Este extraño

29 Marzo, 2020

Por CAROLINA SANÍN
  1. En el más impresionante de sus relatos, Mark Twain se refiere al Diablo —creativo, creador, demoledor, pedagógico, conocedor insensible del tiempo humano y sobrehumano— como el «extraño misterioso». Ahora me viene a la mente todos los días esa frase para referirme a ti, que no eres ni persona ni personaje y que tampoco podrías ocupar esta segunda persona gramatical con la que me dirijo y los miento a ustedes, los virus, lo siempre en plural, lo radicalmente otro, cuyo reino nos ha sido venido: los misteriosos extraños coronados; la afectación sin medida.
  2. Hemos repetido durante días el misterio: “El virus no está vivo ni muere”. También lo he repetido yo, para anonadarme, para aquietarme en el asombro del límite. ¿Pero acaso la vida es la definición de los biólogos? La fuente que por estos días sigue manando en Roma sin que nadie la vea, y que fue hecha por el hombre —ayudado por los demonios, que es como se hace toda obra de arte—, está animada y es animada. También está animada cada una de estas letras. Sea una oportunidad para que la consideración definitoria de la vida ceda ante una más amplia reflexión sobre la animación, esquiva a las definiciones. Todo está animado. El virus es animación que no nace.
  3. Entran en contacto con la célula, y entonces hacen que la célula lea algo y repita aquello que lee, y lo copie muchas veces, y finalmente se destruya por lo que ha leído y repetido. ¿Qué nos dice ese mecanismo sobre toda producción? ¿Dónde podemos encontrar su alegoría en los movimientos de nuestra psique y en nuestro comportamiento? ¿En qué se parecen los virus al rumor, a la proyección en la envidia, a las tergiversaciones de la vergüenza, a los tránsitos y la pululación del dinero, al hacer voluntariamente pero sin saber y sin querer, a la lectura y al enamoramiento —a todo lo exclusivamente humano—?
  4. El virus no tiene hijos ni padres. Se produce en un tiempo distinto del tiempo sucesorio de las generaciones. Se pega a la huésped para que esta haga réplicas de lo que se le pegó, y así se destruya a sí misma. ¿Dónde más encontraríamos esa violación de la hospitalidad, ese fraude hecho a la anfitriona, esa persuasión parecida a las seducciones que en los cuentos y las leyendas intentan y frustran los diablos, y parecida al engaño que permite toda sujeción y toda explotación operadas por el hombre?
  5. Pienso en Helena, la mujer que, al querer tener dos maridos, inauguró nuestra épica y nuestras tragedias. Cuando los héroes estaban encerrados en el caballo invasor —la célula que iba a coronar su victoria— ella los llamó imitando las voces de sus mujeres, para que salieran. Después de tantos siglos de su supuesto rescate, la llamamos Helena de Troya, no Helena de los Aqueos. ¿Lo femenino —la mujer que desea, el deseo femenino— ha sido siempre en nuestra cultura lo venenoso, lo virulento, lo extrañamente misterioso?
  6. El nombre del agente minúsculo viene del latín virus, que es veneno. Pero junto a la etimología arqueológica hay otras infinitas etimologías posibles, como las que hizo Isidoro de Sevilla, que inventó los hipertextos y los hipervínculos hace catorce siglos (y que es el santo patrón de Internet). En nuestra etimología de contigüidades —que es más apropiada para hablar de lo que no se mueve en el tiempo histórico— podemos asociar la voz virus con viril y con virtud, palabras procedentes del latino vir, que es varón.
  7. El virus se nos está presentando como aquello que desintegra y disgrega (que no solo separa mi cuerpo de otros cuerpos, sino que separa mis propias manos de mi propia cara, y a la célula de ella misma). Su presencia señala, en primer lugar, la disgregación. Y la mayor disgregación en que ha incurrido el ser humano es aquella de él con respecto a los otros animales y de su naturaleza con respecto a su alimento. Nos alimentamos de millones y millones de seres sintientes cada día, animales como nosotros, tratándolos como no si no fueran sintientes: como si fueran virus. Tratándolos como si fuesen incontables: como los virus. Como si fuesen invasores: como el virus. Su terror, su cautiverio y su sufrimiento se ha convertido en nuestro cuerpo mismo. Ahora el virus nos lo hace leer, como en una fábula.
    8. El extraño misterioso, ese mismo que fue maestro de Jesús en el desierto, nos está escribiendo algo en las manos: en esas que nos obliga a lavarnos veinte veces al día para que, a la vez que entendemos en la carne de modo literal, entendamos también de modo metafórico: pues el demonio siempre enseña con arte.