Ensayo sobre la sordera

30 Septiembre, 2021

Por PAUL BRITO*

Comencé a escuchar los pitidos en las noches, cuando todo estaba en silencio, y por un tiempo pensé que eran grillos escondidos en el armario o retozando en el jardín de la casa. Pero cuando los silbidos comenzaron a destacar también en el día, empecé a sospechar que provenían de mi oído.

      Unas pruebas médicas para ingresar a una fábrica de automóviles en Barcelona me revelaron que tenía deficiencias en ambos oídos. Al principio no podía creerlo, pues pensaba que escuchaba bien, pero una nueva audiometría confirmó el diagnóstico. Otro examen más preciso (Potenciales Evocados) me mostró dónde estaba el problema: no en el oído externo, ni tampoco en el medio (donde se encuentran esos diminutos e increíbles huesos bautizados por un herrero) sino en el interno, justo donde los sonidos se vuelven impulsos eléctricos.

       Hasta donde tenía entendido no poseía antecedentes familiares de sordera. De niño consumí fuertes antibióticos para la garganta y fui explorador asiduo del fondo de la piscina, y de adolescente fui amante de la pólvora y del heavy metal a todo volumen, pero muchos amigos de mi generación tuvieron vidas parecidas y hoy no sufren problemas de audición. Algunos, en cambio, padecen de la vista mientras que yo, a pesar de llevar años leyendo y escribiendo pegado a una pantalla de computador, no necesito lentes. Comencé a sospechar que mi mal oído era una especie de destino, igual que para otros lo es la ceguera.

      Imaginé otra causa más aparatosa para mi sordera. Mi temperamento introvertido: una forma de vida volcada al mundo interior pudo llevarme a prescindir poco a poco de los sonidos. La costumbre de estar escuchando dentro de mí mismo habría desacostumbrado mis oídos para el mundo exterior. Estar enfocado en escuchar el sonido sordo de las palabras al pensar y al leer o escribir, habría terminado atrofiando mi audición. Mantuve esa hipótesis por un tiempo hasta que un amigo violonchelista me regaló un buen argumento en contra: no necesariamente esa introspección o el hábito de la lectura y de la escritura van en detrimento del oído, pues esas aficiones obligan a trabajar el oído interno, no el oído interno físico sino el intelectual. Antes de escuchar cómo suena lo que está tocando, un músico tiene que decidir cómo quiere que suene, tiene que imaginárselo. La lectura y la escritura también obligan a trabajar el oído interno por el hábito de escuchar dentro de la cabeza cómo suenan las frases.

      Cualquier escritor sabe, además, que la prosa tiene su propio ritmo. Un cuento o una novela deben mantener el mismo tono a lo largo de las páginas para que no se rompa la ilusión narrativa, la apariencia de realidad. Del mismo modo, la poesía contiene un ritmo interior de donde brotan las imágenes primigenias y las metáforas anteriores al lenguaje articulado. “Pensamientos y frases son también ritmos, llamadas, ecos”, escribió el escritor mexicano Octavio Paz.

        En todo caso, el oído es un sentido pasivo que, a diferencia de la visión, no se puede direccionar o apagar, de modo que los ruidos siempre están atentando contra la concentración intelectual. Quizá por eso, por la falta de control sobre ellos, me da la impresión de que puede estar sometido a una voluntad interna y absoluta que decide su regulación o abolición de acuerdo a fines más altos del espíritu.

Remedios para lo irremediable

      Después de concluir que el daño estaba en mi oído interno, el especialista me explicó que a ese nivel la deficiencia auditiva es irreversible. Me volví a hacer los mismos exámenes en el instituto de otología García-Ibáñez de Barcelona que tiene fama de ser uno de los más avanzados en su campo. Pagué una suma considerable para que me hicieran los mismos exámenes y me dijeran exactamente lo mismo: que estaba jodido irreversiblemente. Me diagnosticaron hipoacusia neurosensorial bilateral moderada y me aconsejaron usar audífonos.

       Le pregunté al especialista si volverme dependiente de ellos no agudizaría mi debilidad auditiva.

     —El oído es perezoso —me respondió el doctor—. Si uno no le recuerda los sonidos que ha dejado de percibir: las pisadas, el canto de las aves, el crujir de una bolsa, él termina prescindiendo de ellos. Los audífonos no te ayudarán a recobrar la capacidad natural de tus oídos ni eliminarán los pitidos, aunque pueden contrarrestarlos con la gama de sonidos tenues y agudos que rescatan, pero por lo menos te ayudarán a ejercitarlos para no seguir perdiendo más terreno.

     —¿Hay alguna forma de acallar los benditos pitidos? —pregunté desesperadamente.

     —No, porque son un síntoma de que tu oído interno no está funcionando bien. Las células dañadas emiten señales incorrectas que tu cerebro interpreta como sonidos. Y puesto que es irreversible el daño en esa zona, es inevitable que sigas escuchándolos.

     Me recetó unas pastillas para poder conciliar el sueño cuando los pitidos fuesen insoportables (pastillas que nunca he usado) y una música ambiental para cuando no me dejaran concentrar en el trabajo (que menos uso). Me prescribió también unas pastillas llamadas Idaptán para reducir los silbidos pero que, como el gingko biloba y el castaño de indias, son más bien un acto de fe.

    Averigüé por los audífonos en la Seguridad Social.

    —No los cubrimos —me advirtió el especialista—, pero te aconsejo que los compres.

     Reuní un dinero y me fui a comprarlos a Colombia, donde había averiguado que eran más baratos. La audióloga me hizo otra audiometría.

    —Escuchas los tonos graves con una solvencia más o menos normal —concluyó mirando los resultados—, pero cuando los sonidos se van volviendo agudos y tenues, tu capacidad auditiva cae dramáticamente —y me mostró una curva que efectivamente descendía como una montaña rusa—. A tu caso se le conoce vulgarmente como “nervio seco”.

    Luego realizó el molde de mis oídos taponándolos con unas masillas.

    Salí al ruedo con mis nuevos oídos, pero llegaba a la casa con dolor de cabeza y los nervios destrozados. Los pitos de los carros, los mofles de las motos, los ladridos de los perros parecían explosiones pirotécnicas. Con tanta bulla, lo que menos escuchaba eran las voces de las personas. Notaba, además, que al descubrir los aparatos, mis interlocutores se ponían incómodos, vocalizaban forzados, alzaban teatralmente la voz e incluso se volvían desconfiados como si los estuviera grabando.

Sordos versus ciegos

       Mientras los lentes pueden hacer ver a una persona más interesante o con aire intelectual, los audífonos y su habitual color crema te hacen ver como un lisiado. En lugar de disimular, aquel pavoroso color beige (que recuerda el color de piel de los androides) llama aún más la atención. Apenas la gente se percata del objeto extraño y grotesco asomado a la oreja, te mira incómoda y no puede dejar de vigilarlo, como si estuviera frente a alguien que tiene una verruga en la punta de la nariz.

      Claro, hay audífonos modernos, de colores, más dignos, pues no tratan de camuflarse patéticamente con el color de la piel (como hacen algunos calvos al cubrir su mollera con copetes laterales) sino que se exhiben como una novedad tecnológica del atuendo. No taponan los oídos pues el grueso del aparato queda detrás de la oreja. Sin embargo, no me decidí por ellos, porque en el clima del Caribe están demasiado expuestos al sudor y eso puede estropearlos, y porque me parecía que la gama de colores frivolizaba mi tragedia, en tanto que el color negro era un luto demasiado literal.

     A nadie que usa gafas lo señalan como un discapacitado; a alguien que usa audífonos, por más sofisticados que sean, lo miran con lástima. Los audífonos no tienen la misma estética sencilla y práctica de los lentes: dos piezas de vidrio y una montura liviana encajadas perfectamente en las orejas y la nariz. Los audífonos, por más modernos que sean, no logran la misma sencillez ni consiguen asimilarse al rostro: se ven artificiales y aparatosos; necesitan pilas, circuitos y cables. Una vez la gente los detecta, se rompe la naturalidad que debe tener una conversación fluida y se instala en el otro hablante una tensión embarazosa. Dejé de llevarlos en la calle y ahora solo los uso en casa. Pero aún así, relegándolos a la clandestinidad, siguen siendo incómodos. La mayoría de los audífonos taponan los orificios del oído y uno siente como si tuviera gripa. Parecen gafas que para ayudarte a ver, tuvieran que clausurar el mundo y mostrártelo en una precaria pantalla.

     Estas no son las únicas desventajas frente a los que sufren de la vista. El ojo, al contrario del oído interno, puede recobrar la visión con el uso continuado de lentes o con cirugía. El oído interno no da esperanza: no hay forma de escuchar como antes. Para rematar, los sordos tienen mala fama. Según el escritor argentino Jorge Luis Borges, no poseen la dulzura que tienen los ciegos. “Las personas sordas son muy impacientes —afirmaba—. A veces la gente se ríe de los sordos. Nadie se ríe de un ciego".

Señales de humo

      Por fortuna hay al menos una diferencia donde sale ganando el sordo. Mientras la vista está apoyada en el espacio y por lo tanto se mueve en extensión, el oído, al ser un sentido que descansa prioritariamente en el tiempo, actúa en intensidad y profundidad. El trasunto del célebre saxofonista Charlie Parker, en el relato “El perseguidor”, de Julio Cortázar, afirmaba sobre el sonido: “Lo mejor es cuando te das cuenta de que puedes meter una tienda entera en la valija, cientos y cientos de trajes, como yo meto la música en el tiempo cuando estoy tocando”. Los sonidos contienen pausas y silencios donde cabe el mundo entero. La música, “esa forma misteriosa del tiempo” como la describió Borges, es el gran consuelo de quien no escucha bien: por la pequeña rendija o puerta entornada de sus oídos estropeados, una persona puede captar la sinfonía del universo. Por una de esas delgadas ranuras, Beethoven abrazó el mundo hasta tocar el cielo. De ningún pintor ciego se puede decir lo mismo.

    Para el filósofo alemán Arthur Schopenhauer, la música es la más excelsa de las artes, porque no se limita a ser una representación del mundo sino que ella misma es la esencia del universo manifestándose directamente. Los tonos graves encarnan al mundo orgánico, mineral y vegetal, y los tonos agudos, al ser humano profundo: su esencia divina (de ahí que sean el mejor potenciador de una escena dramática). Me pregunto a veces si haber dejado de escuchar las frecuencias más tenues y sutiles de mi entorno, hasta el punto de que muchas veces no escucho a mis semejantes, no querrá decir algo más. “El diálogo es más que un acuerdo: es un acorde —decía Octavio Paz—. Y los enamorados mismos se sienten como dos rimas felices, pronunciadas por una boca invisible”. Mi insensibilidad hacia los susurros y tonos bajos puede estar avisándome de que estoy desatendiendo la frecuencia más tenue y sutil de todas, la que oficia de base armoniosa a todas las discordantes melodías de la vida, la que vibra como un solo tañido en todos los hombres, bajo el bullicio del mundo.

    En el filme Señales de humo, un chico sufre de los oídos y escucha silbidos. Al final nos enteramos de que esos pitidos eran un llamado de salvación de unos extraterrestres. Me pregunto a veces si estos que estoy condenado a escuchar no encierran también un mensaje en clave, una canción misteriosa que debo descifrar antes de que sea demasiado tarde.

*Esta crónica hace parte del libro El proletariado de los dioses.