra en realidad—, todo eso que es tan profundamente literario, las máquinas por ahora no pueden ni atisbarlo. Yo creo que podrán decir: “Esto es correcto, es satisfactorio”, pero esa vibración misteriosa de una historia, de una experiencia, de una vivencia, me sorprendería que las máquinas pudieran llegar a generarla artificialmente. Yo no intento hacer predicciones, pero muchas de las cosas que han sucedido y que yo relato en El infinito en un junco, si se las hubieran contado a nuestros antepasados les habrían parecido absolutamente inconcebibles, y totalmente improbables y, sin embargo, han sucedido.